Una semana en la metrópolis, obligado a mirar por la ventana reflexionando sobre la primavera, da para mucho. Hay cosas que son y cosas que no serán, por mucho que se empeñen los rentistas de la diferencia. A pesar del maltrato a que ha sometido la liga del tripartit a la cosmopolita cultura catalana, todavía se aprecia cierta brisa de aire fresco mediterráneo entre la calima del oportunismo, eso sí, cada día más escasa y rara.
No hay otro lugar que haya perdido más mixtificación en las riveras del Mare Nostrum del último siglo, para ahormarse a los intereses de los supuestos verdes de la cultura, que en realidad son pioneros del ostracismo más carpetovetónico y caciquil y especies en extinción en el ecosistema de la corrupción.
Barcelona exclusivamente en catalán es una merma, tal que comparar las imágenes en color natural con las de blanco y negro, el cine sonoro con el mudo; vamos, se queda parca y deformada la representación. Ese renunciar a Roma tan insólitamente catalán, denota temor al más allá y al más acá, algo que no ocurrió en los viajeros, pioneros y comerciantes de la edad media, que partían del noreste peninsular para abalanzarse en lo desconocido del mar o de la tierra.
Tanto exclusivismo blanco, autóctono, genuino y singular, en la lengua o la butifarra huele a miseria, a racismo de salón, a apropiación indebida, que quieren que les diga.
Verán ustedes, soy de los que piensa que Cataluña, y sobretodo Barcelona, son algo más que un club o una empresa de venta al por menor.
Barcelona es más española que la tortilla de patata. ¿De qué delirante bolsillo o caja fuerte ha podido surgir la memez de su diferencia, su distinción, su singularidad?. Pues evidentemente, no va a ser Zaragoza, Valencia, Madrid, o Bilbao, porque es Barcelona.
Un reto para los barceloneses del futuro es liberarse de los definidores, de los que dicen esto sí, esto no, de los memos papanatas que se suben a un taxi y hablan en catalán a un peruano, que también es un español de ultramar que ha venido buscando a Colón para saber donde comienza el mundo, no para contemplar la señal de dirección única que hay en la base del monumento al descubridor.
Erasmo de Salinas
No hay otro lugar que haya perdido más mixtificación en las riveras del Mare Nostrum del último siglo, para ahormarse a los intereses de los supuestos verdes de la cultura, que en realidad son pioneros del ostracismo más carpetovetónico y caciquil y especies en extinción en el ecosistema de la corrupción.
Barcelona exclusivamente en catalán es una merma, tal que comparar las imágenes en color natural con las de blanco y negro, el cine sonoro con el mudo; vamos, se queda parca y deformada la representación. Ese renunciar a Roma tan insólitamente catalán, denota temor al más allá y al más acá, algo que no ocurrió en los viajeros, pioneros y comerciantes de la edad media, que partían del noreste peninsular para abalanzarse en lo desconocido del mar o de la tierra.
Tanto exclusivismo blanco, autóctono, genuino y singular, en la lengua o la butifarra huele a miseria, a racismo de salón, a apropiación indebida, que quieren que les diga.
Verán ustedes, soy de los que piensa que Cataluña, y sobretodo Barcelona, son algo más que un club o una empresa de venta al por menor.
Barcelona es más española que la tortilla de patata. ¿De qué delirante bolsillo o caja fuerte ha podido surgir la memez de su diferencia, su distinción, su singularidad?. Pues evidentemente, no va a ser Zaragoza, Valencia, Madrid, o Bilbao, porque es Barcelona.
Un reto para los barceloneses del futuro es liberarse de los definidores, de los que dicen esto sí, esto no, de los memos papanatas que se suben a un taxi y hablan en catalán a un peruano, que también es un español de ultramar que ha venido buscando a Colón para saber donde comienza el mundo, no para contemplar la señal de dirección única que hay en la base del monumento al descubridor.
Erasmo de Salinas