Recientemente se resolvió uno de los enigmas más apasionantes de la historia de Francia : ¿Murió realmente el hijo de Louis XVI y de Marie-Antoinette en la prisión del Temple después de haber sido encarcelado durante cuatro años en condiciones horrendas por los « héroes » de la Revolución francesa ?
Una larga y tozuda tradición literaria ha pretendido, durante dos siglos, que Louis XVII no habría muerto en cautiverio, pues habría sido sustituido por otro niño. Hubo incluso quien pretendió ser el heredero del trono de Francia, años más tarde, por ejemplo Naundorff, un relojero berlinés, quien llegara a París en 1833 y fuera reconocido por varios ex sirvientes de la familia real. Se trataba en realidad de un genial falsario, cuya vida había dedicado a la disimulación y al engaño. Lo expulsaron del país, y murió en los Países Bajos, no sin antes haber inventado un modelo de explosivo que utilizó el ejército holandés hasta 1918, bajo el nombre de “bomba borbón”.
Para bien o para mal, la ciencia está acabando con muchos mitos del pasado : el historiador Philippe Delorme ha demostrado que el niño de diez años martirizado que murió en su habitación-cárcel, el 8 de junio de 1795, exhausto, enfermo, irreconocible, era el hijo del rey guillotinado, gracias a unos análisis de ADN del corazón del Delfín, conservado en el “Escorial” francés de Saint-Denis, comparados con el código genético de unos cabellos de Marie-Antoinette.
De cierta forma, Louis XVII ha sido rey, sin haber reinado jamás: en efecto, su tío y futuro rey Louis XVIII (con la restauración de la monarquía, en 1814) lo proclamó desde el exilio titular de la Corona.
De hecho, la convergencia entre el deseo irracional de devolverle la vida al Infante por parte de los exiliados y la discreción avergonzada de los herederos de la Revolución acerca de ese crimen atroz desembocó en un halo de misterio que llegó hasta nuestros días.
Antes de dejarle morir, al pequeño Louis-Charles se le robó la infancia : le encerraron en una celda húmeda, sin contacto con el exterior, cuando sólo tenía seis años, pues había cometido el peor de los pecados: ser hijo del rey.
Un padre y rey bueno, según nos recuerda Albert Camus en L’Homme Révolté (1951), quien por aquellos años acumulaba los agravios contra la progresía: se negaba a ser comunista cuando todos los intelectuales franceses lo eran, con la excepción de Raymond Aron, y además denunciaba el sesgo totalitario y criminal de la segunda fase de la Revolución francesa, cuando las palabras de Clémenceau sonaban aun como el undécimo mandamiento: “La Révolution française est un BLOC” , lema y convicción recogidos por los historiadores marxistas de la cátedra de La Sorbona (Aulard, Mathiez, Lefebvre, Soboul) hasta que François Furet, a finales de los años 70, devolviera el terror revolucionario de 1793 a la historia, liberándolo de ataduras ideológicas y militantes.
Camus escribió esto, en un mundo y en una época donde sonaba como a blasfemia, a injuria, a reacción (“facha”, le hubieran gritado de haber nacido los iletrados neo-estalinistas de nuestra época):
“Es un escándalo repugnante el haber presentado como un gran momento de la historia el asesinato público de un hombre sano y bueno” (refiriéndose a Louis XVI).
Volviendo al hijo, al niño Louis XVII también se le robó el amor hacia sus padres: antes de dejarle morir, se le inculcó el odio contra los suyos, y se le convenció de que su madre le odiaba. Testificó contra ella, de buena fe y víctima, probablemente, del primer lavado de cerebro de la historia moderna, acusándola de incesto, auténtico motivo a la postre, de cara al pueblo, de la ejecución de Marie-Antoinette, inculpada oficialmente por alta traición.
Lo importante, y así lo entiende Camus cuando todavía era tabú criticar cualquier aspecto de la Revolución francesa en el ámbito universitario e intelectual francés, era matar al rey y a su familia como concepto: no por lo que hubiesen hecho, sino por lo que eran.
Saint-Just y Robespierre lo dejaron grabado en una cita sepulcral, que anunciaba otras masacres más contemporáneas, hijas legítimas de la madre de todas las revoluciones:
“Es necesario que el rey muera para que la Patria viva”.
Este anuncio de los crímenes contra la humanidad cometidos en el siglo veinte, en nombre del Bien, no era el producto de la ingestión de substancias que alterasen los sentidos, al contrario, los protagonistas de la “Terreur” eran más bien unos ascetas convencidos de llevar a cabo una misión filantrópica: Robespierre pensaba sinceramente que la propia existencia del rey, de su familia, de los aristócratas era un crimen.
Más cerca de nosotros, y acerca de los crímenes de la tiranía soviética, Vassili Grossman expresa en Vida y Destino, a través de uno de sus personajes, Ivanikov, su preocupación por “la fuerza implacable del bien social”.
De su experiencia en la Urss conserva una alergia por el Bien, por “el partido del Bien”, al cual opone la tenue luz de la viejecita que le da un pedazo de pan a un reo fugado, o el agua con la que el soldado alivia a su enemigo en el campo de batalla. A eso le llama bondad, enemiga del Bien.
Con esta mirada retrospectiva, hoy más que nunca, Louis XVII aparece como el niño mártir, el primero de la historia moderna, el jesús de los niños, el niño rey y primera víctima del totalitarismo que se gestó hace dos siglos, cuando la Revolución francesa se transformó, al cabo de unos meses, en una máquina de asesinar a los hombres en nombre de la Humanidad.
Quien así lo entendió en el siglo diecinueve fue quien por otra parte le diera identidad y protagonismo al niño en la literatura. En una de sus primeras composiciones, una oda, escribía esto acerca del Infante supliciado :
“Era un hermoso niño que huía de la Tierra
Su mirada azul traía del infortunio el signo austero
Sus rubios cabellos flotaban sobre sus pálidas mejillas
Y las vírgenes del Cielo, con sus cánticos de fiesta,
Con las palmas del mártir uncieron sobre su frente
La corona de los inocentes.”
El autor es… Victor Hugo, creador de Cosette y del magnífico Gavroche, niño de la calle en Los Miserables, muerto en las barricadas con una sonrisa en los labios.
Gavroche es, por esos vértigos que nos ofrecen los encuentros insólitos de la historia y la literatura, el Luís 17 del pueblo, y con ambos irrumpe la inocencia del individuo indefenso frente a la maquinaria totalitaria que nos quiere imponer el bien, aunque deba matarnos por ello.
Dante Pombo de Alvear