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sábado, 7 de junio de 2014

Cambiemos algo para que todo siga igual



"Todas las revoluciones modernas han concluido en un reforzamiento del poder del Estado" Albert Camus

Durante las dos últimas semanas, tras las elecciones europeas del 25-M, se han sucedido en España una serie de acontecimientos consecutivos que, sin duda, sugieren algún cambio o evolución en los órganos de poder de este país. No obstante, sin ánimo de ser aguafiestas, todos forman parte de un gran simulacro para que realmente no cambie nada.

Los órganos de poder que conforman la casta de este país han aprovechado las elecciones europeas para poner en marcha una operación de maquillaje a gran escala, la simulación está servida, desde los paladines de la hipocresía, para volver a engañar a los españoles, una vez más.

En una era de la apariencia como la que vivimos, con una información tan profusa que impide cualquier análisis sosegado, lo importante es acelerar los acontecimientos, presentarlos de tal forma que parezca que estamos ante un cambio de ciclo, cuando en realidad nada va a cambiar, porque como decía Czeslaw Milosz, el poder cambia de manos, pero siempre entre las mismas manos. Algo de lo que también nos advirtió Gaetano Mosca en su Teoría de las élites o Michels con su famoso cinturón de hierro de las oligarquías.

La política es la máscara hipócrita del poder

En mi escéptica opinión, todo es una simulación, un simulacro de seducción, en terminología del sociólogo francés Jean Baudrillard, quien nos definió el porvenir de las sociedades avanzadas en las que cualquier hecho tiende a degradarse como tal en su autenticidad, para pasar a ser espectáculo y objeto de consumo. Informaciones numerosas, interpretaciones diversas, análisis voraces e irrelevantes de los voceros del sistema, recibidos en alud, de forma mecánica y repetidos miles de veces,  representan en su simulacro, un cambio de realidad, que realmente no ocurre, que es sólo una máscara de cambio para una realidad que se mantiene.

La inmutabilidad del poder también fue denunciada por Francis Fukuyama hace unos años cuando escribió su obra “El fin de la historia y el último hombre”, cuando ofrecía un marco estable para las relaciones, aunque se disfrazara de numerosas formas éticas o emocionales para satisfacer a las masas. Los hechos de cambio social radical, como las guerras o las revoluciones, eran imposibles en las sociedades avanzadas, intercomunicadas, inmersas en un mundo global. La democracia no tenía evolución posible más allá de los planteamientos liberales.

En realidad, la teoría del simulacro en el cambio de poder, es un artefacto para satisfacer la resignación al más de lo mismo  de los ciudadanos de las democracias, pero en su esencia su análisis proviene de la antigüedad, cuando Aristóteles nos habló de las degeneraciones de la democracia y sus artefactos retóricos, de las evoluciones degradadas del Ethos político, sustituido por la ausencia de logos (la razón) y la veneración al pathos (las emociones), que en España se pueden asignar al actual simulacro debate entre tiranía y oclocracia, entre monarquía y república, olvidando ambas opciones la soberanía nacional del pueblo español, único sujeto legítimo de decisión sobre la cuestión.

Maquiavelo también nos habló en su obra “El Príncipe” del abismo existente entre el poder y la política, que tan sólo es una simulación de cambio del poder que permanece inmutable, como también lo hizo Tomaso di Lampedusa en El Gatopardo, cuando ante los cambios revolucionarios del nacimiento de Italia como nación, hizo pronunciar a un aristócrata del Antiguo Régimen, el Príncipe de Salina, la frase que da título a este artículo: “cambiemos algo para que todo siga igual”. En el ámbito religioso, también lo hizo Erasmo de Rotterdam en su "Elogio de la locura" para denunciar la degeneración del poder religioso en su tiempo, que dio lugar a la Reforma de Lutero.

Pan y circo

El Ethos Político de la Modernidad ha sido descrito por Daniel Innerarity en su  obra "Dialéctica de la modernidad" de la siguiente forma:

“A diferencia de otras épocas en que los ideales políticos gozaban de adhesión y capacidad movilizadora, parece ser una característica de la nuestra su progresiva pérdida de credibilidad. De manera generalizada, la política no significa otra cosa que un escenario en el que la ficción deviene realidad y donde se consienten actitudes que serían consideradas como inmorales en el campo de las relaciones interpersonales.

La existencia de abusos de poder o la simulación para obtener determinados beneficios políticos no se han inventado recientemente: recorren la historia de un extremo a otro y son una llamada de atención sobre la endeble condición humana. Lo que si parece específico de nuestra situación es que la consideramos inevitable: para la opinión dominante, la ética y la política son, de hecho, dos realidades que se encuentran en recíproca oposición.

Los motivos de este desencanto pueden ser muy variados; la coincidencia, en palabras de Nietzsche, consiste en afirmar: “la necesaria suciedad de todo hacer político”.
El espectáculo político que nos ofrece la casta trata de agradar a todas las voces que se han levantado contra la molicie del actual régimen de poder, la corrupción disparada, la crisis económica más severa de las últimas décadas y la quiebra institucional del país, protagonizadas por el elenco, se complementan con la comparsa de propuestas inconstitucionales que van desde la secesión hasta la advocación al espíritu del chavismo venezolano o el castrismo cubano, pasando por el encastillamiento numantino del PSOE y el PP para no reconocer la corrupción y los despropósitos en la que han transitado sus formaciones políticas durante los últimos años.

No en vano, en las pasadas elecciones la legitimación del régimen se ha visto mermada, no sólo por el 58 % de convocados que no votaron por ningún partido, sino por los más de cinco millones de votos que han perdido los partidos que han gobernado este país durante los últimos 35 años. Pero sin duda, el pábulo concedido por el poder y los medios a fórmulas remontadas y exasperantes como la formación de Pablo Iglesias, o moderadas, pero adscritas a los postulados de la casta, como UPyD de Rosa Díez o Ciudadanos de Albert Rivera, nos hacen vivir en la apariencia de que algo está cambiando, cuando en realidad todo sigue igual que siempre.

Los ídolos sin ocaso

Los que urden la impostura en algún restaurante discreto, con alevosía y nocturnidad, a costa del erario público, saben que la presencia de formaciones radicales por la extrema izquierda, los nacionalismos y la extrema derecha, son el mejor argumento político para que los demócratas regresen a las urnas para votar a los mismos de siempre. No hay nada como un simulacro de revolución, para regresar a la involución degenerada que ampara a los farsantes de todos los partidos en la representación política, incapaces de evolucionar hacia una auténtica democracia y someterse al imperio de la ley (10.000 aforados es sospechoso de que algo sucio ocurre en la política de este país).

La abdicación del Rey, tan evocada, los cambios en el PSOE, las fórmulas participativas del PP, las inyecciones económicas con deuda para satisfacer a las masas (otro plan E), la inmutabilidad del Gobierno, como esencia del orden y de que todo permanece "atado y bien atado", junto con las protestas callejeras de los “sans culottes”  esperando su Pradial y los alegres secesionistas disfrutando de su primavera ilegítima, recrean la escenificación del pan y circo romano.

Espectáculo y migajas para los esquilmados ciudadanos que han pagado todo este despropósito, una inmensa mayoría, con el declinar de su bienestar y la pérdida de un 30 % de su poder adquisitivo, y una intensa minoría con la pérdida de su trabajo, su casa,  su futuro y su vida, además de la esperanza y también la de sus hijos, que al fin y al cabo, son los hechos reales, que no admiten simulacro, ni envoltorio, ni ocultación, sólo silencio por parte de aquellos que, desde su egoísmo e ineptitud, le han quebrado la existencia al descuido a unos cuantos millones de españoles, desde una perversa impostura, su farsa representativa y la usurpación demagógica y estrafalaria del poder que han ejercido.

Enrique Suárez


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