Recientemente, el Premio Príncipe de Asturias Zygmunt Bauman,
sociólogo perenne, nos hablaba de la disgregación existente entre el poder y la política en la época actual, una condición que se encuentra presente en la raíz
de los problemas representativos vigentes.
Una sociedad intercomunicada como la del siglo XXI abjura
cada día más de una intermediación entre sus deseos y voluntad y los hechos de
poder establecidos por los representantes políticos que forman los órganos de
decisión. Realmente Poder y Política, al contrario de lo que la mayoría de la
gente pueda pensar no son términos que se encuentren en correlación absoluta,
sino relativa y parcial, en todas las comunidades democráticas de las sociedades
avanzadas.
Quizás el factor más importante para que tal cosa ocurra ha
sido el paulatino secuestro de la democracia por el poder político, en
particular, por las instituciones representativas reconocidas como partidos
políticos. Los partidos políticos son intermediarios entre la voluntad
popular y el ejercicio del poder, pero también son organizaciones de poder en
sí mismas, en la mayoría de las ocasiones ajenas a la democracia, que sólo
sirve de envoltorio a las decisiones de autoridad que provienen de sus respectivas
direcciones políticas.
En la Antigua Grecia, origen de la democracia, no estaban
permitidos los partidos políticos porque se consideraban instrumentos de
presión sectaria que buscaban esencialmente sus propios intereses y la
acumulación de privilegios para sus miembros, ajenos a los intereses generales de los
ciudadanos.
La relación entre política y poder ha sufrido aproximaciones
y alejamientos a lo largo de la historia, mientras Platón y Aristóteles
consideraban que la política consistía en encontrar la mejor forma de Gobierno
(poder) que facilitara la felicidad a los ciudadanos, en la Edad Media, Nicolás
Maquiavelo consideró que el fin de la política era el logro del poder y su
perpetuación en él. Aquí surge la disgregación, porque desde entonces poder y
política corresponden a epistemes diferentes, el poder se mide en términos de
acumulación de recursos, mientras que la política lo hace en términos de
convicción a los ciudadanos. En los albores de la ilustración la política se
conforma en torno a dos grandes ideas fuerza, la voluntad general de Rousseau y
el contrato social entre gobernados y gobernantes, y la aparición del Estado de
Hobbes, con la condición de súbditos para los ciudadanos y la de soberano para
el Rey. También aparece la división de poderes, ejecutivo, legislativo y
judicial (Montesquieu) y las diversas funciones del Estado (Locke).
El Poder se asocia desde entonces al Estado y la política se
convierte en intermediario entre la sociedad civil y el Estado. Mientras que los partidos
políticos inician el despojo político de la sociedad civil, desposeyéndola de
cualquier otro poder que su soberanía o función legitimadora. La democracia se
convierte en despotismo, el gobierno del pueblo y para el pueblo, pero sin el
pueblo.
En busca de la isocracia
Como Max Weber, Robert Michels y Gaetano Mosca, nos explican,
entre otros muchos como el poder se va acumulando en unas determinadas élites
administrativas que acotan todas las funciones del Estado, surge de esta forma
una emulación de casta poderosa que se apropia de todos los órganos de poder y
las instituciones desde las que se ejerce y arrebata a los ciudadanos cualquier
decisión sobre su destino. Los ciudadanos sólo pueden votar desde entonces por
aquellos que deciden desde las jefaturas de los partidos, para que hagan lo que
les prometen hacer y que evidentemente no hacen. La política a su vez se va
cerrando exclusivamente a la representación política ejercida desde los
partidos políticos, quedando los ciudadanos desterrados de tomar decisiones
sobre sus vidas, obras y futuro, que sólo quedan en manos de los políticos.
La democracia secuestrada por los partidos políticos se
convierte en un magnífico instrumento de poder, cuando en su origen había sido
precisamente lo contrario, un instrumento de control del poder y su acumulación
en un grupo reducido de personas, que hacen las leyes para su propio
autocontrol, toman las decisiones para su aforamiento y limitan el ejercicio de
la justicia en función de sus intereses.
Prácticamente esa es la democracia que disfrutamos hoy en
día, una mezcla de demagogia y despotismo, una farsa, una pantomima, donde ha desaparecido la isocracia (igualdad
entre gobernantes y gobernados), la isonomia (igualdad ante las leyes) y la
isegoría (igualdad entre todos los ciudadanos para hablar a la asamblea). No
puede haber democracia cuando todos los elegibles surgen desde el poder y sólo
pueden ser ratificados o no, por los electores, porque el sufragio universal,
libre y directo deviene en alguna forma de sufragio censitario, donde sólo
aquellos que forman parte de los partidos políticos y reciben la bendición del
poder de sus jefes pueden ser elegibles y aquellos que los alzan al poder sólo
pueden decidir sobre lo que ya han decidido otros desde el poder.
La única cuestión a dirimir en un futuro inmediato, es cuánto
tiempo le queda de vida a este sistema democrático degradado desde el poder, en
el que siempre los mismos van cambiando de manos el poder, y los privilegios y
beneficios que le acompañan, ante la atónita mirada de aquellos que sólo
tenemos como función cívica pagarles el espectáculo para que se sigan riendo de
nosotros, acusándonos de no ser buenos ciudadanos si no aceptamos su
usurpación, impostura y detentación como la única opción posible de
representación política. Creo que va siendo hora de civilizar al poder político, porque la representación política podía ser válida en sociedades analfabetas e incomunicadas, pero es un auténtico anacronismo en sociedades intercomunicadas de forma instantánea y con numerosos ciudadanos que tienen posiblemente mayor formación intelectual y recursos, que aquellos que les representan.
Enrique Suárez