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domingo, 12 de diciembre de 2010

España: una guerra de doscientos años


En su exilio de Santa Helena, aquel hombre que logró unificar a toda Europa contra él, imprecaba hace 200 años a la diosa fortuna maldiciendo España, la maldita guerra de España, que destrozó su hoja de ruta imperialista. Cierto es que sin la madre Rusia, Napoleón no hubiera sido derrotado, la resistencia del pueblo del Volga siempre ha sido tan notoria como la española, posiblemente también inconsecuente para el cambio de las relaciones del pueblo con el Estado, siempre opresor contra los ciudadanos.

El pequeño corso abjuraba así de los españoles, harapientos y miserables, infravalorados por el valido Godoy que sirvió más los franceses que a los españoles y que compitió en felonía con el hijo de su señor, el “deseado” Fernando VII, que no dudó en ofrecerse en adopción al emperador francés para convertir nuestra nación en una colonia gala. Felipe VI debería recordarlo y pedir disculpas en nombre de su dinastía, ya que su padre no lo ha hecho, en su futura y atribulada coronación. No amaneceré monárquico de repente, pero la situación que atraviesa la Corona española en estos tiempos es un fiel reflejo de la que atravesamos todos los españoles, ambos nuevamente, pueblo y Rey, estamos secuestrados por un propósito inconfesable, como en aquella ocasión.

El hispanista Raymond Carr, ha considerado que España ha vivido en un conflicto continuado desde la guerra de Independencia contra el invasor francés del siglo XIX hasta la conclusión de la guerra civil del siglo XX, el mismo conflicto con distintos personajes, motivos, circunstancias y escenarios, así lo expresa en su magnífica obra “España 1808-1939” (1966), y lo recuerda en el artículo publicado el día once de diciembre en el ABC Cultural, titulado “Ruido y furia, después nada”, con motivo del análisis de la singular obra de Ronald Fraser “La maldita guerra de España. Historia social de la guerra de la Independencia “(2006).

Quizás debamos pensar que ese conflicto sigue abierto a diez años del comienzo del siglo XXI y posiblemente se prolongue “sine die” si la inteligencia de los españoles no lo impide y supera el bucle histórico en el que permanecemos atrapados desde hace dos siglos. Salvo el eterno conflicto entre palestinos y judíos, por diferencias muy superiores, no creo que haya otra confrontación tan prolongada como la española en la toda la historia contemporánea mundial.

Algo tendrá que ver el beligerante carácter de los hispanos, pero sin duda también la intolerancia y cerrazón que caracteriza a nuestro pueblo. Sin duda también la conflictividad entre el poder y la libertad, la incapacidad de establecer una auténtica democracia y la negación implícita de un ajuste duradero entre el Estado guiado por los Gobiernos de distinto color y la Sociedad Civil de todas las épocas, es decir, la nación.

En España, el Estado, como reunión de instituciones y decisiones de poder, y la Nación, como pueblo reunido y producción agregada de cultura en el tiempo, viven en un conflicto irresoluble desde hace dos siglos; el factor fundamental de esta incoherencia es la incapacidad de los políticos para lograr un marco común respetado por todos, que permita el desarrollo de objetivos compartidos. En España cada hito histórico abre las más profundas heridas, establecidas de antemano entre los que quieren algo y al mismo tiempo, lo contrario. No hay posibilidad alguna de consenso, porque no hay intersección de intereses. El mito de las dos Españas, se ha convertido más bien en un rito ineludible e inexcusable.

Ser español es difícil en estas circunstancias, los nacionalismos lo saben y se aprovechan de la coyuntura, a pesar de que dos de las batallas más importantes contra el francés, que permitieron la independencia española como nación, acontecieron en Gerona y Vitoria, los catalanes y vascos lucharon como el que más por la independencia de España y su configuración nacional. Pero el conflicto eterno es sin duda entre las fuerzas más conservadoras y las más progresistas. Alguien dijo que los españoles eran cristianos atípicos, porque cada uno tenía su propia interpretación de la divinidad, su forma de creer y no creer, su particular relación con las instituciones religiosas y con Dios. Algo parecido ocurre con las instituciones políticas.

Es tradicional que en nuestro país donde unos ven un límite, otros ven una posibilidad; mientras las derechas siempre piensan que España siempre se está destruyendo como debería ser, las izquierdas piensan que nunca acaba de construirse como debería ser, así llevamos doscientos años y seguiremos otros doscientos años si no alcanzamos el grado de inteligencia colectiva para superar este escollo que evita siempre la definición de los intereses generales y comunes.

El conflicto reciente de los controladores aéreos levantándose en rebeldía contra el Estado resulta inconcebible en cualquier otro país europeo, al igual que la imposición alevosa a este colectivo, por parte del Gobierno, de una serie de decretos autoritarios con su criminalización previa desde el poder del Estado. La consecuencia, la militarización del colectivo, la solución autoritaria habitual que compite en violencia intempestiva con los pronunciamientos de los espadones en el siglo XIX y las dictaduras militares del siglo XX.

La solución que el poder establece en España para resolver los grandes conflictos siempre es la misma, el golpe de mano, la imposición del poder y la autoridad, la intervención del ejercito, cargándose instituciones, Constitución y Estado de Derecho de un plumazo, para volver a empezar, siempre volver a empezar, con las lecciones de la historia sin aprender, sin servir para nada; ni a los ciudadanos, rebeldes o serviles, ni a los políticos que les representan y acaban gobernándoles desde el despotismo.

Seguimos viviendo atrapados en un bucle de disenso entre poder y libertad desde hace doscientos años, algo que han denunciado los intelectuales españoles, historiadores, sociólogos y políticos durante los últimos dos siglos. Hay algo que no funciona, o posiblemente haya algo que funcione mal, por encima de las instituciones y el poder, quizás sea el inconformismo de los españoles o la incapacidad para entendernos, pero está claro que España tiene una asignatura pendiente y no es otra que la tolerancia, aquella virtud imprescindible para la convivencia de los pueblos que alababa Voltaire. Los españoles somos demasiado intolerantes y rebeldes para ser ahormados por el poder, tanto desde las fuerzas del cambio como desde las de la tradición. Pero también somos demasiado inconsecuentes para organizarnos en una comunidad de intereses y objetivos, en una sociedad civil homogénea, en una Nación. Ese proyecto abierto, inacabado, inconcluso, imposible, e inagotable al desaliento, es al final, nuestra nación: España, un no ser siendo, más bien un estar.

Quizás sea el momento histórico para cambiar definitivamente la realidad, porque entre los españoles hay muchas más cosas compartidas que las que son asumidas desde la política. Al final, cuando hay paro, déficit, endeudamiento y deterioro institucional, a todos nos afecta por igual, seamos de la ideología que seamos o de la comunidad en la que habitemos. En los últimos seis años hemos tenido una actuación gubernamental que deja mucho que desear, es cierto, pero algunas cosas, aunque escasas, se habrán hecho bien, el problema es que cuando cambiemos el color del Gobierno se producirá un bandazo hacia el otro lado y dentro de seis años volveremos a estar igual que ahora. Más allá de los intereses de facción, están los intereses de la Nación, el pueblo reunido a lo largo del espacio y el tiempo.

Los españoles, de todas las condiciones, ideologías y orígenes volveremos a hartarnos, una vez más, del más de lo mismo. Estamos cansados de que los Gobiernos miren por los intereses de los partidos que los promocionan, antes de hacerlo por los intereses de los ciudadanos a los que representan. De que manden antes de Gobernar, de que nos traten como súbditos o vasallos y no como ciudadanos soberanos y libres. La tutela política de los españoles debe desaparecer definitivamente, es insoportable que los políticos nos traten como analfabetos en pleno siglo XXI, tratando de envolvernos en su propaganda y mentiras sin el mínimo respeto a nuestra condición de ser sus soberanos, y no sus siervos.

Cuando en cualquier país occidental un Gobierno alcanza el poder, inmediatamente recibe el apoyo de la oposición para realizar su tarea de gobernar, hay un común que se respeta, pero España ese común es siempre tan mínimo y fútil que se desvanece en los primeros meses de legislatura. ¿Tan difícil es ponerse de acuerdo en las cosas comunes que compartimos para que prevalezcan los intereses generales sobre las que discrepamos derivadas siempre de una particularidad?

Si España va bien, todos vamos bien. Si España va mal, todos vamos mal. Si hay trabajo es bueno para todos, si hay riqueza, desarrollo y bienestar, también. Si se eleva la renta per cápita todos estaremos felices y si desciende todos lo pagaremos. España no necesita políticos cortoplacistas que miren exclusivamente por los intereses de su partido, sino estadistas que miren por los intereses de las próximas generaciones. En la era de las nuevas tecnologías, con la información inmediata y la multiplicidad abierta de opiniones y criterios, se necesita un marco común de actuación, absolutamente respetado por todos, quien no lo acepte debe ser recriminado y segregado por la inmensa mayoría, porque no pueden prevalecer intereses particulares sobre intereses comunes, aunque los intereses comunes deben incluir también los particulares, la diversidad natural de nuestro país.

Los españoles sabemos hoy, mejor que nunca, que los errores de imponer los principios ideológicos sobre la atención real a las auténticas necesidades se pagan con deterioro en la calidad de vida para todos. Necesitamos más hechos y menos hipótesis. Los gobiernos no pueden exigir conciencia, responsabilidad, austeridad y rigor a los ciudadanos, más bien al contrario, somos los ciudadanos los que debemos exigir a los Gobiernos un comportamiento óptimo, ajustado a la realidad y adecuado a nuestras circunstancias. Esa es la lección que debemos adquirir de los últimos seis años, de la situación de crisis en la que estamos.

El PSOE se ha equivocado y lo pagará en las urnas, pero el PP también se equivocará con seguridad si no comprende que los errores de su rival no son el problema que debemos resolver, sino la consecuencia de que en España no haya una política que impida los errores, con unos políticos que estén a la altura de evitarlos nuevamente, que son los que nos merecemos los españoles. Es hora de superar la maldición de España, la guerra de los doscientos años, es necesaria la paz definitiva, es hora de que todos seamos españoles subiendo a la misma montaña, aunque lo hagamos por distintos caminos y en distintos tiempos, es hora de superar el absolutismo inútil y alcanzar definitivamente el relativismo auténtico de nuestra realidad común y diversa. Es hora de la reunión bajo la misma bandera.

Sin libertad, sin respeto, sin inteligencia, sin reflexión y prevención de reproducir los mismos errores, sin democracia real, no hay otro futuro que la declaración de un Estado de Alarma permanente para que los Gobiernos impongan su voluntad contra la voluntad del pueblo en un despotismo anacrónico e inadmisible.

Enrique Suárez

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