Quién conoció a Adolfo Suárez sabrá de lo que hablo y quien
no le conoció lo sabrá muy pronto, porque tras su muerte ríos de tinta le
acompañarán en su transición hacia el otro mundo, donde se hablará del hombre
de Estado, del primer Presidente de Gobierno de la democracia que actualmente
vivimos en España, de su papel en el 23-F, de lo que hizo bien y de lo que hizo
mal, pero no se hablará del ser humano, o se hablará mucho menos.
Adolfo Suárez era un ser humano, tan sólo un ser humano, nada
más que un ser humano, atrapado en una circunstancia histórica de la que
dependían muchos millones de españoles; su deber y vocación era llevar la nave de
los españoles por un mar repleto de peligros, hasta aguas tranquilas de una paz duradera, como Ulises con los
argonautas atravesó el estrecho entre Escila y Caribdis, hasta el océano de la libertad. Como un Moisés bíblico supo conducir a su pueblo a una tierra prometida. Creo que lo hizo con dosis ponderadas de inteligencia,
tolerancia, astucia, coraje y prudencia.
Fue el personaje histórico más importante de nuestra
democracia, ni el Rey puede hacerle sombra, ni por supuesto ninguno de los que
le acompañaron en el tránsito o le sucedieron. Sabía que este país dependía más de el que de ningún otro para alcanzar las aguas tranquilas de la paz y no
declinó su responsabilidad.
Nos prometió lo que pudo, no lo que nos podía
prometer, para no cumplirlo, al contrario de todos los que vinieron detrás. Nos invitó a
conocernos y a unirnos, a formar un pueblo donde el sentido común prevaleciera
sobre los egoísmos particulares y los sectarismos de grupo. Sin duda, fue un
demócrata y si no lo fue más, se debió a que los enemigos de la democracia se
lo impidieron con todas las trampas y estrategias que urdieron para derrocarlo
y derrotarlo.
Mientras Adolfo Suárez fue presidente, nadie se quedó sin
voz, nadie que tuviera que decir algo, la ley era común para todos y la
cohesión un objetivo. Era un hombre que escuchaba con atención a quienes le
rodeaban y que sabía que pensaba el pueblo que representaba y lo que quería,
pero también sabía aquello que se podía lograr y aquello que no podía
alcanzarse en aquellos momentos. Decidió dialogar, decidió ser demócrata,
decidió consensuar, decidió ser ecuánime, decidió avanzar.
Un día, cuando todos éramos más jóvenes, me correspondió ser,
por motivos del destino, quien se encargara de procurarle su cena: una tortilla
francesa y un paquete de ducados. Cuando se la dejé sobre la mesa de aquel
pequeño despacho rodeado de papeles, en la sede provincial de un pequeño
partido donde había congregado a sus seguidores para volver a intentarlo, me
miró y me dio las gracias.
Fue la oportunidad que tuve en mi vida de poder dialogar con
él, pero ni lo intenté, no era el momento, sólo en tres ocasiones en mi vida me
ha ocurrido algo así: estar con alguien, quedarte callado, observar la historia
viva en persona, no interrumpir y alejarte discretamente para que siga su
camino.
Esa experiencia siempre me ha recordado los versos de un
poeta chino, Li Po, cuando dijo: “me gusta ir a la montaña, sentarme, dejar que
pase el tiempo, hasta que sólo quede la montaña”. La de Adolfo Suárez fue convertirse en el prínceps
inter pares de España, siendo un español más, nada más y nada menos. La mía,
acercarme a él con una tortilla francesa y un paquete de ducados y saber
alejarme discretamente de la historia que seguía su curso, entre la mitología y
la realidad. Aquel día me dormí pensando que la tortilla francesa le hubiera satisfecho y que el paquete de
ducados le hubiera servido para seguir su rumbo, porque a veces las cosas más
simples también son necesarias para que la leyenda siga su destino.
Gracias Presidente por todo, siento tu marcha, pero los
héroes deben morir para vivir eternamente el corazón de aquellos que les
conocieron, y de los que fueron llegando después.
Enrique Suárez