¡Que no sabrán los helenos de la política, que la inventaron!. Asistimos cada día a la tensión que proviene de la vieja Grecia. Europa no ha mirado tanto a la tierra de Pericles desde hace dos mil años. El problema es que mira sin ver, algo muy propio de las anteojeras que se han creado a propósito para la ocasión. Grecia se hace mirar, recordando que está ahí, siendo el Occidente más oriental de Europa. También Italia, España y Portugal, incluso Irlanda se hacen mirar. ¿Qué sería Europa sin los países que han formado sus cimientos más ancestrales en el pasado?.
La vieja Europa, en realidad es la Europa del Sur, si hoy existe una configuración cultural denominada Occidente se debe, fundamentalmente, a los países mencionados, que hoy conviven con otros de origen más calvinista, trabajadores organizados y disciplinados, que al fin y al cabo son los que cortan el bacalao: Alemania, Francia, Reino Unido, los países nórdicos y prácticamente los demás europeos, sin contar los del Este. Lo que ha venido denominándose la Europa del Norte.
Norte contra Sur, otra vez. En realidad, dos formas de entender la vida que confrontan con la realidad de distinta manera, una planificando el futuro para evitar imprevistos y otra, planificando la supervivencia cotidiana. Mientras no se resuelva esta frontera mental que nos separa y distingue, Europa tiene mal pronóstico.
Quizá sea hora de recordar que la política, al menos como se entiende en Occidente, surgió en Grecia. Y que sus primeras manifestaciones literarias se hicieron desde el teatro, de la mano de Eurípides, Aristófanes y Sófocles. Sus primeros cantos fueron poemas que mezclaron dioses con hombres y titanes. La mitología dio paso al logos cuando los griegos comprendieron que además de elevar plegarias a Zeus para que lloviera era aconsejable construir presas y aljibes por si acaso no escuchaba, ocupado en otras cosas, sus oraciones.
La política, tiene más semejanza con el teatro que con otra actividad humana cualquiera, es un juego de simulaciones y roles que se desempeña con genuina ambición de persuadir y convencer a los espectadores de que lo que está ocurriendo en el escenario es una representación emocionante y emocionada de la realidad. Algo de lo que nos habló Nietzsche cuando describió la tragedia de la deriva humana entre lo dionisiaco y lo apolíneo. La representación de máscaras (“hypócritas”) convierte en un carnaval el escenario, en el que los actores (políticos) se elevan sobre los coturnos (presencia permanente en nuestras vidas), por medio de los “megáfonos” (medios de comunicación) y sus disfraces variopintos, para redimirnos a todos en su catarsis de los males que nos asolan y asedian.
La representación política que tenemos en España y en otros países europeos, fundamentalmente del sur, en realidad representa más una obra de teatro de los políticos que los deseos y anhelos de los ciudadanos. Al contrario, la representación política de los países europeos del Norte si está relacionada con la democracia y el gobierno del pueblo, mucho menos con la representación teatral que someten los políticos del sur de Europa a los ciudadanos.
Y todos los conflictos, entre la Europa septentrional y meridional provienen de esta singular clave que explica que la democracia no es entendida de la misma forma por los ciudadanos de Hamburgo, Essex o Reims, que por los de Cádiz, Tarento o Kavala. Los del norte hacen de la política un instrumento para organizar sus vidas de la mejor forma posible, los del sur estamos condenados a asistir al espectáculo teatral que nos brindan los representantes políticos que nos hemos concedido, que nada tiene que ver con la democracia, sino con la demagogia más esperpéntica y aparatosa.
Mientras no sepamos convertir a los políticos de los países del sur de Europa en políticos como los que se conceden los ciudadanos del norte del continente, en nuestros empleados y limitar sus funciones al servicio público, estamos condenados a seguir asistiendo a ese magnífico espectáculo que nos brindan desde su hipocresía, subidos a sus coturnos y con sus bien amados megáfonos. Viven de ello, son los que tienen la capacidad de decidir que continúe el espectáculo; no tienen ninguna vocación de cambiar, así que tenemos teatro para rato. Ellos controlan nuestra vida desde el escenario, porque no asistimos, más que con engaño, a la representación de su obra pletórica de patetismo y sarcasmo. Como dijo Jean De la Bruyerre: "La vida es una tragedia para los que sienten, y una comedia para los que piensan." Es el carnaval de nuestros días.
Enrique Suárez