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lunes, 9 de marzo de 2009

Abajo los de arriba

Decía el escritor francés André Gide, que el mundo podía dividirse en dos categorías de personas en relación a su posicionamiento ante el devenir de los tiempos: los crustáceos y los sutiles; los primeros, empeñados en seguir viviendo según normas caducadas, mientras los sutiles tratan de adaptar las normas al tiempo en el que viven. Nada dejó escrito sobre el “ultrasutilismo” (modernismo, progresismo), que representa ese afán innovador que invade nuestro país, que más recuerda al nihilismo que a la sublimación, por su puesta en escena que nos trae a la memoria los desaguisados y ademanes de “El Incorruptible”.

Triunfar en unas elecciones democráticas, concede a los elegidos la facultad de cambiar algunas cosas en la sociedad, algunas leyes en la política, algunas cuestiones culturales. Hasta ahora había sido así en España. Pero para cualquier ciudadano occidental, resulta inaceptable que, tras un triunfo electoral, el mandatario elegido por su pueblo se convierta de pronto en Luis XIV, aquel que decía que el Estado era él, o en su sucesor Napoleón, que trató de convertir Europa a su causa de progreso, imponiendo un afrancesamiento de la realidad, por la razón o por las armas, que es otra forma de razonar. Estas actitudes, que imponen reglas de relación y convivencia de forma radical, se conoce en política como despotismo y denota muy poco respeto por el criterio propio y la libertad de los gobernados. Si se fundamenta en el conocimiento, se le puede añadir el adjetivo de ilustrado, pero si se fundamenta en el desconocimiento y la mendacidad, deriva en una simple forma de tiranía.

El mandato representacional tiene límites, que el ocupante actual de La Moncloa desconoce –tras demostrar su incapacidad para gobernar por los errores cometidos- con alegría. Todos los Presidentes de Gobierno españoles, incluido el Felipe González del cambio, respetaron el aserto de restricción del poder y trataron de ceñirse a la Constitución. La aceleración intempestiva con que Rodríguez Zapatero pretende elevar nuestra sociedad a las cotas de su delirio, excede todos los criterios de mesura y sobrecoge por sus excesos. Bien parece que, en vez de pretender transformar la realidad que es lo que sugiere cuando habla, quisiera derribar lo existente, para utilizar los escombros de las ruinas y el solar resultante, en la construcción de un cenotafio para su gloria pretérita con alguna empresa constructora amistosa.

Cuando las crónicas se hagan historia

Estoy seguro de que cuando pase suficiente tiempo para que las crónicas se transformen en historia, habrá muchas más páginas dedicadas a sus destrozos que a sus logros. Porque en realidad, sin entrar en una cuestión valorativa de la bondad de sus aportaciones, analizando exclusivamente el proceso de transformación social que ha impuesto, la política de Zapatero reúne en la habilidad que le caracteriza, lo peor del Antiguo Régimen y lo peor del periodo revolucionario que acabó con él. Nadie en la historia occidental ha sido capaz de reunir tantos errores en un periodo legislativo y sucederse a sí mismo; quien no terminó en la guillotina, lo hizo en el exilio de una isla distante. Y esa es la grandeza de la política de Zapatero, que mide con cada decisión la paciencia de los ciudadanos ante sus barbaridades políticas, como en la época convulsa que dio lugar a la aparición de los “termidorianos”.

La política de Zapatero recuerda a los comics de superhéroes, que apelando a una condición propia inusitada, transformaban el mundo a su alrededor. Pero Zapatero no es un superhéroe, aunque estoy seguro de que le encantaría serlo. Como tampoco lo es Garzón, el Fouché necesario de cualquier representación teatral de la política. Y ésto tiene como consecuencia que, en vez de concluir sus hazañas en prodigio o maravilla, terminen en chapuza y ridículo para vergüenza del autor y sarcasmo de la audiencia.

El presidente Zapatero y su corte de “cejeros” desconocen lo que es España, pero saben perfectamente cómo utilizar la propaganda para convencer a los españoles de la bondad de sus intenciones, para gobernar para el pueblo pero sin el pueblo.
Cuando nos acercamos a los 4 millones de parados, el Gobierno habla de políticas sociales de apoyo a los trabajadores; cuando hay una oportunidad histórica de cambiar las políticas fósiles del nacionalismo en Euskadi, Patxi López nos dice que en su Gobierno habrá representantes de la sensibilidad nacionalista –teniendo en cuenta que los apoyos que le permitirán ser Lehendakari son los del PP-. Ante la crisis sin precedentes que nos asola, Zapatero dijo que no sería para tanto porque España era el país occidental mejor preparado para afrontarla, hoy podemos comprobar que somos el único país occidental, absolutamente desarmado y rendido, sin una sola idea para resolver nuestra situación en su gobierno.

Antes de la estampida

Al Presidente del Gobierno sabemos que le gusta la tensión, que la gente le critique, porque así obliga a los que le apoyan a ensalzarle y cohesionarse aún más su alrededor, esto denota el profundo desprecio que tiene por los ciudadanos, especialmente por sus seguidores, a los que considera una masa informe de cuerpos sin cerebro dispuestos a acompañarle al mismo infierno si lo reclama. Esa actitud mesiánica de convertir al gobierno en cerebro colectivo de una masa ciudadana, tan característica de los soñadores más inmaduros y de los tiranos, anuncia ineludiblemente el comienzo de su final.

Aunque es cierto que a la masa se la estimula con bajas intenciones, como se puede comprobar en los programas televisados de nuestra época, que la envidia no es sana y hay muchos que disfruta cuando ven a los “privilegiados” –en muchas ocasiones con todo el merecimiento- cayendo en la misma poza de miseria de los que por falta de criterio propio son incapaces de librarse de su fortuna y culpan a las circunstancias de su mala suerte. Hay muchos ciudadanos que votan a Zapatero porque en realidad odian a sus jefes o a sus vecinos, y esa es la España que estimula este malandrín, la de los bajos instintos, la formada por aquellos que incapaces de ascender por sus propios medios en la vida, para zafarse de la mezquindad que la inunda, disfrutan contemplando como los que han ascendido en la escala social lo han hecho “ con trampas y malas artes”.

El camaleonismo de Zapatero es meritorio, porque perteneciendo a la élite de una capital de provincia española, parece que estuvo toda su vida trabajando en una mina, una obra o un restaurante. Por eso a muchos españoles que le han votado, les parece uno de los suyos, cuando en realidad es un profesional de la comunicación y la propaganda más zafia, que les ha vendido un cuento, ofreciéndoles cambiar su realidad miserable sin esfuerzo alguno, sin mérito, sin motivaciones por el solo hecho de votarle. Su foto finish es la de alguien que prometiendo pleno empleo al concluir la presente legislatura, ha conseguido que el país que representa haya alcanzado las cotas de paro más elevadas de Europa, y las más elevadas en la historia reciente de nuestro país.

Por qué el progresismo de Zapatero se rige por el principio fundamental del socialismo, que consiste en utilizar el poder para colocar a los suyos desde el sectarismo más inicuo, mientras que se muestran los pecados de los “supuestos usurpadores” que han mantenido hasta entonces el bienestar de todos. Su revolución ha consistido en negar la sociedad que se fundamenta en el reconocimiento de los privilegios y de las sanciones cuando son merecidos, para conceder beneficios y prebendas a los que no han hecho nada más que mirarse el ombligo, malgastar su existencia y quejarse de su mala fortuna.


España no es ésto

Ese es el hecho diferencial de la crisis que tenemos en España, que en las estructuras de gestión hay inútiles apoyados de forma sectaria, que han desplazado de las decisiones a quienes tenían criterio para la acción y la gestión eficaz, y que en sus huestes electorales reúne a la inmensa mayoría de los españoles que no han dado palo al agua en su vida, pero han cumplido con lealtad con acudir a las urnas cada cuatro años –ese es su trabajo más importante-, para apoyar a la humana providencia del Estado benefactor que les procurara asistencia miserable hasta la siguiente legislatura, en forma de trabajos sociales, ayudas regulares, y lo que sea necesario, convirtiéndolos en ganado estabulado.

Evidentemente está claro quién va a pagar la crisis en España, los que trabajan, los que se esfuerzan, los que cumplen, los que luchan por mejorar su vida, y los que han sufrido para alcanzar su bienestar. Y también está claro quienes se van a beneficiar de ella, los que han trincado, los que no han dado palo al agua, los que maldicen su existencia, los que piensan que otros están mejor que ellos gracias exclusivamente a la fortuna, y que consideran que la igualdad es que no haya nadie que disfrute de privilegios aunque se los merezca. Ese justicialismo inepto que caracteriza el discurso de personajes como Chávez, Castro, o Morales, es el que nos espera a los españoles.

Nunca llovió que no escampara

Sin duda, el final de Zapatero correlacionará con el declive económico y laboral de nuestro país, con la tremenda injusticia de premiar a los más ineptos y castigar a los que se esfuerzan; será triste ver en los próximos años como nuestros hijos no podrán alcanzar las cotas de bienestar que nosotros hemos logrado por mucho que se esfuercen, gracias a la mendacidad de unos inefables sin sustancia, beneficiados por la insólita estupidez de sus propias víctimas, y elevados a la gloria desde la más absoluta miseria mental y la propaganda, que ha vendido los frutos del progreso, cuando en realidad sembraba las semillas de la recesión.

Pero por mucho daño que nos haga la crisis económica, aún será mayor el que nos hará la “reeducación miserable” a que nos ha sometido el elenco gubernamental, en la que siguiendo el principio marxista de que de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad, ha buscado convertirnos en una sociedad uniforme, patética y quebrada mentalmente.

La cuestión definitiva para los españoles ya no será si esforzarse o no esforzarse por mejorar su vida y consecuentemente las de los demás, sino algo mucho más sutil: esforzarse, ¿para qué?, porque para mantener inútiles, incapaces y vagos, beneficiándose del esfuerzo ajeno por su propia negligencia va a esforzarse otro.
Probablemente la democracia sea un cuento para explotarte, así que vamos a disfrutar de la vida, que estoy absolutamente seguro de que los que saben esforzarse, también sabrán recoger lo mejor de la vida si trabajan menos y disfrutan más.

Vamos a darle la vuelta a la tostada. Que inventen ellos, que hagan empresas ellos, que creen riqueza ellos, que produzcan cultura ellos, y que creen puestos de trabajo sociales ellos y por supuesto, que defiendan la España que les mantiene, ellos también, por la cuenta que les tiene, que otro país nunca les hubiera concedido tanto por tan poco como han hecho por él y por lo mucho que han hecho contra él.

La venganza de los creadores, de los que creen en sí mismos, de los que se esfuerzan siempre termina aplastando la pusilanimidad de los bondadosos creyentes que se benefician extraordinariamente de su soberana estupidez, y que son incapaces de gestionar sus propias vidas y esperan que el Estado les sostenga, en su dependencia inevitable.

A partir de ahora vienen tiempos difíciles, cada palo tendrá que aguantar su vela, y cuando alguien tenga problemas que acuda a su sindicato a quejarse, le escriba a Zapatero a La Moncloa para preguntar que hay de lo suyo, y que se harte de paciencia y esperanza. Bien está que se regule la ley del más fuerte, pero no para establecer la tiranía del más débil, que en muchas ocasiones coincide con los más aprovechados ventajistas.


Biante de Priena

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