Cuando las televisiones públicas compran derechos de imagen a los clubs de futbol para la retransmisión de partidos, el Estado se convierte en cómplice y atizador de conductas delictivas y xenófobas.
Excelente reportaje de la BBC de una hora de duración. En inglés.
desde 2.006 en Internet
viernes, 8 de diciembre de 2006
Pierre Joseph Proudhon, el azote de Marx
Pierre Joseph Proudhon, llega a este mundo, en una pequeña ciudad del Franco Condado, el 15 de enero de 1809; la familia que le recibe en su casa de Chasnans,que posiblemente haya sido una comuna,(fotografía en el interior), es humilde pero relativamente independiente; su padre trabaja como autónomo, haciendo cerveza y toneles para contenerla. Su madre es cocinera.
Los laboriosos padres de Pierre Joseph, lograron acumular cierta cantidad de dinero, más por su esfuerzo que por especulación, lo que les permitió adquirir algunas tierras, pero nunca lograron medrar mucho más que la mayoría de sus convecinos, ni tampoco lo pretendieron.
El padre de Pierre Joseph tenía sus propias ideas, y consideraba que hacerse rico era algo indigno, por lo que decidió vender su cerveza al precio que le costaba hacerla, más un salario moderado que él mismo se asignaba por su trabajo. En su pueblo había una vida comunitaria muy desarrollada.
Besançon, la patria de Victor Hugo, que había llegado al mundo siete años antes que Pierre, era por entonces un lugar tranquilo en el que se fabricaban relojes que competían con los suizos, y la mayor parte de sus vecinos se dedicaban a labores agrícolas, oficio que también ocupó a nuestro personaje, que fue pastor de bueyes, al tiempo que ayudaba a sus padres en la hacienda familiar.
Los habitantes del Franco Condado de aquella época, se caracterizaban por tener su propia interpretación de la ciudadanía, tal vez por la historia de tributación a las abadías, que eran abundantes en aquella zona francesa. Desde la Edad Media, se venían desarrollando diversos proyectos cooperativos.
Había una tradición en actividades comunitarias, quizás por la proximidad de Suiza, con unos conceptos muy singulares sobre el trabajo, la propiedad, el mercado, el justiprecio, y la justicia social. No en vano, Fourier, otro de los socialistas utópicos franceses, al que Proudhon conoció y del que recibió gran influencia, también procedía de estas tierras.
Por concesión de becas, otro hito de su pequeña patria, Pierre, inicia sus estudios en el Colegio Real de Besançon, donde recibe la Beca Suard, que le permite proseguir los estudios de bachillerato que no pudo concluir por problemas económicos.
En su época de estudiante, había aprendido hebreo, y se había dedicado al estudio de la Biblia, con la finalidad de rebatirla, según sus exegetas. Entra a trabajar en una imprenta, donde se hace tipógrafo. Esto le permite conocer a Fourier, otro de los socialistas utópicos franceses, que también procedía de estas tierras y del que recibió gran influencia.
Proudhon comienza a escribir artículos y panfletos hacia 1835. Pero no es hasta 1838 cuando concluye su primer trabajo literario importante sobre el tema de las categorías gramaticales, Essai de grammaire générale, con el que obtiene un premio de la Academia de Besançon, por el que recibe una beca durante 3 años que le permite trasladarse a París (aunque le fue retirada posteriormente, al publicar su trabajo sobre la propiedad).
Cuando llega a la capital francesa, conoce a numerosos activistas políticos y revolucionarios. Escribe una obra en la que estudia la celebración del domingo, desde una perspectiva social e histórica.
“LA PROPIEDAD ES EL ROBO”
Su genialidad y su reconocimiento emergen en 1840, al publicar un ensayo titulado, “¿Qué es la propiedad?”, al que contestaba con el conocido aforismo de Brissot: “la propiedad es el robo” . París acoge a Proudhon ese mismo año, precedido de su fama como renovador social, que le llega a proporcionar incluso reconocimiento internacional.
Durante los dos años siguientes, se dedica a prolongar este primer trabajo, y publica dos memorias más sobre el mismo tema. Estas obras, además de proporcionarle notoriedad, especialmente tras el apoyo recibido por el economista Blanqui, también le trajeron acusaciones de conspiración contra el Estado, por las que fue juzgado en 1842, resultando absuelto.
Decir que la propiedad era un robo en 1840 en la Francia de mediados del siglo XIX, era cuando menos arriesgado. Sin embargo, Proudhon no hace simplemente un alegato revolucionario, también desarrolla una argumentación sociológica.
Considera que aceptar la propiedad como un derecho natural es una contradicción, el propietario se atribuye unas riquezas que por orden natural deberían ser comunes, pues Dios creo este mundo y por lo tanto es su único propietario.
TRABAJO Y PROPIEDAD
La apropiación incontrolada de los medios de producción por parte de algunos, puede llegar a destruir la libertad y la igualdad de oportunidades de todos, hay que evitar que algunos usurpadores pueden acaparar los instrumentos necesarios para el trabajo, que son limitados.
Si los trabajadores necesitan alquilar estos instrumentos a sus propietarios, se establece un “derecho de aubana”, una especie de arancel sobre el trabajo, que impide que los trabajadores lleguen nunca a ser propietarios.
Los medios de producción deben ser comunes; es legítimo, en cambio, poseer los frutos del trabajo, pues de no ser así, resultaría amenazada la independencia del trabajador. Por lo que el autor propone en nombre de esta independencia, la oposición vehemente a todo sistema socialista y comunista, que denunció como autoritarios
La teoría sobre el trabajo que elabora Proudhon es singular. Considera que si el trabajo individual y aislado recibe un salario justo, no comprende por que al realizarse en conjunto con otros trabajadores sufre una devaluación, a pesar de incrementarse la productividad y los beneficios, por lo qué el empresario obtiene una plusvalía (“surplus”) de la explotación conjunta de los trabajadores, que debería, al menos, repartir con ellos, pero no lo hace.
SER LIBRES PARA SER IGUALES, NO IGUALES, PARA SER LIBRES.
Sin embargo, en su conjunto, Proudhon no demoniza a la propiedad, pues también considera que es consecuencia y causa de la libertad del individuo, que garantiza los derechos personales ante las presiones sociales y los poderes del Estado. Considera la propiedad, como una realidad antinómica, fuente de despotismos y libertades.
La propiedad que no deriva del trabajo propio introduce la desigualdad. Ésta debe eliminarse, y a este efecto los socialistas y comunistas introducen la autoridad, Pero con la autoridad se elimina la independencia. Proudhon, no está de acuerdo con estos principios.
La independencia de los trabajadores es una utopía que se consigue solamente en un estado de completa libertad, lo cual requiere un sistema de organización que concluya con el exhaustivo control del Estado. Se instaura de este modo el anarquismo, equivalente a la sociedad libre.
Proudhon, al contrario que otros pensadores revolucionarios, no proponía eliminar la propiedad, sino hacer a todo el mundo propietario, pues si todos fueran propietarios podrían garantizarse a sí mismos su propia libertad.
El Estado no debería participar en el reparto de los bienes, pero si regular la especulación y además proporcionar créditos “gratuitos”, para que los ciudadanos pudieran acceder a la propiedad.
RECHAZO DE LA AUTORIDAD DEL ESTADO
Puesto que se rechaza toda autoridad, hay que eliminar no solamente la humana, sino también la divina. El anarquismo lleva consigo el ateísmo. Sería erróneo, sin embargo, suponer que Proudhon predicaba el anarquismo como si fuese una especie de nihilismo.
La eliminación de la autoridad es una condición necesaria para la independencia. La dependencia es el mal. Hay que empezar, pues, por librar a los hombres del peso de la autoridad que se arroga el Estado. Éste es artificial, al contrario que la familia, no procede de un desarrollo natural y espontáneo.
EL MUTUALISMO
Proudhon forjó numerosos proyectos para hacer posible la liberación de la tutela a que se ven sometidos los trabajadores. Puesto que se descarta la autoridad del Estado y, en verdad, cualquier autoridad, es menester ver cómo es posible una organización comunitaria verdaderamente libre.
La base de esta organización es la idea mutualista, que no sólo sustituye todo orden autoritario, sino también todo individualismo caótico. La asociación según la mutualidad es un sistema de fuerzas libres donde hay derechos iguales, obligaciones iguales, ventajas iguales y servicios iguales, esto es, donde derechos, obligaciones, ventajas y servicios se compensan uno al otro libremente.
Se distingue de la mera competición en que no procura la ventaja del más favorecido o del más osado, sino un sistema de ventajas mutuas. Las comunidades organizadas por el mutualismo, se organizan federativamente, de modo que el sistema económico queda completado por un sistema político.
Tanto en el sistema mutual como en el federativo no hay transferencia de derechos a representantes en un supuesto régimen democrático de tipo liberal; transferir los derechos equivale a cederlos y, por tanto, a perderlos. Los derechos son propiedad de los ciudadanos y su representación, también
Posteriormente, hacia 1843, se traslada a Lyon, donde trabaja como empleado comercial, entrando en una sociedad secreta de trabajadores que pretendía hacerse con el control de los medios de producción de una forma revolucionaria, en las nacientes industrias francesas, y que eran conocidas como Fraternidades.
Proudhon conoce a Marx en un viaje que realiza a París, y también a otros revolucionarios como Mijail Bakunin, sobre el que influye considerablemente. En 1846 publica Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria, en el que critica el autoritarismo comunista y defiende un estado centralizado peculiar, que posteriormente desarrollaría en su obra El principio Federativo (que se puede leer en fragmentos en Textos Ciudadanos).
Según Sorel, la enemistad entre Marx y Proudhon, también se transfiere a la metodología revolucionaria, en una carta escrita por Proudhon a Marx, el 17 de Mayo de 1846, rechaza la idea de provocar luchas sangrientas análogas a las de la Revolución Francesa, y se expresa de esta forma: «Tales me parece que son las disposiciones de la clase obrera de Francia: nuestros proletarios tienen tan gran sed de ciencia, que hallaría entre ellos desfavorable acogida al que no les ofreciese más que sangre para beber. En suma, que, a mi modo de ver, haríamos política detestable si hablásemos en tono de exterminadores; los medios de rigor ellos mismos se impondrán, por desgracia; el pueblo no necesita para ello de exhortación alguna»
LA IDEOLOGÍA DE PROUDHON
La ruptura de Proudhon con Marx, es considerada como el punto de partida simbólico de la larga disputa entre las tradiciones anarquista y comunista. Proudhon, influyó sobre el movimiento anarquista, y especialmente sobre Bakunin.
Elegido diputado en la Asamblea Nacional, en 1848, expuso y defendió sus ideas en la prensa, y especialmente en el periódico por él fundado, Le représentant du peuple –que cambió luego su título a Le peuple y, finalmente, a La voix du peuple–. En 1849 fue encarcelado, pero durante sus tres años de prisión siguió escribiendo y publicando
A Proudhon se le clasifica, según Palgrave, entre los socialistas por sus ataques contra la propiedad inmobiliaria; pero la verdad es que trató las doctrinas socialistas con tanta violencia como las doctrinas ortodoxas. No fue comunista, pues calificó de espantajo las doctrinas del comunismo, diciendo, además: “la comunidad aún está en el aire. Entre la propiedad y la comunidad, yo construiré un mundo (organización del crédito).
Tampoco fue socialista de Estado, puesto que afirmó que era una «lepra de la inteligencia francesa» la locura de apelar al Estado. Si algún nombre se ha de dar a esta doctrina es el de anarquismo; además, Proudhon fue el primero en usar esta palabra como expresión no de desorden o caos, sino, al contrario, de la forma más elevada y más perfecta de organización social, pues dijo: «Aunque soy amigo del orden, propiamente soy anarquista», y añade «La verdadera forma de gobierno es la anárquica.»
En 1847 regresa a París, donde fundó un periódico, Le Répresentant du Peuple. Marx, que estaba absolutamente obsesionado con rebatir la ideología de Proudhon, le responde en 1847 con su obra Miseria de la Filosofía, en la que trata de desbaratar, sin conseguirlo, los argumentos establecidos por el autor francés
Tras las revoluciones de 1848, fue elegido diputado en la Asamblea Constituyente, obteniendo su acta por el distrito de Sena, debido a la popularidad que habían adquirido sus radicales teorías. Como miembro de la Asamblea, lanzó diversas propuestas revolucionarias, aunque sin lograr el éxito con ninguna.
Una de sus iniciativas consistía en la fundación de un banco popular que concediera préstamos sin interés. También trató de fijar un impuesto sobre la propiedad privada. Publicó folletos donde matizó su anarquismo con la denominación de mutualismo, que promulgaba la unión, incluso financiera, de burgueses y obreros en una sola clase media
Su actuación parlamentaria fracasó por completo, como él mismo pudo reconocer al ser ignominiosamente rechazada su proposición en favor de un impuesto de un tercio sobre la renta, por lo cual no se volvió a oír su voz en la Asamblea. Desde entonces dedicó sus energías a las actividades propagandísticas.
DIPUTADO CONTRA SU MUNDO
En el periódico Le Peuple reanudó la campaña que empezara antes de su elección; en Représentant du Peuple, atacó a todo lo existente, incluso al príncipe-presidente, por lo cual se le persiguió y se le tuvo encarcelado por espacio de tres años.
Desde su encierro de Santa Pelagia, en donde gozaba de un régimen de favor, dirigía los periódicos Voix du Peuple y Le Peuple, y desde allí hizo, además, una gran edición de los folletos Idées révolutionnaires y Confessions d'un révolutionnaire, en los cuales expuso claramente sus teorías sociales revolucionarias y anárquicas.
Publicó Idée générale de la révolution au XIX siècle (1851) y preparó, para publicarla una vez recobrada la libertad, la obra Révolution sociale démontrée par le coup d'Etat (1852), en la que ofrece esta alternativa para el futuro: hay que elegir obligatoriamente entre la anarquía o el cesarismo.
Siguieron una serie de escritos en los que condensó todas sus ideas sociales y económicas. En el opúsculo Philosophie du progrés (1853) indicó un programa de publicaciones que no pudo dar a la estampa, publicando únicamente un Manuel du spéculateur à la bourse (1853), y Réforme des chemins de fer (1855).
Desde 1856 empezó una obra ambiciosa, Justice dans la Révolution et dans l'Eglise (1858), por la cual fue condenado a tres años de cárcel y 4.000 francos de multa, pero en realidad la condena le vino tras fundar un Banco del Pueblo, una sociedad comercial destinada a organizar la abolición del interés, la circulación gratuita de los valores y, por ende, la supresión del capital, tuvo que huir furtivamente de París, refugiándose en Bruselas, donde continuó su obra panfletaria escribiendo en el Office de Publicité artículos contra la propiedad literaria.
En 1860 es indultado y regresa a Francia, desde entonces su vida, aunque activa y dedicada a sus trabajos literarios, se desarrolla sin grandes alteraciones. En 1861, publicó La guerre et la paix, obra en la que justifica el derecho de la fuerza como derecho primordial de la Humanidad; considera la guerra como una consecuencia de los males económicos y del pauperismo y prevé la eliminación de la misma en la sociedad futura que, según él, ha de tener su fundamento en el trabajo.
En 1862, aunque ya se encontraba enfermo, la cuestión de la unidad italiana hizo que Proudhon volviese a la política. En dicha cuestión se pronunció contra la unidad y en favor de la federación, exponiendo al año siguiente sus ideas sobre esto en el tratado Principe fédératif (1863). Recibe elogios de Garibaldi.
En 1864 publicó en Le Messager de Paris, Nouvelles observations sur l'unité italienne, a la que siguió su última producción, Capacité des classes ouvrières, que influyó en la formación de la primera internacional, se publicó después de su muerte, tras una grave dolencia cardiaca, que acontece el 19 de Enero de 1865 en París, que influyó en la formación de la primera internacional.
Los laboriosos padres de Pierre Joseph, lograron acumular cierta cantidad de dinero, más por su esfuerzo que por especulación, lo que les permitió adquirir algunas tierras, pero nunca lograron medrar mucho más que la mayoría de sus convecinos, ni tampoco lo pretendieron.
El padre de Pierre Joseph tenía sus propias ideas, y consideraba que hacerse rico era algo indigno, por lo que decidió vender su cerveza al precio que le costaba hacerla, más un salario moderado que él mismo se asignaba por su trabajo. En su pueblo había una vida comunitaria muy desarrollada.
Besançon, la patria de Victor Hugo, que había llegado al mundo siete años antes que Pierre, era por entonces un lugar tranquilo en el que se fabricaban relojes que competían con los suizos, y la mayor parte de sus vecinos se dedicaban a labores agrícolas, oficio que también ocupó a nuestro personaje, que fue pastor de bueyes, al tiempo que ayudaba a sus padres en la hacienda familiar.
Los habitantes del Franco Condado de aquella época, se caracterizaban por tener su propia interpretación de la ciudadanía, tal vez por la historia de tributación a las abadías, que eran abundantes en aquella zona francesa. Desde la Edad Media, se venían desarrollando diversos proyectos cooperativos.
Había una tradición en actividades comunitarias, quizás por la proximidad de Suiza, con unos conceptos muy singulares sobre el trabajo, la propiedad, el mercado, el justiprecio, y la justicia social. No en vano, Fourier, otro de los socialistas utópicos franceses, al que Proudhon conoció y del que recibió gran influencia, también procedía de estas tierras.
Por concesión de becas, otro hito de su pequeña patria, Pierre, inicia sus estudios en el Colegio Real de Besançon, donde recibe la Beca Suard, que le permite proseguir los estudios de bachillerato que no pudo concluir por problemas económicos.
En su época de estudiante, había aprendido hebreo, y se había dedicado al estudio de la Biblia, con la finalidad de rebatirla, según sus exegetas. Entra a trabajar en una imprenta, donde se hace tipógrafo. Esto le permite conocer a Fourier, otro de los socialistas utópicos franceses, que también procedía de estas tierras y del que recibió gran influencia.
Proudhon comienza a escribir artículos y panfletos hacia 1835. Pero no es hasta 1838 cuando concluye su primer trabajo literario importante sobre el tema de las categorías gramaticales, Essai de grammaire générale, con el que obtiene un premio de la Academia de Besançon, por el que recibe una beca durante 3 años que le permite trasladarse a París (aunque le fue retirada posteriormente, al publicar su trabajo sobre la propiedad).
Cuando llega a la capital francesa, conoce a numerosos activistas políticos y revolucionarios. Escribe una obra en la que estudia la celebración del domingo, desde una perspectiva social e histórica.
“LA PROPIEDAD ES EL ROBO”
Su genialidad y su reconocimiento emergen en 1840, al publicar un ensayo titulado, “¿Qué es la propiedad?”, al que contestaba con el conocido aforismo de Brissot: “la propiedad es el robo” . París acoge a Proudhon ese mismo año, precedido de su fama como renovador social, que le llega a proporcionar incluso reconocimiento internacional.
Durante los dos años siguientes, se dedica a prolongar este primer trabajo, y publica dos memorias más sobre el mismo tema. Estas obras, además de proporcionarle notoriedad, especialmente tras el apoyo recibido por el economista Blanqui, también le trajeron acusaciones de conspiración contra el Estado, por las que fue juzgado en 1842, resultando absuelto.
Decir que la propiedad era un robo en 1840 en la Francia de mediados del siglo XIX, era cuando menos arriesgado. Sin embargo, Proudhon no hace simplemente un alegato revolucionario, también desarrolla una argumentación sociológica.
Considera que aceptar la propiedad como un derecho natural es una contradicción, el propietario se atribuye unas riquezas que por orden natural deberían ser comunes, pues Dios creo este mundo y por lo tanto es su único propietario.
TRABAJO Y PROPIEDAD
La apropiación incontrolada de los medios de producción por parte de algunos, puede llegar a destruir la libertad y la igualdad de oportunidades de todos, hay que evitar que algunos usurpadores pueden acaparar los instrumentos necesarios para el trabajo, que son limitados.
Si los trabajadores necesitan alquilar estos instrumentos a sus propietarios, se establece un “derecho de aubana”, una especie de arancel sobre el trabajo, que impide que los trabajadores lleguen nunca a ser propietarios.
Los medios de producción deben ser comunes; es legítimo, en cambio, poseer los frutos del trabajo, pues de no ser así, resultaría amenazada la independencia del trabajador. Por lo que el autor propone en nombre de esta independencia, la oposición vehemente a todo sistema socialista y comunista, que denunció como autoritarios
La teoría sobre el trabajo que elabora Proudhon es singular. Considera que si el trabajo individual y aislado recibe un salario justo, no comprende por que al realizarse en conjunto con otros trabajadores sufre una devaluación, a pesar de incrementarse la productividad y los beneficios, por lo qué el empresario obtiene una plusvalía (“surplus”) de la explotación conjunta de los trabajadores, que debería, al menos, repartir con ellos, pero no lo hace.
SER LIBRES PARA SER IGUALES, NO IGUALES, PARA SER LIBRES.
Sin embargo, en su conjunto, Proudhon no demoniza a la propiedad, pues también considera que es consecuencia y causa de la libertad del individuo, que garantiza los derechos personales ante las presiones sociales y los poderes del Estado. Considera la propiedad, como una realidad antinómica, fuente de despotismos y libertades.
La propiedad que no deriva del trabajo propio introduce la desigualdad. Ésta debe eliminarse, y a este efecto los socialistas y comunistas introducen la autoridad, Pero con la autoridad se elimina la independencia. Proudhon, no está de acuerdo con estos principios.
La independencia de los trabajadores es una utopía que se consigue solamente en un estado de completa libertad, lo cual requiere un sistema de organización que concluya con el exhaustivo control del Estado. Se instaura de este modo el anarquismo, equivalente a la sociedad libre.
Proudhon, al contrario que otros pensadores revolucionarios, no proponía eliminar la propiedad, sino hacer a todo el mundo propietario, pues si todos fueran propietarios podrían garantizarse a sí mismos su propia libertad.
El Estado no debería participar en el reparto de los bienes, pero si regular la especulación y además proporcionar créditos “gratuitos”, para que los ciudadanos pudieran acceder a la propiedad.
RECHAZO DE LA AUTORIDAD DEL ESTADO
Puesto que se rechaza toda autoridad, hay que eliminar no solamente la humana, sino también la divina. El anarquismo lleva consigo el ateísmo. Sería erróneo, sin embargo, suponer que Proudhon predicaba el anarquismo como si fuese una especie de nihilismo.
La eliminación de la autoridad es una condición necesaria para la independencia. La dependencia es el mal. Hay que empezar, pues, por librar a los hombres del peso de la autoridad que se arroga el Estado. Éste es artificial, al contrario que la familia, no procede de un desarrollo natural y espontáneo.
EL MUTUALISMO
Proudhon forjó numerosos proyectos para hacer posible la liberación de la tutela a que se ven sometidos los trabajadores. Puesto que se descarta la autoridad del Estado y, en verdad, cualquier autoridad, es menester ver cómo es posible una organización comunitaria verdaderamente libre.
La base de esta organización es la idea mutualista, que no sólo sustituye todo orden autoritario, sino también todo individualismo caótico. La asociación según la mutualidad es un sistema de fuerzas libres donde hay derechos iguales, obligaciones iguales, ventajas iguales y servicios iguales, esto es, donde derechos, obligaciones, ventajas y servicios se compensan uno al otro libremente.
Se distingue de la mera competición en que no procura la ventaja del más favorecido o del más osado, sino un sistema de ventajas mutuas. Las comunidades organizadas por el mutualismo, se organizan federativamente, de modo que el sistema económico queda completado por un sistema político.
Tanto en el sistema mutual como en el federativo no hay transferencia de derechos a representantes en un supuesto régimen democrático de tipo liberal; transferir los derechos equivale a cederlos y, por tanto, a perderlos. Los derechos son propiedad de los ciudadanos y su representación, también
Posteriormente, hacia 1843, se traslada a Lyon, donde trabaja como empleado comercial, entrando en una sociedad secreta de trabajadores que pretendía hacerse con el control de los medios de producción de una forma revolucionaria, en las nacientes industrias francesas, y que eran conocidas como Fraternidades.
Proudhon conoce a Marx en un viaje que realiza a París, y también a otros revolucionarios como Mijail Bakunin, sobre el que influye considerablemente. En 1846 publica Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria, en el que critica el autoritarismo comunista y defiende un estado centralizado peculiar, que posteriormente desarrollaría en su obra El principio Federativo (que se puede leer en fragmentos en Textos Ciudadanos).
Según Sorel, la enemistad entre Marx y Proudhon, también se transfiere a la metodología revolucionaria, en una carta escrita por Proudhon a Marx, el 17 de Mayo de 1846, rechaza la idea de provocar luchas sangrientas análogas a las de la Revolución Francesa, y se expresa de esta forma: «Tales me parece que son las disposiciones de la clase obrera de Francia: nuestros proletarios tienen tan gran sed de ciencia, que hallaría entre ellos desfavorable acogida al que no les ofreciese más que sangre para beber. En suma, que, a mi modo de ver, haríamos política detestable si hablásemos en tono de exterminadores; los medios de rigor ellos mismos se impondrán, por desgracia; el pueblo no necesita para ello de exhortación alguna»
LA IDEOLOGÍA DE PROUDHON
La ruptura de Proudhon con Marx, es considerada como el punto de partida simbólico de la larga disputa entre las tradiciones anarquista y comunista. Proudhon, influyó sobre el movimiento anarquista, y especialmente sobre Bakunin.
Elegido diputado en la Asamblea Nacional, en 1848, expuso y defendió sus ideas en la prensa, y especialmente en el periódico por él fundado, Le représentant du peuple –que cambió luego su título a Le peuple y, finalmente, a La voix du peuple–. En 1849 fue encarcelado, pero durante sus tres años de prisión siguió escribiendo y publicando
A Proudhon se le clasifica, según Palgrave, entre los socialistas por sus ataques contra la propiedad inmobiliaria; pero la verdad es que trató las doctrinas socialistas con tanta violencia como las doctrinas ortodoxas. No fue comunista, pues calificó de espantajo las doctrinas del comunismo, diciendo, además: “la comunidad aún está en el aire. Entre la propiedad y la comunidad, yo construiré un mundo (organización del crédito).
Tampoco fue socialista de Estado, puesto que afirmó que era una «lepra de la inteligencia francesa» la locura de apelar al Estado. Si algún nombre se ha de dar a esta doctrina es el de anarquismo; además, Proudhon fue el primero en usar esta palabra como expresión no de desorden o caos, sino, al contrario, de la forma más elevada y más perfecta de organización social, pues dijo: «Aunque soy amigo del orden, propiamente soy anarquista», y añade «La verdadera forma de gobierno es la anárquica.»
En 1847 regresa a París, donde fundó un periódico, Le Répresentant du Peuple. Marx, que estaba absolutamente obsesionado con rebatir la ideología de Proudhon, le responde en 1847 con su obra Miseria de la Filosofía, en la que trata de desbaratar, sin conseguirlo, los argumentos establecidos por el autor francés
Tras las revoluciones de 1848, fue elegido diputado en la Asamblea Constituyente, obteniendo su acta por el distrito de Sena, debido a la popularidad que habían adquirido sus radicales teorías. Como miembro de la Asamblea, lanzó diversas propuestas revolucionarias, aunque sin lograr el éxito con ninguna.
Una de sus iniciativas consistía en la fundación de un banco popular que concediera préstamos sin interés. También trató de fijar un impuesto sobre la propiedad privada. Publicó folletos donde matizó su anarquismo con la denominación de mutualismo, que promulgaba la unión, incluso financiera, de burgueses y obreros en una sola clase media
Su actuación parlamentaria fracasó por completo, como él mismo pudo reconocer al ser ignominiosamente rechazada su proposición en favor de un impuesto de un tercio sobre la renta, por lo cual no se volvió a oír su voz en la Asamblea. Desde entonces dedicó sus energías a las actividades propagandísticas.
DIPUTADO CONTRA SU MUNDO
En el periódico Le Peuple reanudó la campaña que empezara antes de su elección; en Représentant du Peuple, atacó a todo lo existente, incluso al príncipe-presidente, por lo cual se le persiguió y se le tuvo encarcelado por espacio de tres años.
Desde su encierro de Santa Pelagia, en donde gozaba de un régimen de favor, dirigía los periódicos Voix du Peuple y Le Peuple, y desde allí hizo, además, una gran edición de los folletos Idées révolutionnaires y Confessions d'un révolutionnaire, en los cuales expuso claramente sus teorías sociales revolucionarias y anárquicas.
Publicó Idée générale de la révolution au XIX siècle (1851) y preparó, para publicarla una vez recobrada la libertad, la obra Révolution sociale démontrée par le coup d'Etat (1852), en la que ofrece esta alternativa para el futuro: hay que elegir obligatoriamente entre la anarquía o el cesarismo.
Siguieron una serie de escritos en los que condensó todas sus ideas sociales y económicas. En el opúsculo Philosophie du progrés (1853) indicó un programa de publicaciones que no pudo dar a la estampa, publicando únicamente un Manuel du spéculateur à la bourse (1853), y Réforme des chemins de fer (1855).
Desde 1856 empezó una obra ambiciosa, Justice dans la Révolution et dans l'Eglise (1858), por la cual fue condenado a tres años de cárcel y 4.000 francos de multa, pero en realidad la condena le vino tras fundar un Banco del Pueblo, una sociedad comercial destinada a organizar la abolición del interés, la circulación gratuita de los valores y, por ende, la supresión del capital, tuvo que huir furtivamente de París, refugiándose en Bruselas, donde continuó su obra panfletaria escribiendo en el Office de Publicité artículos contra la propiedad literaria.
En 1860 es indultado y regresa a Francia, desde entonces su vida, aunque activa y dedicada a sus trabajos literarios, se desarrolla sin grandes alteraciones. En 1861, publicó La guerre et la paix, obra en la que justifica el derecho de la fuerza como derecho primordial de la Humanidad; considera la guerra como una consecuencia de los males económicos y del pauperismo y prevé la eliminación de la misma en la sociedad futura que, según él, ha de tener su fundamento en el trabajo.
En 1862, aunque ya se encontraba enfermo, la cuestión de la unidad italiana hizo que Proudhon volviese a la política. En dicha cuestión se pronunció contra la unidad y en favor de la federación, exponiendo al año siguiente sus ideas sobre esto en el tratado Principe fédératif (1863). Recibe elogios de Garibaldi.
En 1864 publicó en Le Messager de Paris, Nouvelles observations sur l'unité italienne, a la que siguió su última producción, Capacité des classes ouvrières, que influyó en la formación de la primera internacional, se publicó después de su muerte, tras una grave dolencia cardiaca, que acontece el 19 de Enero de 1865 en París, que influyó en la formación de la primera internacional.
Proudhon murió pobre, como había llegado al mundo, su familia se opuso a la suscripción pública que intentó abrirse en su favor, siendo, en febrero de 1870, trasladados sus restos al cementerio de Montparnasse. Catherine, su hija, se encargó de publicar sus cartas y memorias, en las que se distingue su excepcional honestidad como ser humano, y la defensa radical de su pensamiento y dignidad.
A sugerencia de un editor, Karl Marx escribió una larga carta con motivo de la muerte de su rival político, (al que evidentemente desprecia), que concluye con estas palabras:
“Proudhon tenía una inclinación natural por la dialéctica. Pero como nunca comprendió la verdadera dialéctica científica, no pudo ir más allá de la sofística. En realidad, esto estaba ligado a su punto de vista pequeño burgués.
Al igual que el historiador Raumer, el pequeño burgués consta de «por una parte» y de «por otra parte». Como tal se nos aparece en sus intereses económicos, y por consiguiente, también en su política y en sus concepciones religiosas, científicas y artísticas. Así se nos aparece en su moral.
Es la contradicción personificada. Y si por añadidura es, como Proudhon, una persona de ingenio, pronto aprenderá a hacer juegos de manos con sus propias contradicciones y a convertirlas, según las circunstancias, en paradojas inesperadas, espectaculares, ora escandalosas, ora brillantes.
El charlatanismo en la ciencia y la contemporización en la política son compañeros inseparables de semejante punto de vista. A tales individuos no les queda más que un acicate: la vanidad; como todos los vanidosos, sólo les preocupa el éxito momentáneo, la sensación.
Y aquí es donde se pierde indefectiblemente ese tacto moral que siempre preservó a un Rousseau, por ejemplo, de todo compromiso, siquiera fuese aparente, con los poderes existentes. Tal vez la posteridad distinga este reciente período de la historia de Francia
Ahora hago recaer sobre usted toda la responsabilidad por haberme impuesto tan pronto después de la muerte de este hombre el papel de juez póstumo”. (Carta a J. B. Schweitzer)
LO QUE QUEDA DE PROUDHON
Proudhon fue un impresionante escritor, sus obras completas llenan 37 volúmenes, sin contar los 14 volúmenes de Correspondencia. Las escribe todas, como sus artículos periodísticos, con gran rapidez, con una falta de método y un descuido del orden tales, que su lectura se hace verdaderamente dificultosa. Nada de esto es de extrañar si se tiene en cuenta el proceso de su formación intelectual. Las obras más importantes de Proudhon fueron vertidas al castellano por Pí y Margall, el principal divulgador, en España, de las ideas proudhonianas.
Palgrave en su Diccionario de Economía Política, se refiere a él en los siguientes términos: “«Escribió con tal ausencia de método y tal desprecio del orden, que la lectura de sus obras se hace aún más embarazosa para sus compatriotas que para los extranjeros. De aquí que se le lea muy poco. Amó la dialéctica y le gustaba jugar con las ideas como el prestidigitador; cambia y trastrueca los objetos más diferentes. Le gustaba hacer frases para captar la atención popular, antes que para expresar correctamente su pensamiento. Decía: «la propiedad es robo» y «Dios es el mal», pero en realidad admitía la legalidad de la propiedad y creía en la existencia de Dios.
Presumiendo de discípulo de Hegel (sin que conste que llegara a comprender al filósofo alemán), quiso elevar la contradicción a la altura de principio inconcuso, emitiendo constantemente tesis y antítesis, pero rara vez síntesis.
Retórico violento y no siempre leal, alteró pareceres aceptados y establecidos, y a pesar de su altiva máxima destruam et aedificabo, no construyó cosa alguna, no dejando detrás de sí ni un programa definido .ni una escuela que merezca el nombre de tal.»
No quedan ya hoy más que unas cuantas ideas esparcidas acá y allá, algunas de ellas profundas, otras incoherentes, muchas contradictorias. Karl Marx detestaba a Proudhon y le atacó sin piedad en su folleto Miseria de la filosofía, en respuesta al libro de Proudhon, Les contradictions économiques, al que éste puso por segundo título, Filosofía de la miseria.
Decía de él Marx, que era un burgués insignificante que oscilaba sin cesar entre el capital y el trabajo, entre la economía política y el comunismo. «La verdad es que no parece que haya verdadera analogía, sino todo lo contrario, entre el extremo individualismo de Proudhon y el colectivismo del socialista alemán.
Supone Proudhon que en organización económica actual, el valor no es proporcional, como debería, al trabajo y que la solución del problema social consiste en llegar a ésto, mientras que Karl Marx sostiene que el valor es necesariamente proporcional al trabajo y que en esto se funda la explotación capitalista, pues el capitalista impide la distribución equitativa»
TODOS FUERON SUS ENEMIGOS
Proudhon, ha encontrado a lo largo de la historia, enemigos por todas partes, no sólo en las clases acomodadas, sino en el proletariado, en la iglesia, en los funcionarios, en los bancos, en las fuerzas de orden público, en las monarquías y las repúblicas.
“en la mujer hay que asumir una dificultad inherente a su naturaleza que le impide ser sacerdotisa o jefa de la tribu. 96 días al año con reglas, nueve meses para cada preñez, una cuarentena tras el parto, doce o quince meses de lactancia y cinco años de cuidados del párvulo, o sea, un total de 7 años para un solo parto... Durante ese tiempo no puede trabajar, ha de ser mantenida... por su condición biológica se halla incapacitada para toda dirección política, administrativa, doctrinal o industrial” (La mujer. Estudio de filosofía práctica)”
Establece su definición del Derecho: "El derecho es para cada uno la facultad de exigir de los otros el respeto a la dignidad humana en su persona."
Asocia la democracia a la libertad de forma indisoluble: “En una democracia, no se es en realidad ciudadano por ser hijo de ciudadano, para serlo, es en todo punto necesario e derecho, independientemente de la cualidad de ingenuo, haber elegido el sistema liberal”.
Se enfrenta una vez más a la autoridad: “los partidarios de la autoridad tienden a dejar la libertad, ya individual, ya local o corporativa, el menor lugar posible, y en su propio provecho, y en detrimento del pueblo, y por el contrario, los partidarios del régimen liberal tienden a restringir indefinidamente la autoridad, y a vencer a la aristocracia por medio de la incesante determinación de las funciones públicas, de los actos de poder, y sus formas”
Considera sobre las nacionalidades, lo siguiente: “todo Estado es anexionista por naturaleza. Nada le detiene en su marcha invasora, como no sea el encuentro con otro Estado. Los más ardientes apóstoles del principio de las nacionalidades, no vacilan en contradecirse, si lo exigen los intereses, y sobretodo, la seguridad de su patria”.
PROUDHON POR ESCOHOTADO
Mi admirado Antonio Escohotado, en su Filosofía y Metodología de las ciencias sociales, nos habla de Proudhon de la siguiente forma: “fue un autodidacta que logró hacerse con una formación intelectual sólida y producir obras de verdadero pensador.
Amante de la provocación en su primera madurez, cinco años antes de que Stirner presente El Único y su propiedad publica él su ¿Qué es la propiedad? (1840), donde aparecen las famosas frases: “Soy anarquista, ¡la propiedad es un robo!” Ambas declaraciones le hicieron rápidamente célebre, y objeto de persecución, pero al leer el libro constatamos que ni era anarquista (en el sentido de abolir todo “gobierno”) ni era comunista o enemigo de la propiedad privada. Preconizaba otro gobierno, y defendió siempre una propiedad privada modesta como única garantía de libertad y dignidad individual.
De hecho, su principal proyecto práctico fue crear un Banco del Pueblo, que respaldase empresas pequeñas y permitiera gestionar los riesgos del humilde. Siendo joven se había relacionado con una pequeña secta de “mutualistas”, que preconizaban la autogestión obrera en régimen de cooperativa, y decidió llamar mutualismo a su propia postura política.
Cuando París padeció el masivo derramamiento de sangre llamado Revolución de 1848, un momento idóneo para demagogos exaltados, Proudhon dijo de inmediato que había sido una agitación “sin base teórica”, cuando ya llevaba años polemizando con Marx sobre lo factible y lo razonable.
Le escandalizaba que preconizase una revolución con “autoritarismo y centralismo” -cosas abundantemente conocidas sin necesidad de revolucionar cosa alguna-, y en particular le horrorizaba su propuesta de abolir cualquier propiedad privada, pues veía en ello un modo de impedir que los individuos “controlen sus medios de producción”.
Marx manifestó que Proudhon era un “pequeño burgués”, incapaz por ello de percibir las “leyes históricas subyacentes”. Pero el pequeño burgués acabó publicando una obra maestra –De la justicia (1858)-, donde enuncia una teoría de su objeto como razón universal y divinidad inmanente.
La justicia enlaza lo natural y lo humano, la sociedad y el individuo, concibiéndose como el logos en Heráclito y los estoicos; esto, es como una fuerza sutil pero esencialmente física, “rectora” de la materia y “forma” del alma singular. El progreso no es más que realización de la justicia, y todo el problema político consiste en evitar que esa realización ahogue el principio de la libertad individual.
Al igual que Stirner y los libertarios rusos, Proudhon opone a la Iglesia, la Sociedad y el Estado el principio de la libre asociación, aunque en sus términos no sea ya tan irrealista, porque se combina con una defensa de la pequeña propiedad privada y con una utopía nada platónica, que por cierto guarda vagos parecidos con la actual globalización.
Es una federación de toda la Tierra, sin fronteras ni estados nacionales, con una autoridad (“jurisdicción”) conferida a asociaciones locales independientes, no “delegadas” de algún poder central, donde “en vez de leyes habrá contratos libres.”
Rescataré una frase esencial, que resume como ninguna, la esencia del legado político de Proudhon, y de su talante liberal, revolucionario e incruento:
“El progreso, no es más que realización de la justicia, y todo el problema político consiste en evitar que esa realización ahogue el principio de la libertad individual”.
Enrique Suárez Retuerta
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Francia,
Ilustres Ciudadanos
"La Decada Roja". Umbral marcando a la "progre".
"LA DECADA ROJA" Umbral marcand a la "progra" Marçeds Milá .
Axsapçiunal ducument bidaugrafic dond la "progra" Merçeds Milá es pusada a raya par al escribidor Pac Umbral, ca habia sit angañat par la "progra" an la cunçertassio da la antrabista a la tele.
Aquest ducument damuestra la caida an pic da la pariudista "progra" ca ha passat da antrabistar a famosus imbitats com Umbral, a antrabristar a Gran Llarmá Kik, Gran Llarmá Isma, Gran Llarma Pedro...
Da todas maneras el pueblu yanu siguieich craien ca la Milá es una "digna prufasiunal".
¡¡Pueblu Yanu, aquest bidau es par busaltrus. Desparte-u-bus!!
Axsapçiunal ducument bidaugrafic dond la "progra" Merçeds Milá es pusada a raya par al escribidor Pac Umbral, ca habia sit angañat par la "progra" an la cunçertassio da la antrabista a la tele.
Aquest ducument damuestra la caida an pic da la pariudista "progra" ca ha passat da antrabistar a famosus imbitats com Umbral, a antrabristar a Gran Llarmá Kik, Gran Llarmá Isma, Gran Llarma Pedro...
Da todas maneras el pueblu yanu siguieich craien ca la Milá es una "digna prufasiunal".
¡¡Pueblu Yanu, aquest bidau es par busaltrus. Desparte-u-bus!!
Finkielkraut, una luz incómoda entre tinieblas postmodernas: sobre la radicalidad
"… nous ne pouvons plus choisir nos problèmes. Ils nous choisissent l’un après l’autre. Acceptons d’être choisis.”
Albert Camus, L’Homme révolté.
“Veo levantarse en nuestra vieja Europa a una nueva generación de líderes, sin miedo ni repugnancia a derramar la sangre, sin miramientos, acostumbrados a sufrir terriblemente, pero también a actuar terriblemente. Una generación que construye máquinas y que las desafía, una generación que entiende que la máquina no es un metal sin vida sino un instrumento de dominación que hay que utilizar con la cabeza fría y el corazón violento. Esto es lo que le dará al mundo un rostro nuevo”. Por supuesto, para Finkielkraut, esa generación endurecida, brutalizada y asalvajada por la guerra en su pensamiento y en su acción construirá las dos formas políticas ignoradas por los Antiguos y por los Modernos y que le dieron al siglo veinte su sello de originalidad: el comunismo y el nazismo.
(ilustración: Siberian Prison Camps, por Carl De Keyzer, 2003)
Antes de evocar el pensamiento filosófico, pero contemporáneo y comprometido con la cotidianeidad, de Alain Finkielkraut, a quien le dedicaré varios artículos de mis crónicas de Calypso, quisiera evocar una anécdota, pues considero que la dimensión (o catadura, según los casos) moral de las personas es primera en relación con los demás ángulos de cada individuo, y se desprende -más de lo que uno dice, aunque menos de lo que uno hace-, del saber ser y estar, que dirían los pedagogos adictos a Marchesi made in Logse.
Recientemente entonces, le escuchaba responder a unas preguntas en una radio judía de París, cuando la locutora cayó en el error bastante común de pronunciar la “f” final de la palabra “cerf”, al relatar la aventura de un ciervo fugitivo por el centro de Tel Aviv, y las precauciones extremas de la policía israelí por capturarlo sin lesionarlo. En su respuesta, Finkielkraut empezó a decir “ce…”, dio marcha atrás y optó por “animal”. ¿El motivo? Este virtuoso del idioma francés no quiso corregir, aunque sólo fuese implícitamente, a quien le acompañaba en la tertulia.
¿Por dónde tirar del hilo Finkielkraut? Lo más legítimo y esperable sería acudir a Hannah Arendt, su maestra, y una de las mías. Pero no, partamos de la “radicalidad” denunciada por Albert Camus, que le valió el ostracismo de la intelligentsia bajo influencia estalinista, es decir, la única intelligentsia de su época, colectiva y tumultuosa frente a la trágica soledad de Raymond Aron y del propio Camus.
Porque seguimos en lo mismo. Como la humedad de Buenos Aires o las ratas de Nueva York, la radicalidad lo impregna todo en este inicio de milenio, como empapó de sangre el siglo veinte.
En unos textos recientes y en las clases que dio el curso pasado en la Escuela Politécnica de París (en particular su tercera lección, “Pensar el siglo veinte”, publicada con otros textos en Nous autres, Modernes, ed. Ellipses, 2005), Finkielkraut intenta desmenuzar el mecanismo que genera en la sociedad moderna el ascenso imparable del hombre radical.
Acude a Ernst Jünger, por supuesto, testigo ambiguo del desastre filosófico del siglo diecinueve. Mientras Auguste Comte definía la sociedad moderna como la suplantación del guerrero por el trabajador, Jünger percibía que a la guerra de los caballeros le sucedía la guerra de los trabajadores. La guerra industrial profesionaliza al soldado, y simplifica, de cierta forma, lo que está en juego, con los recursos de la inteligencia al servicio de la fuerza en el puño. La sorpresa técnica de la Primera Guerra mundial consistía en la regresión como recompensa, la fusión de perfeccionismo y primitivismo y el triunfo de lo elemental como apoteosis de la evolución.
Y fue tal el triunfo que superó a la paz misma, pues jamás retornaría la humanidad al paradigma del “antes de la guerra”. No, en la paz se perpetuó el paradigma de la guerra, tal y como lo expresa Jünger: “Veo levantarse en nuestra vieja Europa a una nueva generación de líderes, sin miedo ni repugnancia a derramar la sangre, sin miramientos, acostumbrados a sufrir terriblemente, pero también a actuar terriblemente. Una generación que construye máquinas y que las desafía, una generación que entiende que la máquina no es un metal sin vida sino un instrumento de dominación que hay que utilizar con la cabeza fría y el corazón violento. Esto es lo que le dará al mundo un rostro nuevo”. Por supuesto, para Finkielkraut, esa generación endurecida, brutalizada y asalvajada por la guerra en su pensamiento y en su acción construirá las dos formas políticas ignoradas por los Antiguos y por los Modernos y que le dieron al siglo veinte su sello de originalidad: el comunismo y el nazismo.
Es cierto que los bolcheviques no han inventado el proyecto moderno de una dominación total del hombre sobre su destino, ni el motivo de la revolución como forma privilegiada de cambio, ni la idea del socialismo como estado supremo de la democracia: lo han heredado. Han pretendido realizar la solución del problema humano y cumplir la historia en el sentido que el siglo 19 le dio a ese término.
¿Cómo explicar la fascinación tan duradera ejercida por el régimen soviético allende sus fronteras sin ese proyecto filosófico de una identidad final de lo real y de lo racional?
Lo que nos retrotrae mucho antes de 1.914, si queremos establecer la genealogía de la idea comunista. Todo empieza, se podría decir, con el rechazo del pecado original. Durante el largo período del Medioevo cristiano, la desigualdad social no era considerada como contradictoria con la existencia de un alma inmortal en cada hombre.
Isidoro de Sevilla decía que, más allá del bautismo, “Dios el Justo establece una discriminación en la existencia de los hombres, convirtiendo a unos esclavos, a otros en dueños, para que la libertad de actuar mal sea restringida por el poder del dominador. Porque, si todos viviesen sin temor, ¿cómo podría prohibirse el mal?”
La Caída, en otras palabras, habría corrompido tanto el alma humana que la subordinación de muchos a unos pocos resultaba necesaria para la cohesión misma de la sociedad. Se puede, en oposición a esta sentencia, definir los Tiempos Modernos como el debilitamiento progresivo de la doctrina de la Caída en el espíritu de los hombres. Moderna es la época que discierne en la sucesión un principio de enriquecimiento y que piensa, como escribe Cioran, que el tiempo contiene potencialmente la respuesta a todas las interrogaciones y el remedio a todos los males, que su desarrollo encierra el esclarecimiento del misterio y la reducción de nuestras perplejidades, porque es el agente del cumplimiento total de las virtualidades humanas.
Jean-Jacques Rousseau fue quien, precisamente, dio un paso decisivo oponiendo al pecado original la bondad original del hombre. Lo que significaría, en su visión, que el mal es social, que procede de la sociedad, es decir de la sustitución del poder usurpado del fuerte sobre el débil. A partir de entonces, la política podría fijarse como meta erradicar el mal. Así lo expresó Saint-Just, promotor junto con Robespierre del terror(ismo) de estado: “La felicidad es una idea nueva en Europa”. En cuanto al socialismo, nace en el siglo diecinueve cuando la sociedad burguesa, igualitaria por principio, produce desigualdad con la división del trabajo. Criticando la sociedad moderna en nombre de sus propios postulados, el socialismo pretende conducir la revolución democrática hasta sus últimas cosecuencias: la destrucción de la burguesía, después de la feodalidad y la monarquía. “La historia de la sociedad hasta nuestra época ha sido la de la lucha de clases”, escribe Marx en el Manifiesto del Partido Comunista. Llega entonces, con el antagonismo entre burguesía y proletariado, la última batalla: “siendo la pérdida total del hombre, el proletariado no puede reconquistarse a sí mismo sin una reconquista total del hombre”. Hasta entonces, todas las revoluciones las hicieron unas minorías, pero la revolución proletaria, según Marx, la haría una mayoría en beneficio de todos.
Aprovechándose de la guerra y del caos que engendró en su país, Lenin se conformó pues, a primera vista, con poner en práctica una teoría anterior. Y aplicándola, puso en evidencia su potencialidad totalitaria. Era inevitable que una política absoluta cayera en el dogmatismo y en la persecución. La explotación, la desigualdad, el Mal no son adversarios legítimos. Según esta visión, el siglo veinte habría sido la realización en pesadilla de los sueños de los siglos anteriores, el teatro de los desastres de la utopía y de las devastaciones de la esperanza.
Sin embargo, hay que ir más lejos: la guerra no sólo ha sido la oportunidad que los bolcheviques supieron utilizar para llevar a cabo la Revolución. Hizo más que abrir la puerta a las ideologías antiliberales: se extendió tanto en la práctica como en la teoría revolucionaria. Invadió hasta el acontecimiento que la hizo posible. “No necesitamos impulsos histéricos”, escribía Lenin, “lo que hace falta es la marcha en cadencia de los batallones de hierro del proletariado”. La clase universal de Karl Marx se transforma, en la pluma de su discípulo ruso, en un ejército obediente, irresistible y cruel. Lenin proyectó sobre la revolución bolchevique la imagen de Jünger: “el desfile triunfal de una voluntad asesina en la que se revela la terrible profundidad de la potencia”. Un cuerpo único completamente militarizado, eso debía ser, según él, la clase “a la que se ha perjudicado, no de forma parcial, sino de forma absoluta”, para reparar la injusticia. ¿Cómo? Causándole al horror sin fin de la sociedad capitalista un final horroroso.
La guerra hiperbólica moldeó su visión de la lucha final, “como un puño alzado y temible, que arrastra a las masas, en columnas impersonales, sin risas ni canciones, envueltas en una nube de ruido y de acero al ritmo de las botas con clavos y del contacto sonoro entre fusiles y cascos”. Lo escribe Jünger, pero Lenin comparte ese estremecimiento. ¿Qué es, para él, la histeria? La ausencia del silencio en las filas, los lloriqueos, los estados anímicos cambiantes, las frases, la literatura. “Sólo la fuerza”, escribe Vladimir Ulianov, “puede resolver los grandes problemas históricos. No confundáis frases y actos”. Y así lo hicieron los partidos que surgieron de la Revolución, no los confundieron, en efecto, adoptando una línea de conducta bien resumida por Arthur Koestler en su autobiografía política: “Donde esté un comunista, allí está el frente”; “el frente no es un espacio de discusión”.
Argucias miserables. Intercambio incongruente. Frivolidad funesta del diálogo allí donde se fragua la batalla. De la guerra y en ella nace la representación de la acción. Decir no es hacer, hablar no es actuar. La política es fuerza. Frente al enemigo, el debate es un lujo prohibido y una debilidad que puede ser fatal. En la idea marxista de lucha de clases, la violencia ocupaba un lugar importante (lo que era nuevo en filosofía) pero, por una parte, Marx compartía el ideal democrático según el cual la revolución sólo podría producirse cuando el proletariado representase una mayoría imponente en el cuerpo social. Por otra parte y sobre todo, existía un espacio para la confrontación verbal, para el enfrentamiento de puntos de vista en el concepto de lucha, para la dialéctica en el tratamiento de las contradicciones. Y además, cuando Marx y Engels hablan de destrucción, no se refieren a las personas sino a las instituciones y a los modos de producción: el “sistema” capitalista o la “dictadura” de la burguesía. Lo que separa a los bolcheviques y a Marx es la experiencia de Jünger: “Me he dado cuenta de la diferencia que existe entra la acción y la palabra y este conocimiento jamás me lo hubiera proporcionado la paz”. Con la guerra, la palabra queda desacreditada. Empieza la era de la subordinación del intelectual ante el militar: “El Papa… ¿cuántas divisiones?” (palabras de Stalin, años más tarde).
Recapitulando: “La guerra”, decía Clausewitz, “es la mera continuación de la política por otros medios”. Esta fórmula ha sido contradicha por la Primera Guerra mundial. La política no ha conducido a la guerra, sino que ha seguido su estela. Y como marca de la diferencia entre el siglo veinte y el gran dispositivo de los Tiempos modernos europeos para encuadrar la violencia entre estados, ese desencadenamiento bélico es el que ha fijado el modelo de la política revolucionaria. Lenin introdujo, en la conflictividad del tiempo de paz, la violencia, la radicalidad y el carácter ilimitado de la guerra total. La revolución, por lo tanto, proviene de la guerra que precisamente denuncia. Ambiciona, es cierto, la paz definitiva, pero no concibe otros medios para alcanzar ese ideal que no sean exterminar al enemigo, y para ello exige un ejército en orden para la batalla. Como leninista ortodoxo que era, Mao Ze Dong escribió: “La guerra, ese monstruo que hace que los hombres se aniquilen, quedará eliminada gracias al desarrollo de la sociedad humana, en un futuro no muy lejano. Pero para suprimir la guerra, sólo hay un método: oponerle la guerra, oponer la guerra revolucionaria y la guerra contrarrevolucionaria”.
Hay pues una ruptura entre la era moderna y el mundo que nació de la cadena de catástrofes iniciada por la Gran Guerra. Como apuntaba Élie Halevy en 1936: “El socialismo de la postguerra es hijo del régimen de guerra, más que de la doctrina marxista”. Los siglos anteriores transmitieron al veinte la ilusión de una política absoluta y la reducción de la pluralidad humana y de la diversidad de las situaciones al enfrentamiento entre dos fuerzas. Pero bastó con una conflagración incontrolable para que aquella política absoluta tomase forma de movilización total y que la lucha contra “el enemigo de clase” lograse la destrucción sistemática de éste con hambrunas o en campos de concentración.
Del nacionalsocialismo se puede decir, como acerca del comunismo, que su inspiración ideológica es anterior a la Gran Guerra. La crítica de la abstracción democrática en el nombre de la antigua sociedad orgánica empezó con motivo de la Revolución francesa, y contra ella. Fue entonces cuando la disolución de los vínculos tradicionales, así como la separación y la igualación de los individuos fueron denunciadas por primera vez como un tormento. Después llegó la acusación romántica contra la burguesía, tachada de mediocre y, en su versión urbana, de artificiosa. Pero la guerra le dio a esa crítica un vuelco muy importante, al reconciliar el romanticismo y la técnica, dándole a la nostalgia un objeto nuevo: ya no la comunidad rural, sino la Frontgemeinschaft, la comunidad de las trincheras. El hombre democrático, reducido por la sociedad liberal a la búsqueda del confort y a la gestión egoísta de sus intereses, vio ofrecerse a él la exaltadora perspectiva de la densidad de la vida y de la autenticidad recobrada en la fraternidad de las armas. De la misma manera, Hitler era antisemita antes de la guerra , pero fue la derrota la que tranformó aquella opinión en obsesión. La palabra odio surge, en sus escritos, en el fragmento de Mein Kampf donde relata su reacción ante el 11 de noviembre (armisticio y derrota de Alemania, en 1.918). Todas las batallas se libraron fuera del territorio alemán, pero Alemania capituló. Por lo tanto, debía de haber otra cosa, una verdad secreta, maniobras, un complot: “El odio nació en mí contra los autores de aquellos acontecimientos”, escribió Hitler. Los acontecimientos tienen autores invisibles. Esos autores invisibles son los invisibles judíos. La conclusión se impone: “Con el Judío, no hay que pactar nada sino decidir: todo o nada. En lo que me concierne, decidí hacer política”.
Todo o nada: el cabo Hitler situa la política bajo el paradigma de la confrontación definitiva con un enemigo absoluto. Se comprueba entonces, como escribe el historiador Ian Kershaw, que “la Primera Guerra mundial hizo posible a Hitler. Sin la experiencia de la guerra, la humillación de la derrota y el estremecimiento revolucionario, el artista fracasado y el marginado no hubiera descubierto qué podía hacer con su vida, entrando en política para desempeñar su oficio de propagandista y demagogo tabernario. Sin el traumatismo de la guerra, de la derrota y de la revolución, sin la radicalización de la sociedad alemana provocada por dicho traumatismo, el demagogo jamás hubiese captado a un público sensible a su mensaje gritón y lleno de odio. El legado de la guerra perdida creó las condiciones por las cuales los caminos de Hitler y de la población alemana empezaron a cruzarse”.
Y cuando, en agosto de 1.941, la campaña de Rusia empieza a fracasar, Hitler, ante los suyos, evoca insistentemente el recuerdo de 1.918. “Los autores de aquellos acontecimientos” no iban a salirse con la suya. Esta vez iban a pagar por la sangre derramada. Y consecuentemente, la persecución de los judíos se transforma en Solución final.
Alianza de pasiones primarias y de frialdad ténica; desprecio por los suspiros, los escrúpulos y los discursos de las almas buenas; reconocimiento de la verdad en la violencia del puño castigador; fascinación por la potencia y por la unidad de la voluntad; preeminencia de la fuerza sobre las formas; constitución del número Dos, el de la escisión antagónica en ley universal del ser; subyugación de la complejidad de las cosas antela máxima “él o yo”, oración de pura beligerancia, irreductible al enfoque dialéctico: la Primera Guerra mundial no sólo devastó Europa a sangre y fuego, sino que también transformó en sangre y fuego los valores europeos. Y hasta el pacifismo lleva la marca de esa radicalidad. El discurso de la paz a pesar de todo y a cualquier precio viene impregnado por aquello que, precisamente, aspira a combatir. En 1.940, el delicado y sensible, el refinado Jacques Chardonne justifica en estos términos la rendición francesa y el armisticio: “Sólo tengo en consideración las opiniones políticas de la historia. Están inscritas en elementos innegables, en catástrofes cargadas de razón, y por adelantado aplaudo ante el acontecimiento que deberé soportar si tiene la autoridad del huracán”.
El siglo diecinueve tuvo a sus constructores, inventores, soñadores, aventureros, hombres de estado, cantamañanas, héroes, cobardes y malvados. El veinte también, y muchos. Pero además, tendría a Varlam Shalamov, Primo Levi, Jean Améry, David Rousset, Vassili Grossman: sus testigos.
Vosotros, quienes vivís en seguridad,
En vuestros acogedores hogares
Vosotros quienes, al atardecer, os encontráis
Con amigos sentados a vuestra mesa
Mirad si es un hombre
Aquel que trabaja en el barro
Que no conoce la paz
Que lucha por un pedazo de pan
Que muere por un sí o por un no.
Esos supervivientes están en suspenso. En un siglo que quiso crear a un hombre nuevo, grande, fiero, intratable sobre las ruinas del mundo antiguo condenado por la guerra, ellos dieron testimonio por una humanidad sumergida y acerca de la fragilidad de lo humano. Han visto que ningún hombre, por muy estoico que fuere, está seguro de librarse del asesinato en él de la persona moral. El filósofo Emmanuel Levinas señala admirablemente el intempestivo significado de su mensaje: “Que se pueda crear un alma de esclavo no es sólo la expresión más estremecedora del hombre moderno, sino también, quizás, la negación misma de la libertad humana. La libertad humana es esencialmente no heroica. Que se pueda, con la intimidación o la tortura, romper la resistencia absoluta de la libertad hasta en la manera de pensar, que el orden venido de fuera ya no venga a pegarnos de frente, que podamos acatarlo como si naciera en nosotros, ésa es la irrisoria libertad. (…) Lo que sigue siendo libre, sin embargo, es la capacidad de prever su propio hundimiento y prevenirlo. La libertad consiste en instituir fuera de sí un orden de razón; en confiar lo razonable a lo escrito, en recurrir a una institución.”
Dante Pombo de Alvear, Crónicas de Calypso
Albert Camus, L’Homme révolté.
“Veo levantarse en nuestra vieja Europa a una nueva generación de líderes, sin miedo ni repugnancia a derramar la sangre, sin miramientos, acostumbrados a sufrir terriblemente, pero también a actuar terriblemente. Una generación que construye máquinas y que las desafía, una generación que entiende que la máquina no es un metal sin vida sino un instrumento de dominación que hay que utilizar con la cabeza fría y el corazón violento. Esto es lo que le dará al mundo un rostro nuevo”. Por supuesto, para Finkielkraut, esa generación endurecida, brutalizada y asalvajada por la guerra en su pensamiento y en su acción construirá las dos formas políticas ignoradas por los Antiguos y por los Modernos y que le dieron al siglo veinte su sello de originalidad: el comunismo y el nazismo.
(ilustración: Siberian Prison Camps, por Carl De Keyzer, 2003)
Antes de evocar el pensamiento filosófico, pero contemporáneo y comprometido con la cotidianeidad, de Alain Finkielkraut, a quien le dedicaré varios artículos de mis crónicas de Calypso, quisiera evocar una anécdota, pues considero que la dimensión (o catadura, según los casos) moral de las personas es primera en relación con los demás ángulos de cada individuo, y se desprende -más de lo que uno dice, aunque menos de lo que uno hace-, del saber ser y estar, que dirían los pedagogos adictos a Marchesi made in Logse.
Recientemente entonces, le escuchaba responder a unas preguntas en una radio judía de París, cuando la locutora cayó en el error bastante común de pronunciar la “f” final de la palabra “cerf”, al relatar la aventura de un ciervo fugitivo por el centro de Tel Aviv, y las precauciones extremas de la policía israelí por capturarlo sin lesionarlo. En su respuesta, Finkielkraut empezó a decir “ce…”, dio marcha atrás y optó por “animal”. ¿El motivo? Este virtuoso del idioma francés no quiso corregir, aunque sólo fuese implícitamente, a quien le acompañaba en la tertulia.
¿Por dónde tirar del hilo Finkielkraut? Lo más legítimo y esperable sería acudir a Hannah Arendt, su maestra, y una de las mías. Pero no, partamos de la “radicalidad” denunciada por Albert Camus, que le valió el ostracismo de la intelligentsia bajo influencia estalinista, es decir, la única intelligentsia de su época, colectiva y tumultuosa frente a la trágica soledad de Raymond Aron y del propio Camus.
Porque seguimos en lo mismo. Como la humedad de Buenos Aires o las ratas de Nueva York, la radicalidad lo impregna todo en este inicio de milenio, como empapó de sangre el siglo veinte.
En unos textos recientes y en las clases que dio el curso pasado en la Escuela Politécnica de París (en particular su tercera lección, “Pensar el siglo veinte”, publicada con otros textos en Nous autres, Modernes, ed. Ellipses, 2005), Finkielkraut intenta desmenuzar el mecanismo que genera en la sociedad moderna el ascenso imparable del hombre radical.
Acude a Ernst Jünger, por supuesto, testigo ambiguo del desastre filosófico del siglo diecinueve. Mientras Auguste Comte definía la sociedad moderna como la suplantación del guerrero por el trabajador, Jünger percibía que a la guerra de los caballeros le sucedía la guerra de los trabajadores. La guerra industrial profesionaliza al soldado, y simplifica, de cierta forma, lo que está en juego, con los recursos de la inteligencia al servicio de la fuerza en el puño. La sorpresa técnica de la Primera Guerra mundial consistía en la regresión como recompensa, la fusión de perfeccionismo y primitivismo y el triunfo de lo elemental como apoteosis de la evolución.
Y fue tal el triunfo que superó a la paz misma, pues jamás retornaría la humanidad al paradigma del “antes de la guerra”. No, en la paz se perpetuó el paradigma de la guerra, tal y como lo expresa Jünger: “Veo levantarse en nuestra vieja Europa a una nueva generación de líderes, sin miedo ni repugnancia a derramar la sangre, sin miramientos, acostumbrados a sufrir terriblemente, pero también a actuar terriblemente. Una generación que construye máquinas y que las desafía, una generación que entiende que la máquina no es un metal sin vida sino un instrumento de dominación que hay que utilizar con la cabeza fría y el corazón violento. Esto es lo que le dará al mundo un rostro nuevo”. Por supuesto, para Finkielkraut, esa generación endurecida, brutalizada y asalvajada por la guerra en su pensamiento y en su acción construirá las dos formas políticas ignoradas por los Antiguos y por los Modernos y que le dieron al siglo veinte su sello de originalidad: el comunismo y el nazismo.
Es cierto que los bolcheviques no han inventado el proyecto moderno de una dominación total del hombre sobre su destino, ni el motivo de la revolución como forma privilegiada de cambio, ni la idea del socialismo como estado supremo de la democracia: lo han heredado. Han pretendido realizar la solución del problema humano y cumplir la historia en el sentido que el siglo 19 le dio a ese término.
¿Cómo explicar la fascinación tan duradera ejercida por el régimen soviético allende sus fronteras sin ese proyecto filosófico de una identidad final de lo real y de lo racional?
Lo que nos retrotrae mucho antes de 1.914, si queremos establecer la genealogía de la idea comunista. Todo empieza, se podría decir, con el rechazo del pecado original. Durante el largo período del Medioevo cristiano, la desigualdad social no era considerada como contradictoria con la existencia de un alma inmortal en cada hombre.
Isidoro de Sevilla decía que, más allá del bautismo, “Dios el Justo establece una discriminación en la existencia de los hombres, convirtiendo a unos esclavos, a otros en dueños, para que la libertad de actuar mal sea restringida por el poder del dominador. Porque, si todos viviesen sin temor, ¿cómo podría prohibirse el mal?”
La Caída, en otras palabras, habría corrompido tanto el alma humana que la subordinación de muchos a unos pocos resultaba necesaria para la cohesión misma de la sociedad. Se puede, en oposición a esta sentencia, definir los Tiempos Modernos como el debilitamiento progresivo de la doctrina de la Caída en el espíritu de los hombres. Moderna es la época que discierne en la sucesión un principio de enriquecimiento y que piensa, como escribe Cioran, que el tiempo contiene potencialmente la respuesta a todas las interrogaciones y el remedio a todos los males, que su desarrollo encierra el esclarecimiento del misterio y la reducción de nuestras perplejidades, porque es el agente del cumplimiento total de las virtualidades humanas.
Jean-Jacques Rousseau fue quien, precisamente, dio un paso decisivo oponiendo al pecado original la bondad original del hombre. Lo que significaría, en su visión, que el mal es social, que procede de la sociedad, es decir de la sustitución del poder usurpado del fuerte sobre el débil. A partir de entonces, la política podría fijarse como meta erradicar el mal. Así lo expresó Saint-Just, promotor junto con Robespierre del terror(ismo) de estado: “La felicidad es una idea nueva en Europa”. En cuanto al socialismo, nace en el siglo diecinueve cuando la sociedad burguesa, igualitaria por principio, produce desigualdad con la división del trabajo. Criticando la sociedad moderna en nombre de sus propios postulados, el socialismo pretende conducir la revolución democrática hasta sus últimas cosecuencias: la destrucción de la burguesía, después de la feodalidad y la monarquía. “La historia de la sociedad hasta nuestra época ha sido la de la lucha de clases”, escribe Marx en el Manifiesto del Partido Comunista. Llega entonces, con el antagonismo entre burguesía y proletariado, la última batalla: “siendo la pérdida total del hombre, el proletariado no puede reconquistarse a sí mismo sin una reconquista total del hombre”. Hasta entonces, todas las revoluciones las hicieron unas minorías, pero la revolución proletaria, según Marx, la haría una mayoría en beneficio de todos.
Aprovechándose de la guerra y del caos que engendró en su país, Lenin se conformó pues, a primera vista, con poner en práctica una teoría anterior. Y aplicándola, puso en evidencia su potencialidad totalitaria. Era inevitable que una política absoluta cayera en el dogmatismo y en la persecución. La explotación, la desigualdad, el Mal no son adversarios legítimos. Según esta visión, el siglo veinte habría sido la realización en pesadilla de los sueños de los siglos anteriores, el teatro de los desastres de la utopía y de las devastaciones de la esperanza.
Sin embargo, hay que ir más lejos: la guerra no sólo ha sido la oportunidad que los bolcheviques supieron utilizar para llevar a cabo la Revolución. Hizo más que abrir la puerta a las ideologías antiliberales: se extendió tanto en la práctica como en la teoría revolucionaria. Invadió hasta el acontecimiento que la hizo posible. “No necesitamos impulsos histéricos”, escribía Lenin, “lo que hace falta es la marcha en cadencia de los batallones de hierro del proletariado”. La clase universal de Karl Marx se transforma, en la pluma de su discípulo ruso, en un ejército obediente, irresistible y cruel. Lenin proyectó sobre la revolución bolchevique la imagen de Jünger: “el desfile triunfal de una voluntad asesina en la que se revela la terrible profundidad de la potencia”. Un cuerpo único completamente militarizado, eso debía ser, según él, la clase “a la que se ha perjudicado, no de forma parcial, sino de forma absoluta”, para reparar la injusticia. ¿Cómo? Causándole al horror sin fin de la sociedad capitalista un final horroroso.
La guerra hiperbólica moldeó su visión de la lucha final, “como un puño alzado y temible, que arrastra a las masas, en columnas impersonales, sin risas ni canciones, envueltas en una nube de ruido y de acero al ritmo de las botas con clavos y del contacto sonoro entre fusiles y cascos”. Lo escribe Jünger, pero Lenin comparte ese estremecimiento. ¿Qué es, para él, la histeria? La ausencia del silencio en las filas, los lloriqueos, los estados anímicos cambiantes, las frases, la literatura. “Sólo la fuerza”, escribe Vladimir Ulianov, “puede resolver los grandes problemas históricos. No confundáis frases y actos”. Y así lo hicieron los partidos que surgieron de la Revolución, no los confundieron, en efecto, adoptando una línea de conducta bien resumida por Arthur Koestler en su autobiografía política: “Donde esté un comunista, allí está el frente”; “el frente no es un espacio de discusión”.
Argucias miserables. Intercambio incongruente. Frivolidad funesta del diálogo allí donde se fragua la batalla. De la guerra y en ella nace la representación de la acción. Decir no es hacer, hablar no es actuar. La política es fuerza. Frente al enemigo, el debate es un lujo prohibido y una debilidad que puede ser fatal. En la idea marxista de lucha de clases, la violencia ocupaba un lugar importante (lo que era nuevo en filosofía) pero, por una parte, Marx compartía el ideal democrático según el cual la revolución sólo podría producirse cuando el proletariado representase una mayoría imponente en el cuerpo social. Por otra parte y sobre todo, existía un espacio para la confrontación verbal, para el enfrentamiento de puntos de vista en el concepto de lucha, para la dialéctica en el tratamiento de las contradicciones. Y además, cuando Marx y Engels hablan de destrucción, no se refieren a las personas sino a las instituciones y a los modos de producción: el “sistema” capitalista o la “dictadura” de la burguesía. Lo que separa a los bolcheviques y a Marx es la experiencia de Jünger: “Me he dado cuenta de la diferencia que existe entra la acción y la palabra y este conocimiento jamás me lo hubiera proporcionado la paz”. Con la guerra, la palabra queda desacreditada. Empieza la era de la subordinación del intelectual ante el militar: “El Papa… ¿cuántas divisiones?” (palabras de Stalin, años más tarde).
Recapitulando: “La guerra”, decía Clausewitz, “es la mera continuación de la política por otros medios”. Esta fórmula ha sido contradicha por la Primera Guerra mundial. La política no ha conducido a la guerra, sino que ha seguido su estela. Y como marca de la diferencia entre el siglo veinte y el gran dispositivo de los Tiempos modernos europeos para encuadrar la violencia entre estados, ese desencadenamiento bélico es el que ha fijado el modelo de la política revolucionaria. Lenin introdujo, en la conflictividad del tiempo de paz, la violencia, la radicalidad y el carácter ilimitado de la guerra total. La revolución, por lo tanto, proviene de la guerra que precisamente denuncia. Ambiciona, es cierto, la paz definitiva, pero no concibe otros medios para alcanzar ese ideal que no sean exterminar al enemigo, y para ello exige un ejército en orden para la batalla. Como leninista ortodoxo que era, Mao Ze Dong escribió: “La guerra, ese monstruo que hace que los hombres se aniquilen, quedará eliminada gracias al desarrollo de la sociedad humana, en un futuro no muy lejano. Pero para suprimir la guerra, sólo hay un método: oponerle la guerra, oponer la guerra revolucionaria y la guerra contrarrevolucionaria”.
Hay pues una ruptura entre la era moderna y el mundo que nació de la cadena de catástrofes iniciada por la Gran Guerra. Como apuntaba Élie Halevy en 1936: “El socialismo de la postguerra es hijo del régimen de guerra, más que de la doctrina marxista”. Los siglos anteriores transmitieron al veinte la ilusión de una política absoluta y la reducción de la pluralidad humana y de la diversidad de las situaciones al enfrentamiento entre dos fuerzas. Pero bastó con una conflagración incontrolable para que aquella política absoluta tomase forma de movilización total y que la lucha contra “el enemigo de clase” lograse la destrucción sistemática de éste con hambrunas o en campos de concentración.
Del nacionalsocialismo se puede decir, como acerca del comunismo, que su inspiración ideológica es anterior a la Gran Guerra. La crítica de la abstracción democrática en el nombre de la antigua sociedad orgánica empezó con motivo de la Revolución francesa, y contra ella. Fue entonces cuando la disolución de los vínculos tradicionales, así como la separación y la igualación de los individuos fueron denunciadas por primera vez como un tormento. Después llegó la acusación romántica contra la burguesía, tachada de mediocre y, en su versión urbana, de artificiosa. Pero la guerra le dio a esa crítica un vuelco muy importante, al reconciliar el romanticismo y la técnica, dándole a la nostalgia un objeto nuevo: ya no la comunidad rural, sino la Frontgemeinschaft, la comunidad de las trincheras. El hombre democrático, reducido por la sociedad liberal a la búsqueda del confort y a la gestión egoísta de sus intereses, vio ofrecerse a él la exaltadora perspectiva de la densidad de la vida y de la autenticidad recobrada en la fraternidad de las armas. De la misma manera, Hitler era antisemita antes de la guerra , pero fue la derrota la que tranformó aquella opinión en obsesión. La palabra odio surge, en sus escritos, en el fragmento de Mein Kampf donde relata su reacción ante el 11 de noviembre (armisticio y derrota de Alemania, en 1.918). Todas las batallas se libraron fuera del territorio alemán, pero Alemania capituló. Por lo tanto, debía de haber otra cosa, una verdad secreta, maniobras, un complot: “El odio nació en mí contra los autores de aquellos acontecimientos”, escribió Hitler. Los acontecimientos tienen autores invisibles. Esos autores invisibles son los invisibles judíos. La conclusión se impone: “Con el Judío, no hay que pactar nada sino decidir: todo o nada. En lo que me concierne, decidí hacer política”.
Todo o nada: el cabo Hitler situa la política bajo el paradigma de la confrontación definitiva con un enemigo absoluto. Se comprueba entonces, como escribe el historiador Ian Kershaw, que “la Primera Guerra mundial hizo posible a Hitler. Sin la experiencia de la guerra, la humillación de la derrota y el estremecimiento revolucionario, el artista fracasado y el marginado no hubiera descubierto qué podía hacer con su vida, entrando en política para desempeñar su oficio de propagandista y demagogo tabernario. Sin el traumatismo de la guerra, de la derrota y de la revolución, sin la radicalización de la sociedad alemana provocada por dicho traumatismo, el demagogo jamás hubiese captado a un público sensible a su mensaje gritón y lleno de odio. El legado de la guerra perdida creó las condiciones por las cuales los caminos de Hitler y de la población alemana empezaron a cruzarse”.
Y cuando, en agosto de 1.941, la campaña de Rusia empieza a fracasar, Hitler, ante los suyos, evoca insistentemente el recuerdo de 1.918. “Los autores de aquellos acontecimientos” no iban a salirse con la suya. Esta vez iban a pagar por la sangre derramada. Y consecuentemente, la persecución de los judíos se transforma en Solución final.
Alianza de pasiones primarias y de frialdad ténica; desprecio por los suspiros, los escrúpulos y los discursos de las almas buenas; reconocimiento de la verdad en la violencia del puño castigador; fascinación por la potencia y por la unidad de la voluntad; preeminencia de la fuerza sobre las formas; constitución del número Dos, el de la escisión antagónica en ley universal del ser; subyugación de la complejidad de las cosas antela máxima “él o yo”, oración de pura beligerancia, irreductible al enfoque dialéctico: la Primera Guerra mundial no sólo devastó Europa a sangre y fuego, sino que también transformó en sangre y fuego los valores europeos. Y hasta el pacifismo lleva la marca de esa radicalidad. El discurso de la paz a pesar de todo y a cualquier precio viene impregnado por aquello que, precisamente, aspira a combatir. En 1.940, el delicado y sensible, el refinado Jacques Chardonne justifica en estos términos la rendición francesa y el armisticio: “Sólo tengo en consideración las opiniones políticas de la historia. Están inscritas en elementos innegables, en catástrofes cargadas de razón, y por adelantado aplaudo ante el acontecimiento que deberé soportar si tiene la autoridad del huracán”.
El siglo diecinueve tuvo a sus constructores, inventores, soñadores, aventureros, hombres de estado, cantamañanas, héroes, cobardes y malvados. El veinte también, y muchos. Pero además, tendría a Varlam Shalamov, Primo Levi, Jean Améry, David Rousset, Vassili Grossman: sus testigos.
Vosotros, quienes vivís en seguridad,
En vuestros acogedores hogares
Vosotros quienes, al atardecer, os encontráis
Con amigos sentados a vuestra mesa
Mirad si es un hombre
Aquel que trabaja en el barro
Que no conoce la paz
Que lucha por un pedazo de pan
Que muere por un sí o por un no.
Esos supervivientes están en suspenso. En un siglo que quiso crear a un hombre nuevo, grande, fiero, intratable sobre las ruinas del mundo antiguo condenado por la guerra, ellos dieron testimonio por una humanidad sumergida y acerca de la fragilidad de lo humano. Han visto que ningún hombre, por muy estoico que fuere, está seguro de librarse del asesinato en él de la persona moral. El filósofo Emmanuel Levinas señala admirablemente el intempestivo significado de su mensaje: “Que se pueda crear un alma de esclavo no es sólo la expresión más estremecedora del hombre moderno, sino también, quizás, la negación misma de la libertad humana. La libertad humana es esencialmente no heroica. Que se pueda, con la intimidación o la tortura, romper la resistencia absoluta de la libertad hasta en la manera de pensar, que el orden venido de fuera ya no venga a pegarnos de frente, que podamos acatarlo como si naciera en nosotros, ésa es la irrisoria libertad. (…) Lo que sigue siendo libre, sin embargo, es la capacidad de prever su propio hundimiento y prevenirlo. La libertad consiste en instituir fuera de sí un orden de razón; en confiar lo razonable a lo escrito, en recurrir a una institución.”
Dante Pombo de Alvear, Crónicas de Calypso
Nibey Se. Par una inmarS·Sió Tutal.-02
Par una inmarS·Sió Tutal-02.
Es un baritapla plaçé al ubsarbar com al nostra P.P. (Paciden Pepe) fa una asfuerç inumanu an al cunechamen da la nostra Yengua Milanaria.
Aquet trebay ha sit pusivla graçias a Arej, Alumna ducturat am "Unó Cum Laude" a lus cursus da Formaçiò da Patriotas Nibey Se!.
Bisca Arej!
Bisca P.P.!
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