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sábado, 9 de diciembre de 2006

Cabalgando hacia el sol


En su libro “Mira a lo lejos”, aquel escritor francés precursor del blog, y que firmaba sin apellidos para que no le reconocieran; nos relata con maestría, una curiosa anécdota sobre Alejandro Magno y su caballo Bucéfalo; no sé si inventada o retrotraída, pero al caso, es indiferente. La expondré si la memoria me asiste, sin acudir al texto de Alaín.

Contaba Alejandro dieciocho años, cuando a su poderoso padre, el Rey Filipo, le regalaron con no buenas intenciones, un hermoso caballo; resultó ser tan indómito que nadie logró ni siquiera aparejarlo. A punto estaba el monarca macedonio de ajusticiar a aquella mala bestia, cuando su hijo le pidió que le permitiera cabalgar sobre el salvaje alazán. Filipo consintió, aún sin esperanza, al ruego de su vástago.

El príncipe, mirando hacia el sol que caía por poniente, se acerco con sigilo al caballo, acarició su piel con delicadeza, y éste, nervioso, a punto estuvo de espantarse, cuando con la decisión de un prófugo, no pasó un instante y Alejandro ya estaba sobre su grupa, aferrándose a sus crines y dirigiendo su montura hacia los estertores del día.

La corte que acompañaba a Filipo, y los allí presentes, no pudieron dejar de exclamar su desconcierto, cuando vieron huir al jinete sobre su caballo, hacia el destino seguro de su fracaso; pero Alejandro, que iba teniendo sus propias ideas, logró hacerse con el control y dominar a la bestia, para regresar tranquilo tras agotar al bravo animal, con un trote ligero que se iba haciendo paso, al acercarse a los testigos.

Su padre, comentó a los próximos que a aquel hombre, que inició la carrera siendo un niño, las tierras de su reino le resultarían escasas, como así fue. A los pocos días, el hijo confesó al padre que se había fijado en el caballo, y que éste temía más a su propia sombra que a la gente, por lo que decidió dirigirlo su montura hacia el sol, dejando el rastro oscuro tras de él. Filipo sonrió orgulloso, ante la argucia de su heredero.

LA INTELIGENCIA DE UN GOBERNANTE

Alejandro no fue magno por casualidad, a su gran inteligencia política y militar, se unía la sensibilidad y el dominio del miedo, que le procuró su madre, Olimpia, una puta sagrada, princesa del Épiro, a la que su padre conoció por obligación. Pero quizás fueron los consejos del sabio Aristóteles, su preceptor, los que le permitieron convertir su cabeza en una máquina de poder, lo que le transformó hasta hacerle el personaje más importante y poderoso de su época.

Sólo la sabiduría de Diógenes de Sínope, el cínico, fue capaz de detener su arrogancia, cuando viéndole andrajoso, habitando un barril, y escuálido, Alejandro le preguntó si podía hacer algo por él, y el filósofo de la linterna, le espetó: “Sí, podrías apartarte, por qué impides que el sol llegue hasta mi”. Otra vez el sol, mezclado con la vida del héroe más brillante.

Ni el nudo gordiano, que nadie podía deshacer y que él destrozó de un solo golpe con su espada (demostrando que su decisión era más importante que la tradición); ni la grandeza de las maravillas del mundo que visitó, encomendando su reconstrucción (mostrando el respeto por el pasado de los sometidos); ni la grandiosidad de los egipcios que ante la derrota decidieron hacerle su faraón (sin contener su marcha); ni el poder y esplendor de los persas, que superaba con creces sus ejércitos y recursos (el saberse inferior), lograron detenerle.

Siempre estuvo conquistando y dejándose conquistar, por las gentes que a su paso se convertían en súbditos; fue magnánimo con los pueblos derrotados e inexorable con los reyes y dirigentes que habían permitido su victoria, a los que persiguió hasta dar muerte, como ocurrió con Darío.

Recorrió medio mundo, hasta llegar a la India, donde sus amigos y aliados, cansados de tanta conquista y de tanta nostalgia, decidieron regresar a casa; Alejandro lo acató, respetando el criterio de quiénes le habían ayudado a entrar en la historia por la puerta de los elegidos.

Tan largo viaje, siempre hacia el sol naciente. Alejandro, nunca había dejado el sol a sus espaldas hasta llegar al país de los elefantes. Quizás ahí comienza su derrota, su precoz muerte, sin enemigo que le hubiera vencido; fueron sus amigos los que le impidieron la obtención de más victorias, por qué Alejandro ya no podía alcanzar más gloria.

Pero nuestro ilustre personaje, no sólo supo conquistar territorios y gentes, también supo gobernar, manteniendo el imperio conquistado hasta su muerte. Si la victoria se alcanza con las armas y la guerra, la paz y el progreso de los pueblos se mantiene con la inteligencia y la política.

La genialidad de Alejandro le hizo trasladar la capital de su imperio a Babilonia, dejando Pele, su origen macedónico, en el recuerdo. Los persas amaron a Alejandro, por su gesto de venerar su refinada cultura, hasta emigrar con la corte a sus tierras. Pero también por saberse casar con una bactriana de nombre Roxana, él, que nunca renunció a la apasionada amistad de su compañero Hefestión. La contradicción suele acompañar a los ídolos.

LA CONCORDIA

Alejandro desarrolló un concepto que pervive hasta nuestros días, la "homonia" (o concordia), la unión de corazones, un concepto extraordinariamente liberal; antes que la sangre, lengua, o tierra, están las personas compartiendo el escenario del presente y la mirada hacia el futuro.

El concepto era sin duda conocido por John Fitzgerald Kennedy, cuando en la capital alemana, ante la construcción del muro y el telón de acero, pronunció aquella inolvidable frase: yo también soy berlinés, para recordarles a los germanos que no estaban solos en la defensa de la democracia y la libertad, inherentes a la civilización que compartía con ellos.

Cuando hoy brotan problemas entre cristianos y musulmanes, y el terrorismo se ha convertido en una amenaza permanente e irreductible; mientras algunos occidentales, británicos y norteamericanos fundamentalmente, tratan de lograr lo imposible, invadiendo tierras lejanas, para asegurar que la convivencia entre culturas sea mejor en el futuro, y de paso asegurar el abastecimiento de petróleo, otros hablan de errores.

Cuando China y la India producen endiabladamente mucho más de lo que se podrá consumir en los países occidentales; cuando Rusia quiere regresar a Europa como sea, y Europa, no acaba de establecerse definitivamente como primer poder mundial, debemos olvidarnos de la insolencia de los actores actuales, para recordar a Alejandro Magno.

Lamentablemente, la concordia no se hace desde la recreación de un invento del expresidente iraní (antes persa), Alí Jamenei; ni desde la petulancia de alguien como el presidente Rodríguez Zapatero, que desconoce el concepto político de concordia y su definición, que bien le hubiera servido, si alguno de sus asesores más ilustrados, (alguno habrá, aunque tengo mis dudas), se lo hubieran comunicado.

La concordia se logra desde la grandeza y la coherencia, con un inquebrantable respeto hacia los suyos, especialmente por los más vulnerables, los más heridos; desde la inteligencia de saber que la mezcla es una consecuencia del intercambio y nunca su causa.

La concordia se consigue desde la admiración por el otro, que es un igual diferente, con el que se puede pactar la agregación de sus valores a los nuestros, siempre con la expectativa de compartir lo mejor entre ambos.

La concordia se obtiene desde la generosidad del que sabe que su posición es victoriosa, pero elude su derecho al triunfo, para no dejar derrotados en el camino, sino aliados para el futuro.

Por último, la concordia se conquista desde la sabiduría de que hay un ayer y un mañana de otros, y un pacto de honor con la historia de nuestros actos, ante los que estamos representando nuestra obra particular.

Alejandro fue grande, por orientar siempre sus decisiones hacia un futuro de luz para su pueblo; si el destino que ofreciera a sus súbditos fuera de penumbra y rendición, jamás le hubiéramos conocido.

Los españoles, no queremos, ni necesitamos, ni hemos pedido, el sacrificio político del presidente Rodríguez Zapatero, ni el victimismo que devendrá, y desde el que seguirá dividiendo una vez más a la opinión pública, entre los que le apoyan y los que le detestan, política de escisión que le ha resultado muy rentable electoralmente.

Alejandro Magno fue grande por qué oriento a su pueblo inicial y al que lo fue siendo, hacia el sol, y no hacia un foco que le iluminara a él como protagonista de la historia; el macedonio solo caminó hacia delante, como Forrest Gump, y los demás le siguieron.

Desgraciadamente, nada que ver con lo que hay, por lo que será mejor continuar en la sedición de la prudencia: ni con ETA, ni con Osama, que nos van a hacer la cama.

Enrique Suárez Retuerta

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