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martes, 25 de mayo de 2010

Segunda Catilinaria para José Luis


Dicen que quien no conoce la historia está condenado a repetirla, en el caso que nos ocupa sería extraño que alguien que ha tratado de reescribir la historia con la intención de perpetuarse en el poder, se ciñera a la realidad y a los hechos, por eso quiero recordar algo que ocurrió hace mucho tiempo en un día en que la realidad atrapó a un miserable.

Menos conocida que la primera catilinaria, en la que Cicerón proclama su conocida advertencia al aspirante a cónsul que había sido rechazado anterioremente en dos ocasiones (la paradoja es que José Luis ha sido elegido en dos ocasiones por unos, aunque rechazado por otros, que sumados a los que no apoyaron a nadie son mucho más numerosos):

“Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? Quam diu etiam furor iste tuus nos eludet? Quem ad finem sese effrenata iactabit audacia?”

(¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros? ¿Cuándo acabará esta desenfrenada osadía tuya?)

La reacción de Catilina fue violenta ante la advertencia de su rival en el Senado, prorrumpiendo en una diatriba que venía a decir que si él se quemaba, sería arrastrando a la República de Roma a su destrucción, por los muchos secretos que había atesorado sobre los senadores romanos y los apoyos, tácitos, de algunos de ellos y de una parte del ejército. Sin embargo, un hombre hizo frente a la tiranía que se avecinaba, obligando a que el denostado abandonara el Senado.

La segunda catilinaria de Marco Tulio Cicerón forma parte de las cuatro que dedicó al político romano más corrupto de la historia. En ella, Cicerón, con el singular dominio de la oratoria y la retórica que le caracterizaba, se ocupó de mostrar al senado romano los agravios y crímenes que Catilina había cometido y pensaba seguir cometiendo, advirtiendo al pueblo de su conspiración para derrocar el orden instituido.

En ella Cicerón hizo una descripción pormenorizada de las intenciones del sedicioso, que no había huido al exilio como anunciara, sino que se dirigía para unirse a un ejército rebelde que pensaba asediar Roma hasta tomar el poder. Entre los conspiradores se encontraban hombres ricos endeudados, gente ansiosa de poder y riquezas, veteranos seguidores de Sila, gente arruinada que esperaba algún cambio, criminales, libertinos, y demás gente de la ralea de Catilina.

Advirtió también que el pueblo de Roma nada tendría que temer, puesto que el Cónsul, él mismo y los dioses protegerían la República. Los hechos que se sucedieron a continuación se recuerdan con el aroma de las épicas hazañas de los héroes. El senado, sabiendo que Catilina se había unido al rebelde Menlio al mando de un ejército faccioso, declaró a ambos enemigos públicos de Roma y encargó a Antonio que formara un ejército de hombres leales a la República que diera captura a los indeseables, mientras el mismo Cicerón fue encargado de la protección de Roma.

En el camino hacia la Galia en busca de nuevos aliados, Antonio interceptó a Catilina que tuvo que luchar en la antigua Pistoria, relatando las crónicas que el mismo Catilina se batió con valentía en la batalla, con la esperanza de derrotar a Antonio y buscarse el apoyo del ejército, pero no fue así, cuando vio que todo estaba perdido se abalanzó contra el grueso del ejército enemigo. Cuando se realizo el recuento de los cadáveres todos los soldados aparecieron con heridas frontales, ninguno había intentado huir, pero el de Catilina se encontró ciertamente más avanzado que sus compañeros en las líneas enemigas, lo que indica que había luchado con bravura y coraje. Se le cortó la cabeza y ésta fue llevada a Roma, como prueba pública de que el conspirador había muerto.

Hoy en el Senado español, Pío García Escudero ha remedado a Marco Tulio Cicerón y le ha dicho a nuestro Catilina particular, el ínclito José Luis, que hasta cuando va a seguir abusando de la paciencia de los españoles, a lo que el fantasma de La Moncloa ha respondido que el grupo del señor senador volvería a perder las elecciones, sin darse siquiera cuenta de que el único apoyo que le queda es el de casi todos los que ha agasajado, ascendido, enriquecido y privilegiado durante los últimos seis años, esa reunión de oclócratas que han conformado una sutil tiranía de ineptos sobrealzados por las circunstancias.

Con ese esquilmado ejército, lo único que le queda es salir corriendo, a ver si tiene suerte y le da tiempo a exiliarse, ni siquiera le dará tiempo a borrar las pruebas de sus crímenes. El tiempo es un juez inexorable que siempre acaba atrapando a los que han jugado a ser dioses, no siendo siquiera de los mejores entre los humanos, los que han pecado de hybris. Némesis se acerca.

Biante de Priena

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