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domingo, 30 de diciembre de 2012

La deslegitimación legitimada




Monólogo de Laurencia en Fuenteovejuna
Hablá España, poneos en pie

"No tiene sentido decir que los hombres son iguales ante la ley, cuando es la ley mantenedora de su desigualdad." Ramiro de Maeztu

¿Para qué sirve la ley en un país donde los que mandan no la cumplen y la mayoría de los que obedecen no puede disfrutar de sus derechos?, ergo ¿para qué sirven las leyes y los legisladores, si no hay consecución con ellas ni en aquellos que mandan ni en aquellos que obedecen, los primeros porque no quieren, los segundos porque no pueden?

Los españoles tenemos demasiados problemas para no preocuparnos sobre el porvenir,  pero posiblemente, el mayor de todos ellos (el más doloroso,  también el más nocivo para nuestra salud pública)  sea la desautorización de nuestros gobernantes por una cuestión de deslegitimación. No en vano, “Cuando los poderosos pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”, decía el científico alemán Georg Cristoph Lichtemberg.

Por legítimo, se comprende aquello que es conforme a ley, también aquello que es auténtico y verdadero, aquello que es como tiene que ser y no puede ser sometido a censura. La legitimación es la causa necesaria, aunque no suficiente de todas las leyes, en realidad, es un principio, el principio original que ofrece autenticidad a todo acto legislativo, pero también es la condición imprescindible que debe exigirse a todo acto de poder en una democracia. Si el poder actúa sin legitimación en su función legislativa, la democracia degenera en demagogia, oclocracia o tiranía.

Sin duda, para exigir el cumplimiento de las leyes desde el poder, es imprescindible que desde el poder se cumplan las leyes, si desde el poder no se cumplen las leyes, es inadmisible que se exija su cumplimiento a los tributarios de la legislación, salvo con alguna forma de violencia y opresión, alejándose de cualquier principio de justicia. Las leyes no son justas por ser buenas, sino buenas por ser justas.

En una democracia puede acontecer, en alguna ocasión, que la legitimación quede deslegitimada, pero lo que no puede ocurrir nunca es que la deslegitimación quede legitimada, en ninguna circunstancia. En nuestro país, desgraciadamente,  hemos cruzado desde hace tiempo la delgada línea roja que separa la transgresión puntual de la legislación  por parte del poder a la legitimación de la ilegalidad por costumbre, a un principio consuetudinario de deslegitimación por los hechos. Es inadmisible para cualquier pueblo que viva en una democracia, en un Estado de Derecho,  asumir que con mil casos por año de corrupción política desvelados en la última década, no vaya nadie  a la cárcel, salvo escasas excepciones, y no por más de un año de reclusión, aunque haya utilizado El Escorial para convertirlo en un barrio de viviendas sociales, o  haya dedicado El Museo del Prado para hacer macrofiestas con botellón. Pero al mismo tiempo es injusto, que ante semejante propelía impuesta desde el poder, que alguien se quede sin casa por no pagar tres letras, sin trabajo por llegar después que el enchufado, sin sanidad y justicia por no tener dinero, sin soberanía porque a un tarugo catalán se le ocurra un viaje a ninguna parte. Es inadmisible que si tienes dinero para pagar unos buenos abogados te libres del peso de la ley y si no lo tienes, tengas que asumir todo su peso, además, de injusto, también es inmoral.

Pero sin duda alguna, lo peor de todos es que se legitime y legalice la deslegitimación como principio amoral en el ejercicio del poder, que los poderosos actúen desde la deslegitimación, porque a partir de ese momento, toda ley que surja será ilegítima y todas las que existen quedarán derogadas de facto, aunque no de iure. Salvo en despotismo o tiranía, individual o colectiva, ejercer el poder desde la ilegitimidad trae como consecuencia inmediata que los demócratas que cumplan con las leyes, están haciéndole un flaco favor a la democracia y una enorme pleitesía a la tiranía.  

Estamos aceptando la deslegitimación como principio, que en nombre de la democracia y a su pesar, unos delincuentes ejerzan el poder sin rendir cuentas a nadie, desde el más depravado despotismo y que además, pretendan convertir nuestra devastada democracia en una dictadura ilegítima e ilegal, para librarse de cumplir las leyes que exigen a todos los demás, los que no pertenecemos a la selecta casta que se han organizado, para esquilmarnos económica y políticamente hablando, para utilizar las instituciones públicas como agencias de sus negocios privados.

En un país en el que han desaparecido 300.000 millones de euros de las Cajas de Ahorros que luego se transformaron en bancos para ocultar el desfalco por los consejos de administración formados por partidos políticos y sindicatos que de esa forma escurrían la responsabilidad de sus actos delictivos y al mismo tiempo, son rescatados con 50.000 millones de euros pagados por todos los españoles para maquillar el despropósito, todo aquel que no defraude al Estado depredador es cómplice de su depredación. Quien pague sus impuestos es un defraudador, puesto que sostiene un régimen corrupto de defraudadores con su dinero. No hay principio alguno en una democracia que obligue a cavar la fosa y pagar a los verdugos para enterrar a la propia democracia, como tampoco hay ningún principio  que obligue a seguir manteniendo en el poder, a colaborar con él,  a los que hunden el país en el que vives, sea en nombre de la ilusión que sea, hasta que no se resuelva el engaño y se rindan cuentas sobre las responsabilidades impunes.

Los españoles afrontamos en estos momentos una difícil disquisición: si permitimos que prosigan en el poder y la oposición, en la representación política, a aquellos que no sólo incumplen las leyes, sino que mandan desde la ilegitimidad sobrevenida, a los que permanecen impunes ante los delitos que han cometido, estamos contribuyendo a la creación de una dictadura, despotismo y tiranía, nos estamos cargando la democracia al consentir que sus principales enemigos permanezcan inmunes ante las leyes que ellos crearon y que nosotros estamos obligados a cumplir. No hay legitimación alguna que permita en una democracia, que los detentadores del poder actúen de esta forma, en su impostura y molicie.

Sin duda, este país está abocado a dos alternativas, o se cumple la ley por todos, gobernantes y gobernados, o no se cumple por nadie; si aquellos que detentan el poder se convierten en corruptos y depravados comendadores, la obligación de los demócratas es incumplir la ley, defraudar al Estado y hacer todo lo posible para derrocar a la casta que intenta y logra, por nuestra inocencia, imponernos su despotismo, su opresión y su tiranía. 

Tras estos magníficos años de progreso que nos han ofrecido nuestros representantes políticos, hemos regresado al siglo XVII,  es hora de utiliza, por tanto, aquellos recursos que sirvieron a nuestros antepasados, es hora de ejercer la dignidad soberana antes de que nos la arrebaten, como han hecho con nuestra ciudadanía: “¿quién  mató al comendador?... Fuenteovejuna, señor”.

La casta se carga todos los días a Fuenteovejuna y no se arrepiente de nada, no actuar de la misma forma que ellos actúan sería extraordinariamente injusto, impropio de demócratas, más propio de súbditos, esclavos, siervos o vasallos. Si queremos vivir en una democracia, estamos obligados a  ser guales ante la ley, aunque las leyes no sean justas, son leyes, su cumplimiento es justicia y su incumplimiento injusticia. Todas estas cosas no dependen de los políticos que se han expuesto, sino de nosotros mismos. Es hora de recordar a Albert Camus: "La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas."

Enrique Suárez

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