"...la utopía niega la complejidad de las profundidades humanas: decir que la libertad principal es la libertad sexual es tan estúpido como “haz el amor y no la guerra”, aunque más inexcusable en Moncloa 2007 que en Woodstock 1969. En la utopía zoroloprogre, el hombre es sencillo, sano, sólo piensa en follar y eso es bueno, pues lo malo es que en esta sociedad se le persigue, pobrecito, se le discrimina, se le impide vivir a su aire. La utopía es la forma de pensar de una época atormentada por la nostalgia idílica. Asistimos a un nuevo analfabetismo existencial, que niega y rechaza, en su ceguera, la fuerza, la riqueza, la potencia de lo que nuestros sabios, como un eco, nos repiten desde la noche de tiempos remotos: que la utopía es la negación del hombre y de la tragedia de su vida."
La ministrilla de Kultura ha encabezado la manifestación "Europride 2007" junto a Gaspar Llamazares, Cándido Méndez, José María Fidalgo y Pedro Zerolo. Carmen Calvo dijo sentirse orgullosa de que Madrid se convierta con esta marcha en la "capital de Europa" y reciba a extranjeros para celebrar la que es, en su opinión, la principal libertad de una persona: la libertad sexual.
Y en efecto, ha sido la capital del orgullo gay y de la reivindicación de la liberación sexual, con un entusiasmo a destiempo, cuando en otras capitales europeas, en países democráticamente más maduros, se ha celebrado ese día de forma comedida y más discreta.
Si en su famoso diario, aquel inglés de la Alpujarra describió una sociedad rural sumergida en el pasado, muchos años después un observador lúcido de la España superficial y postmoderna que triunfa hoy sólo puede percibir "décalage,", atraso e ignorancia. Que España sea hoy el estandarte del discurso liberador de la sexualidad y de la comunidad del goce es un reflejo de la mediocridad y del conformismo de sus élites políticas, cuya progresía se ha quedado estancada en los años 60.
Ninguna de las mutaciones profundas de las sociedades avanzadas, en estos últimos cuarenta años, ha hecho mella en los revolucionarios del colesterol y sus aventajados discípulos.
En lugares menos provincianos que nuestra sociedad de pandereta pesoista, es interesante ver cómo libertarios y conservadores van de la mano a la hora de cuestionar el infantil regocijo del orgullo gay. «¿Orgullo por qué? Yo no estoy orgulloso de ser gay», se oye decir a bastantes homosexuales durante estos festejos. «Tampoco estoy orgulloso de ser castaño, manchego, miope», se añade, como nos lo recuerda Javier Montes en su reciente artículo, “Des-vergüenza gay”, cuando denuncia con acierto la pedantería progre, "ese prurito de hablar con absoluta propiedad de lo que uno es".
A quienes, junto a la iletrada y risueña ministra, piensan que “la principal libertad de una persona es la libertad sexual”, les quiero hablar del amor y la utopía.
Hace ya diez años, Alain Finkielkraut y Pascal Bruckner publicaron El nuevo desorden amoroso. Se trata de un libro premonitorio de la incorrección política e ideológica de quienes se estaban convirtiendo en los pensadores contemporáneos de lengua francesa más interesantes e irritantes. Tampoco consistía en criticar, desde una perspectiva conservadora o moral, la “liberación sexual”, sino de cuestionar y rebatir los principios y postulados de su retórica.
De hecho, es un libro contra todos los puritanismos y sus avatares postmodernos, demoledor de los esquemas de cierto discurso sobre la sexualidad.
Con vehemencia e impertinencia, alternan en él un riguroso análisis y muchas provocaciones extremas, todo sea contra los molinos de la tendencia normalizadora, y por ende totalitaria de las teorías sexólogicas que sólo pretenden imponer un modelo en detrimento de otro(s).
Lo que pretendía la revolución sexual, (hace cuarenta años, ministrilla de cuota), era promover la comunidad del placer. Frente a esa percepción incongruente de la existencia, nuestros autores adoptan una posición hostil al ideal revolucionario. Para estos contradictores, resultaba ya totalmente absurdo (hace 10 años, ministrilla) presumir de cierta idea del desorden amoroso, cierta idea de la vida y cierta idea de la revolución.
Dicho de otra forma: contra los nuevos conformismos de zerolos y criptofeministas, se trata de combatir la politización del amor, desde una perspectiva fenomenológica, porque en el amor hay una realidad propia, un anacronismo fundamental; una dimensión irrepetible, sorprendente, maravillosa e individual, no de la vida de todos, sino de la vida de cada uno.
De hecho, los principios políticos con los que convivimos son los de la libertad, la igualdad, la fraternidad, la solidaridad. El amor, al contrario, es esclavizante, injusto y desigual. Vivir una pasión, una gran experiencia amorosa es por consiguiente combatir de facto los principios democráticos de nuestra sociedad. Se vive una maravillosa experiencia no democrática.
Si se olvida algo tan fundamental, se proyectan en la realidad amorosa conceptos que le son ajenos. Por ese motivo, los programas políticos en nombre del amor son una herejía y una sinrazón.
Se puede ir más lejos: todos los ideales revolucionarios, grandes y pequeños, todas las formas alternativas de existencia, todas las utopías se basan en la nostalgia del idilio. El problema es que el amor es una experiencia anti-idílica: o se está en la utopía, o se está en el amor. Meter la utopía en el amor es desarmarlo y “desalmarlo”, amputándole su voluptuosidad irrepetible.
En esas condiciones, ¿cómo tratar el cambio amoroso fuera del cambio social? En primer lugar, aceptando, contra todos los mandamientos de la progresía, la necesidad de concebir la multiplicidad del mundo pasional. Se quiso hace ya casi cincuenta años (cincuenta años, ministrilla) defender la libertad de las minorías sexuales. Pero se ha desarrollado, a posteriori, y con más fuerza en las sociedades europeas menos avanzadas como la española, un discurso pseudofilosófico exclusivamente liberador. Es peligroso, por ser una construcción falsa y artificial, ya que el amor es reacio a la libertad.
La utopía puede ser criminal, pues encierra una convicción que consiste en responsabilizar a la sociedad de todas las vicisitudes de la existencia. Paul Ricoeur, por ejemplo, decía que en el mundo se habla casi siempre del goce y del placer, cuando lo que es central en la vida es el sufrimiento. En realidad y para ser exactos, el discurso utópico si asume que el sufrimiento es central, pero como producto de un complot contra la vida, de la deficiente organización social o de la malvada historia humana; presupone que, siendo una anomalía, el sufrimiento puede ser derrotado por nuevos amaneceres de hombres libres caminando cara al sol.
Este rousseauismo parte de una negación absoluta, ingenua y fanática de elementos determinantes de la existencia. Todas las utopías se reclaman del amor cuando el amor es ante todo resistencia contra la utopía. En el amor hay sufrimiento, maldad, violencia, fealdad en nada imputables a la sociedad, sino al contrario, fruto específico y exclusivo de cada una de las personas que lo experimenta, de forma inédita y singular.
Finalmente, la utopía niega la complejidad de las profundidades humanas: decir que la libertad principal es la libertad sexual es tan estúpido como “haz el amor y no la guerra”, aunque más inexcusable en Moncloa 2007 que en Woodstock 1969. En la utopía zoroloprogre, el hombre es sencillo, sano, sólo piensa en follar y eso es bueno, pues lo malo es que en esta sociedad se le persigue, pobrecito, se le discrimina, se le impide vivir a su aire. La utopía es la forma de pensar de una época atormentada por la nostalgia idílica. Asistimos a un nuevo analfabetismo existencial, que niega y rechaza, en su ceguera, la fuerza, la riqueza, la potencia de lo que nuestros sabios, como un eco, nos repiten desde la noche de tiempos remotos: que la utopía es la negación del hombre y de la tragedia de su vida.
Lo que la autosatisfecha y doctrinaria ministrilla ignora es que gozar y sufrir son lo mismo, tal y como lo demuestran ríctus equívocos de flagelaciones y orgasmos. Amar a alguien es depender de él, sentirse poseído y no querer que se me escape. Es una experiencia muy penosa, y extremadamente feliz. Se está a mil años de la utopía, basada en el antagonismo absurdo e imbécil entre placer y sufrimiento, es decir en la ocultación de la realidad.
Dante Pombo de Alvear, Crónicas liberales
La ministrilla de Kultura ha encabezado la manifestación "Europride 2007" junto a Gaspar Llamazares, Cándido Méndez, José María Fidalgo y Pedro Zerolo. Carmen Calvo dijo sentirse orgullosa de que Madrid se convierta con esta marcha en la "capital de Europa" y reciba a extranjeros para celebrar la que es, en su opinión, la principal libertad de una persona: la libertad sexual.
Y en efecto, ha sido la capital del orgullo gay y de la reivindicación de la liberación sexual, con un entusiasmo a destiempo, cuando en otras capitales europeas, en países democráticamente más maduros, se ha celebrado ese día de forma comedida y más discreta.
Si en su famoso diario, aquel inglés de la Alpujarra describió una sociedad rural sumergida en el pasado, muchos años después un observador lúcido de la España superficial y postmoderna que triunfa hoy sólo puede percibir "décalage,", atraso e ignorancia. Que España sea hoy el estandarte del discurso liberador de la sexualidad y de la comunidad del goce es un reflejo de la mediocridad y del conformismo de sus élites políticas, cuya progresía se ha quedado estancada en los años 60.
Ninguna de las mutaciones profundas de las sociedades avanzadas, en estos últimos cuarenta años, ha hecho mella en los revolucionarios del colesterol y sus aventajados discípulos.
En lugares menos provincianos que nuestra sociedad de pandereta pesoista, es interesante ver cómo libertarios y conservadores van de la mano a la hora de cuestionar el infantil regocijo del orgullo gay. «¿Orgullo por qué? Yo no estoy orgulloso de ser gay», se oye decir a bastantes homosexuales durante estos festejos. «Tampoco estoy orgulloso de ser castaño, manchego, miope», se añade, como nos lo recuerda Javier Montes en su reciente artículo, “Des-vergüenza gay”, cuando denuncia con acierto la pedantería progre, "ese prurito de hablar con absoluta propiedad de lo que uno es".
A quienes, junto a la iletrada y risueña ministra, piensan que “la principal libertad de una persona es la libertad sexual”, les quiero hablar del amor y la utopía.
Hace ya diez años, Alain Finkielkraut y Pascal Bruckner publicaron El nuevo desorden amoroso. Se trata de un libro premonitorio de la incorrección política e ideológica de quienes se estaban convirtiendo en los pensadores contemporáneos de lengua francesa más interesantes e irritantes. Tampoco consistía en criticar, desde una perspectiva conservadora o moral, la “liberación sexual”, sino de cuestionar y rebatir los principios y postulados de su retórica.
De hecho, es un libro contra todos los puritanismos y sus avatares postmodernos, demoledor de los esquemas de cierto discurso sobre la sexualidad.
Con vehemencia e impertinencia, alternan en él un riguroso análisis y muchas provocaciones extremas, todo sea contra los molinos de la tendencia normalizadora, y por ende totalitaria de las teorías sexólogicas que sólo pretenden imponer un modelo en detrimento de otro(s).
Lo que pretendía la revolución sexual, (hace cuarenta años, ministrilla de cuota), era promover la comunidad del placer. Frente a esa percepción incongruente de la existencia, nuestros autores adoptan una posición hostil al ideal revolucionario. Para estos contradictores, resultaba ya totalmente absurdo (hace 10 años, ministrilla) presumir de cierta idea del desorden amoroso, cierta idea de la vida y cierta idea de la revolución.
Dicho de otra forma: contra los nuevos conformismos de zerolos y criptofeministas, se trata de combatir la politización del amor, desde una perspectiva fenomenológica, porque en el amor hay una realidad propia, un anacronismo fundamental; una dimensión irrepetible, sorprendente, maravillosa e individual, no de la vida de todos, sino de la vida de cada uno.
De hecho, los principios políticos con los que convivimos son los de la libertad, la igualdad, la fraternidad, la solidaridad. El amor, al contrario, es esclavizante, injusto y desigual. Vivir una pasión, una gran experiencia amorosa es por consiguiente combatir de facto los principios democráticos de nuestra sociedad. Se vive una maravillosa experiencia no democrática.
Si se olvida algo tan fundamental, se proyectan en la realidad amorosa conceptos que le son ajenos. Por ese motivo, los programas políticos en nombre del amor son una herejía y una sinrazón.
Se puede ir más lejos: todos los ideales revolucionarios, grandes y pequeños, todas las formas alternativas de existencia, todas las utopías se basan en la nostalgia del idilio. El problema es que el amor es una experiencia anti-idílica: o se está en la utopía, o se está en el amor. Meter la utopía en el amor es desarmarlo y “desalmarlo”, amputándole su voluptuosidad irrepetible.
En esas condiciones, ¿cómo tratar el cambio amoroso fuera del cambio social? En primer lugar, aceptando, contra todos los mandamientos de la progresía, la necesidad de concebir la multiplicidad del mundo pasional. Se quiso hace ya casi cincuenta años (cincuenta años, ministrilla) defender la libertad de las minorías sexuales. Pero se ha desarrollado, a posteriori, y con más fuerza en las sociedades europeas menos avanzadas como la española, un discurso pseudofilosófico exclusivamente liberador. Es peligroso, por ser una construcción falsa y artificial, ya que el amor es reacio a la libertad.
La utopía puede ser criminal, pues encierra una convicción que consiste en responsabilizar a la sociedad de todas las vicisitudes de la existencia. Paul Ricoeur, por ejemplo, decía que en el mundo se habla casi siempre del goce y del placer, cuando lo que es central en la vida es el sufrimiento. En realidad y para ser exactos, el discurso utópico si asume que el sufrimiento es central, pero como producto de un complot contra la vida, de la deficiente organización social o de la malvada historia humana; presupone que, siendo una anomalía, el sufrimiento puede ser derrotado por nuevos amaneceres de hombres libres caminando cara al sol.
Este rousseauismo parte de una negación absoluta, ingenua y fanática de elementos determinantes de la existencia. Todas las utopías se reclaman del amor cuando el amor es ante todo resistencia contra la utopía. En el amor hay sufrimiento, maldad, violencia, fealdad en nada imputables a la sociedad, sino al contrario, fruto específico y exclusivo de cada una de las personas que lo experimenta, de forma inédita y singular.
Finalmente, la utopía niega la complejidad de las profundidades humanas: decir que la libertad principal es la libertad sexual es tan estúpido como “haz el amor y no la guerra”, aunque más inexcusable en Moncloa 2007 que en Woodstock 1969. En la utopía zoroloprogre, el hombre es sencillo, sano, sólo piensa en follar y eso es bueno, pues lo malo es que en esta sociedad se le persigue, pobrecito, se le discrimina, se le impide vivir a su aire. La utopía es la forma de pensar de una época atormentada por la nostalgia idílica. Asistimos a un nuevo analfabetismo existencial, que niega y rechaza, en su ceguera, la fuerza, la riqueza, la potencia de lo que nuestros sabios, como un eco, nos repiten desde la noche de tiempos remotos: que la utopía es la negación del hombre y de la tragedia de su vida.
Lo que la autosatisfecha y doctrinaria ministrilla ignora es que gozar y sufrir son lo mismo, tal y como lo demuestran ríctus equívocos de flagelaciones y orgasmos. Amar a alguien es depender de él, sentirse poseído y no querer que se me escape. Es una experiencia muy penosa, y extremadamente feliz. Se está a mil años de la utopía, basada en el antagonismo absurdo e imbécil entre placer y sufrimiento, es decir en la ocultación de la realidad.
Dante Pombo de Alvear, Crónicas liberales
1 comentario:
Orgullo gay?, menuda estupidez.Yo no me siento orgullosa de ser heterosexual,blanca,zurda, patilarga y no sé cuantas cosas mas. Otra cosas muy distinta son las cosas que con mi esfuerzo consigo, eso sí, y cuanto mayor es el esfuerzo, mayor es el orgullo, pero no por ello voy montando "espéctaculos", por la calle, ni yo ni muchas personas de mi misma condición. No es necesario y en el caso que nos ocupa, creo que tampoco lo es. Orgullo por lo que han coseguido, que no ha sido fácil, pero orgullo de ser gay?. Se es y punto.
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