Bien, ya encontraron los medios el hilo conductor de la campaña electoral. Sólo se hablará de eso hasta el 9 de marzo. ¿la negociación con Eta, vigente a pesar de cinco asesinados en un año? Eso no importa ahora. ¿Los referéndums previstos para la próxima legislatura en País Vasco y Cataluña, en un contexto internacional ambiguo y disgregador, tanto en Kosovo como en Bélgica? A nadie le interesa, lo importante es el hambre en el mundo y las galas en las que se les pide a los españolitos con menos de mil euros mensuales que manden dinero al Sudán.
Me refiero, evidentemente, a los debates-trampa entre Z y Rajoy, Rajoy y Z. Se anuncian, desde hace tres días, como la panacea, la garantía absoluta de la calidad democrática en las sociedades avanzadas. Todo eso es mentira:
Los debates televisivos entre candidatos a presidencias de estado o de gobierno son, desde hace años, insípidos, vacíos de contenido y sin consecuencias en la decisión de los electores. Está demostrado y nadie lo discute.
Es cierto desde hace décadas en los Estados Unidos, por ejemplo, con encuentros entre postulantes de pie, detrás de un atril, recitando falsas improvisaciones sin mirarse a la cara e intentando convencer a un tribunal imaginario, del otro lado de la cámara, en una pésima imitación de los enlatados de temática judicial que inundan la telebasura norteamericana. Nos cuentan que se transmiten en todos los canales de TV. Es verdad, pero casi nadie los mira. Quiero decir que sí, varios millones se dan por enterados porque, zapeando (sin juego de palabras), han escuchado durante 1 minuto y 35 segundos a Bush, y unos instantes al candidato preferido por Rodríguez, de cuyo nombre ni me acuerdo. El programa completo lo suele mirar una franja muy minoritaria de la población, la que va a votar (un 50 % del censo electoral) y sabe a favor de quién desde hace meses o años.
Hubo una excepción, según nos cuentan los mayores: el primero, el de los albores de la televisión como instrumento de comunicación para las masas, el inolvidable Kennedy-Nixon, con la apabullante victoria de un joven YASP con retórica de vendedor de lavadoras (algo muy respetable a principios de los 60) contra un señor sin afeitar y lento en su elocución. Pero era otra época, el neolítico anterior a la deriva de la política marqueting basada en la opinión (no la del elector, a quién le importa, sino de los medios afines a unos y a otros).
En Francia, más de lo mismo: el debate Sarkozy-Royal, aun a cara de perro y con una verdulera interrumpiendo a un señor bien vestido y con tranquilidad de lexomil, no modificó en una décima la intención de voto, fijada definitivamente desde hacía semanas, gracias a otros actores menos visibles del debate de opinión. Cinco años antes, ni hubo debate, puesto que Chirac, el ex-comunista chic reconvertido a conservador y finalmente converso al progresismo del cambio climático no se rebajó a debatir con el "fascista" Le Pen. Éste hubiera sido un encuentro interesante, pues por una vez un político atípico, el último mohicano desde la muerte de De Gaulle, extraordinario polemista y virtuoso de la palabra, le hubiera pegado una paliza descomunal, dialécticamente hablando, al lento y burdo presidente saliente. ¿Hubiera cambiado algo ese debate que no fue? Nada, absolutamente nada, el lepenismo alcanzó su techo en votos y porcentaje, un 18%, tanto en la primera como en la segunda vuelta.
Los anteriores, en 1995 con Jospin-Chirac, en 1988 con Mitterrand-Chirac o en 1981 con Giscard-Mitterrand, fueron largos, insípidos y sin alterar en lo más mínimo la tendencia estabilizada en los meses anteriores.
Como en los EE.UU., la excepción fue el primero, en 1974: el joven Giscard, sorpresa de la primera vuelta al superar al mítico resistente Chaban-Delmas, gaullista de toda la vida, se enfrentaba al entonces marxista, o algo así, Mitterrand y su programa común con los estalinistas del poderoso PCF. Con un inmenso reloj digital (¡toda una novedad!) en el centro, y sin intervención de los moderadores, salvo para controlar férreamente los tiempos respectivos de intervención, Mitterrand llegó sin afeitar (no veía televisión e ignoraba lo de Nixon) y con un traje inadecuado para el blanco y negro de la época, mientras Giscard encarnaba la tecnocracia seductora en unos años (los últimos) de crecimiento y optimismo industrial. Giscard trituró a Mitterrand hablando poco pero interrumpiendo constantemente a su adversario (algo insólito entonces, aunque a los más jóvenes y a los seguidores de Salsa Rosa les parezca increíble). Y sacó un as de la manga, respondiendo al catecismo compasivo y de izquierdas de Mitterrand con esa frase ahora legendaria, clavándole al Burt Lancaster del socialo-comunismo una mirada digna de Duelo al sol: "vous n'avez pas le monopole du coeur..." : "usted no tiene el monopolio del corazón, yo también tengo un corazón, yo también siento y lamento las dificultades de nuestros compatriotas..."
Claro que acabo de narrar la versión oficial de este famoso episodio, en el que yo también creía hasta que el INA (Instituto Nacional Audiovisual) puso a disposición de los internautas los antiguos programas de la televisión francesa. Recientemente volví a ver ese debate, que había observado en directo a mis catorce años, decepcionado e imparcial tras la eliminación de mi admirado Chaban: otro mito se derrumbó; todo lo escrito sobre la importancia de aquel programa, supuestamente decisivo para evitar que la izquierda unida y rupturista llegara al poder, también era mentira. La confrontación fue, en realidad, bastante equilibrada, Mitterrand no estuvo nada mal, su traje no era tan feo ni tan vistosa su barba de doce horas. En cuanto a Giscard, era incisivo, sí, pero antipático y casi insolente. Su victoria, por un puñado de votos, se debió sin duda a otros parámetros, resueltos antes del programa. O peor todavía: quizás fuera consecuencia, no tanto del debate, sino de lo que se comentó al respecto en los días siguientes, por la cadena pública y única de televisión.
No comentaré el Aznar-González del 93, cuando un hombre de bigotillo negro y cara de pocos amigos apabulló al sevillano sin gracia, pero perdió la elección. Su venganza sería terrible, con el "váyase Señor González" de cada día durante tres interminables años, probable pesadilla que Mister X debe de seguir arrastrando hasta nuestros días.
En resumidas cuentas: los debates entre candidatos son un espejismo más, tardíamente sobrevenido en una campaña electoral donde lo importante no va a ser lo que se diga, sino lo que Z y Rajoy silencien: el primero no dirá que necesita ganar para rematar la faena, legitimar definitivamente la opción de Eta en la política española y marginar la oposición constitucionalista; el segundo no reconocerá que si gana, sólo intentará que las cosas no empeoren, sin atreverse a enfrentarse con los enemigos de España, cómodamente instalados en las moquetas de San Jaime y de Ajuria Enea, o en las lujosas cloacas de Rubalcaba.
No se puede descartar, sin embargo, que sea la enésima trampa tendida al gallego más parecido a los chistes argentinos en toda la historia del humor étnico. El ingenuo incorregible irá, probablemente lo hará un poquito mejor que el iluminado de la Moncloa, pero será masacrado sin piedad por los medios y por los sondeos antes de la votación.
A pesar de todo eso, hasta es posible que gane el PP. ¿Y qué?
Dante Pombo de Alvear
Me refiero, evidentemente, a los debates-trampa entre Z y Rajoy, Rajoy y Z. Se anuncian, desde hace tres días, como la panacea, la garantía absoluta de la calidad democrática en las sociedades avanzadas. Todo eso es mentira:
Los debates televisivos entre candidatos a presidencias de estado o de gobierno son, desde hace años, insípidos, vacíos de contenido y sin consecuencias en la decisión de los electores. Está demostrado y nadie lo discute.
Es cierto desde hace décadas en los Estados Unidos, por ejemplo, con encuentros entre postulantes de pie, detrás de un atril, recitando falsas improvisaciones sin mirarse a la cara e intentando convencer a un tribunal imaginario, del otro lado de la cámara, en una pésima imitación de los enlatados de temática judicial que inundan la telebasura norteamericana. Nos cuentan que se transmiten en todos los canales de TV. Es verdad, pero casi nadie los mira. Quiero decir que sí, varios millones se dan por enterados porque, zapeando (sin juego de palabras), han escuchado durante 1 minuto y 35 segundos a Bush, y unos instantes al candidato preferido por Rodríguez, de cuyo nombre ni me acuerdo. El programa completo lo suele mirar una franja muy minoritaria de la población, la que va a votar (un 50 % del censo electoral) y sabe a favor de quién desde hace meses o años.
Hubo una excepción, según nos cuentan los mayores: el primero, el de los albores de la televisión como instrumento de comunicación para las masas, el inolvidable Kennedy-Nixon, con la apabullante victoria de un joven YASP con retórica de vendedor de lavadoras (algo muy respetable a principios de los 60) contra un señor sin afeitar y lento en su elocución. Pero era otra época, el neolítico anterior a la deriva de la política marqueting basada en la opinión (no la del elector, a quién le importa, sino de los medios afines a unos y a otros).
En Francia, más de lo mismo: el debate Sarkozy-Royal, aun a cara de perro y con una verdulera interrumpiendo a un señor bien vestido y con tranquilidad de lexomil, no modificó en una décima la intención de voto, fijada definitivamente desde hacía semanas, gracias a otros actores menos visibles del debate de opinión. Cinco años antes, ni hubo debate, puesto que Chirac, el ex-comunista chic reconvertido a conservador y finalmente converso al progresismo del cambio climático no se rebajó a debatir con el "fascista" Le Pen. Éste hubiera sido un encuentro interesante, pues por una vez un político atípico, el último mohicano desde la muerte de De Gaulle, extraordinario polemista y virtuoso de la palabra, le hubiera pegado una paliza descomunal, dialécticamente hablando, al lento y burdo presidente saliente. ¿Hubiera cambiado algo ese debate que no fue? Nada, absolutamente nada, el lepenismo alcanzó su techo en votos y porcentaje, un 18%, tanto en la primera como en la segunda vuelta.
Los anteriores, en 1995 con Jospin-Chirac, en 1988 con Mitterrand-Chirac o en 1981 con Giscard-Mitterrand, fueron largos, insípidos y sin alterar en lo más mínimo la tendencia estabilizada en los meses anteriores.
Como en los EE.UU., la excepción fue el primero, en 1974: el joven Giscard, sorpresa de la primera vuelta al superar al mítico resistente Chaban-Delmas, gaullista de toda la vida, se enfrentaba al entonces marxista, o algo así, Mitterrand y su programa común con los estalinistas del poderoso PCF. Con un inmenso reloj digital (¡toda una novedad!) en el centro, y sin intervención de los moderadores, salvo para controlar férreamente los tiempos respectivos de intervención, Mitterrand llegó sin afeitar (no veía televisión e ignoraba lo de Nixon) y con un traje inadecuado para el blanco y negro de la época, mientras Giscard encarnaba la tecnocracia seductora en unos años (los últimos) de crecimiento y optimismo industrial. Giscard trituró a Mitterrand hablando poco pero interrumpiendo constantemente a su adversario (algo insólito entonces, aunque a los más jóvenes y a los seguidores de Salsa Rosa les parezca increíble). Y sacó un as de la manga, respondiendo al catecismo compasivo y de izquierdas de Mitterrand con esa frase ahora legendaria, clavándole al Burt Lancaster del socialo-comunismo una mirada digna de Duelo al sol: "vous n'avez pas le monopole du coeur..." : "usted no tiene el monopolio del corazón, yo también tengo un corazón, yo también siento y lamento las dificultades de nuestros compatriotas..."
Claro que acabo de narrar la versión oficial de este famoso episodio, en el que yo también creía hasta que el INA (Instituto Nacional Audiovisual) puso a disposición de los internautas los antiguos programas de la televisión francesa. Recientemente volví a ver ese debate, que había observado en directo a mis catorce años, decepcionado e imparcial tras la eliminación de mi admirado Chaban: otro mito se derrumbó; todo lo escrito sobre la importancia de aquel programa, supuestamente decisivo para evitar que la izquierda unida y rupturista llegara al poder, también era mentira. La confrontación fue, en realidad, bastante equilibrada, Mitterrand no estuvo nada mal, su traje no era tan feo ni tan vistosa su barba de doce horas. En cuanto a Giscard, era incisivo, sí, pero antipático y casi insolente. Su victoria, por un puñado de votos, se debió sin duda a otros parámetros, resueltos antes del programa. O peor todavía: quizás fuera consecuencia, no tanto del debate, sino de lo que se comentó al respecto en los días siguientes, por la cadena pública y única de televisión.
No comentaré el Aznar-González del 93, cuando un hombre de bigotillo negro y cara de pocos amigos apabulló al sevillano sin gracia, pero perdió la elección. Su venganza sería terrible, con el "váyase Señor González" de cada día durante tres interminables años, probable pesadilla que Mister X debe de seguir arrastrando hasta nuestros días.
En resumidas cuentas: los debates entre candidatos son un espejismo más, tardíamente sobrevenido en una campaña electoral donde lo importante no va a ser lo que se diga, sino lo que Z y Rajoy silencien: el primero no dirá que necesita ganar para rematar la faena, legitimar definitivamente la opción de Eta en la política española y marginar la oposición constitucionalista; el segundo no reconocerá que si gana, sólo intentará que las cosas no empeoren, sin atreverse a enfrentarse con los enemigos de España, cómodamente instalados en las moquetas de San Jaime y de Ajuria Enea, o en las lujosas cloacas de Rubalcaba.
No se puede descartar, sin embargo, que sea la enésima trampa tendida al gallego más parecido a los chistes argentinos en toda la historia del humor étnico. El ingenuo incorregible irá, probablemente lo hará un poquito mejor que el iluminado de la Moncloa, pero será masacrado sin piedad por los medios y por los sondeos antes de la votación.
A pesar de todo eso, hasta es posible que gane el PP. ¿Y qué?
Dante Pombo de Alvear
4 comentarios:
Y nada, Dante, porque el PP no tiene la solidez que requiere un partido político para hacer frente a los que se le oponen y resolver de una puñetera vez los problemas de este país, es un partido desleído, medio friki, evanescente.
El PSOE está en declive absoluto, y se ha despistado mucho, se le nota más su interés por defender el Estado, (cualquier estado), que España, el Estado español. La promoción de Alianzas entre incivilizados le ha estallado en las narices, y el viejo sueño de la izquierda internacional resulta imposible. Así que se han quedado sin discurso, aún a pesar de ETA.
Así las cosas, nos queda Rosa Díez, sin dinero, con tres meses y no tres años, con un discurso más claro, nítido, real, actual, y conociendo perfectamente las debilidades de sus adversarios, pero no hay tiempo, ni dinero, ni fuerzas suficientes.
En conclusión ni el PP i el Psoe tienen solidez.
Hay que buscar otras altenrnativas, que al menos, parezcan fiables o que sean bien claras.
Stop al nacionalismo y/o amiguitos nacionalistas etarras.
De hecho, no hay solidez en ninguna oferta electoral, hoy día, reconozcámoslo y asumémoslo antes de empezar a debatir.
Si fuera elector en Madrid, este servidor votaría sin vacilar por Rosa Díez, como mal menor porque creo en la ley de Murphy y en el posibilismo (desde el desencanto), ya que lo peor siempre es posible, como lo demostraron Auswitch y el Gulag.
Pero el escrutinio es por provincias, y no es lo mismo votar (o no votar) al PP en el País Vasco y en Andalucía, o a UPD en Barcelona y en Madrid.
Los ciudadanos libres e independientes debemos determinarnos puntualmente a la hora de votar, en función de candidatos y programas. Es una herramiento más, menor.
Precisamente porque, al ser independientes, no renunciamos a lo esencial. Si UPD se alía con Cs en Cataluña, haré una camnpaña feroz contra UPD, con todas mis fuerzas y mi raciocinio. Donde se presente Savater, ese triste individuo acomplejado y sudado por España, me tendrá en frente.
Como me tendrían contra ellos, siempre, gallardones y arenas movedizas.
Movámonos por convicciones y principios, resistamos a tácticas de "aparachicos", llámense Gorriarán, Arriola o Maite Nolla, todos ellos advenedizos mediocres y, en el caso de la insulsa léridana de adopción, impostora cortesana, por no pronunciar palabras mayores. A buen entendedor, don Federico, que ya no tienes quince años...
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