Se van juntando traidores, cobardes y cómplices en torno a los referéndums para romper España. A los filoetarras y sus satélites del País Vasco y Cataluña se unió primero Carreras, el méntor del apócrifo Ciutadans (que en paz descanse). Luego fue un tal López, alias Patxi nadie. Pero el de mayor prestigio es sin duda el obispo de San Sebastián, quien lleva años "comprendiendo" a la izquierda abertzale. Y no es de extrañar, pues en los seminarios de las Vascongadas hace casi cincuenta años que les entienden, hasta tal punto que esa pandilla de asesinos se constituyó al amparo de algunas negras sotanas.
Es doloroso para un católico "no durmiente" como yo denunciar este atropello a Dios, a la razón y a la justicia; al Bien, en suma.
Al obispo Setién no se le puede reprochar andarse con disimulos. Le pasa lo mismo que a Gallardón, pero en un orden de cosas todavía más abyecto: dice lo que piensa y piensa lo que dice constantemente, con la misma tranquilidad distanciada, esa especie de flema propia de lords ingleses (los de antes) y de matones a sueldo (los de siempre).
La última de ese individuo, después de respaldar la iniciativa anticonstitucional de Ibarreche, el monaguillo de los trabajos sucios, ha sido expresar la necesidad de "tratar de que la izquierda abertzale no esté fuera de juego". Pero quien se indigne ahora, descubriendo de repente quiénes son los hijos de Satanás, o vivía en Alaska o estaba inmerso en una grave confusión, como Rosa Díez cuando gobernaba con el PNV. A quienes como ella han rectificado reconociendo sus errores, les digo que bienvenidos al club de quienes llevamos años denunciando la complicidad objetiva (en el mejor de los casos) entre los asesinos y quienes les entienden, desde Elorza hasta Setién pasando por el conjunto de los partidos nacionalistas y muchos cuadros del Psoe, incluyendo Moncloa y el síndrome de Zarzuela, pues como todos sabemos, "hablando se entiende la gente".
Lo de Setién es un grado más en la ignominia, por su función en la Iglesia y por las reincidencias de su grave delito moral. Va siendo hora de que la Conferencia Episcopal, irreprochable en su condena absoluta del terrorismo y de su entorno, limpie de inmundicias lo que para muchos españoles es la casa de Dios. Y no sólo en San Sebastián.
Dante Pombo de Alvear
Es doloroso para un católico "no durmiente" como yo denunciar este atropello a Dios, a la razón y a la justicia; al Bien, en suma.
Al obispo Setién no se le puede reprochar andarse con disimulos. Le pasa lo mismo que a Gallardón, pero en un orden de cosas todavía más abyecto: dice lo que piensa y piensa lo que dice constantemente, con la misma tranquilidad distanciada, esa especie de flema propia de lords ingleses (los de antes) y de matones a sueldo (los de siempre).
La última de ese individuo, después de respaldar la iniciativa anticonstitucional de Ibarreche, el monaguillo de los trabajos sucios, ha sido expresar la necesidad de "tratar de que la izquierda abertzale no esté fuera de juego". Pero quien se indigne ahora, descubriendo de repente quiénes son los hijos de Satanás, o vivía en Alaska o estaba inmerso en una grave confusión, como Rosa Díez cuando gobernaba con el PNV. A quienes como ella han rectificado reconociendo sus errores, les digo que bienvenidos al club de quienes llevamos años denunciando la complicidad objetiva (en el mejor de los casos) entre los asesinos y quienes les entienden, desde Elorza hasta Setién pasando por el conjunto de los partidos nacionalistas y muchos cuadros del Psoe, incluyendo Moncloa y el síndrome de Zarzuela, pues como todos sabemos, "hablando se entiende la gente".
Lo de Setién es un grado más en la ignominia, por su función en la Iglesia y por las reincidencias de su grave delito moral. Va siendo hora de que la Conferencia Episcopal, irreprochable en su condena absoluta del terrorismo y de su entorno, limpie de inmundicias lo que para muchos españoles es la casa de Dios. Y no sólo en San Sebastián.
Dante Pombo de Alvear
2 comentarios:
Monseñor Uriarte intercedió para que De Juana Chaos quedara en libertad
05.03.07 | 11:54. Archivado en Política, RD Montaña, RD Pamplona
(RD/Alfonso Goñi).- Algunos miembros de la Iglesia Católica en el País Vasco se implican hasta el cuello en defensa de los asesinos. Al parecer, el Obispo de San Sebastián Juan María Uriarte habría solicitado al presidente Zapatero medidas de gracia para De Juana Chaos.
Según publica El Confidencial, transmitió al Ejecutivo que un hipotético fallecimiento del preso acabaría con el proceso de negociación, ya complejo desde el atentado de Barajas.
Uriarte habría servido como intermediario entre miembros de la cúpula socialista y de Batasuna. La abogada de la formación ilegalizada y sobrina del Obispo, Jone Goiricelaya, habría jugado un papel relevante.
En sus conversaciones Uriarte solicitó a la izquierda abertzale que convencieran al etarra de abandonar la huelga de hambre. En este contexto se habrían producido las visitas al Hospital Donostia de Arnaldo Otegi y el líder del sindicato LAB Rafa Díez Usabiaga. Horas después el preso abandonó su ayuno.
SU PAPEL DURANTE LA TREGUA DE 1998
El papel del religioso durante la tregua de 1998 no pasó inadvertida. En un claro error de cáculo, el entonces presidente, José María Aznar, le nombró intermediario para las conversaciones en Vevey (Suiza).
Ahora la pelota queda en el tejado del presidente de la Conferencia Episcopal y Obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez. Una vez más, Uriarte ha dejado huérfanos a miles de creyentes en el País Vasco al defender a los asesinos.
16 CURAS VASCOS NO FUERON CANONIZADOS:
La Iglesia catolica no canonizara a 16 curas vascos fusilados por lar ordas fascistas en euskadi. Estos no estan incluidos en el grupo de religiosos que seran canonizados como "victimas de la guerra civil". En octubre de 1936 el bando sublevado asesinó a 16 religiosos vascos. Ninguno de ellos figura en la lista de los 498 mártires de la guerra
http://www.derechos.org/nizkor/espana/doc/lekuona.html
El recuerdo de los curas vascos fusilados por los franquistas golpea en la desmemoria de la Iglesia
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No fueron los únicos religiosos ejecutados por el bando nacional durante la Guerra Civil, pero constituyen un grupo nítidamente identificable. El recuerdo de los 16 curas vascos que en 1936 fusilaron los franquistas resuena setenta años después y golpea en las desmemorias de la Iglesia de la que formaron parte, que los ha relegado al olvido y parece preferir que un velo cubra su recuerdo.
Hoy sabemos que el Papa se quejó a Franco por "la ejecución de sacerdotes católicos"
El recuerdo de los curas vascos fusilados por los franquistas golpea en la desmemoria de la Iglesia
Los primeros en morir fueron Martín de Lekuona y Gervasio de Albizu, que eran vicarios en la parroquia de Rentería (Guipúzcoa) y que fueron fusilados el 8 de octubre de 1936. El mes anterior las tropas de los generales alzados habían ocupado casi toda Guipúzcoa y llegaba la hora de la represión de las izquierdas y de los nacionalistas. Las convicciones religiosas, que se decía legitimaban la sublevación militar, quedaban en el segundo plano. De ahí que las represalias incluyesen a sacerdotes vascos, de filiación nacionalista y hondas actitudes religiosas. Así describía el escritor José Arteche a uno de los ejecutados: "Don Martín de Lecuona era el sacerdote cuya manera de ser más me sugería el ideal del ángel".
Murieron después los siguientes: el cura y escritor José de Ariztimuño (Aitzol), Alejandro de Mendikute y José Adarraga, ejecutados en Hernani el 17 de octubre de 1936. El 24 de octubre fue fusilado en el cementerio de Oiartzun José de Arin, arcipreste de Mondragón. Ese mismo día se ejecutó a José Iturri Castillo, párroco de Marín, así como a los también sacerdotes Aniceto de Eguren, José de Markiegi, Leonardo de Guridi y José Sagarna. El 27, a José Peñaga-rikano, vicario de Markina. Celestino de Onaindía, cura auxiliar de Elgoibar, fue fusilado el día siguiente. Se sabe también que ese mismo mes fueron fusilados los padres Lupo, Otano y Román; el último era el superior del convento de los carmelitas de Amorebieta.
El número de sacerdotes fusilados, las fechas y lugares de las ejecuciones y la coyuntura política y militar en que se produjeron confirman que estas actuaciones del bando franquista no constituyeron incidentes aislados. Fueron iniciativas con un determinado sentido, reprimir a quienes defendían la legitimidad republicana, sin que para esta práctica del terror fuese impedimento que el encausado fuese religioso. No puede descartarse que tal condición constituyera causa o agravante, en un momento en que, por el apoyo decidido de la Iglesia a la sublevación, el bando franquista desplegaría su inquina contra los curas que se oponían a la rebelión. Téngase en cuenta que era el momento en el que desde la Iglesia se gestaba la idea de la Cruzada para referirse a la sublevación, pero sin que quizás se hubieran deducido aún las consecuencias que tal símbolo implicaba o sin que se hubiesen transmitido eficazmente.
Resulta obvio -todos los datos lo corroboran- que sufrieron represalias por sus creencias políticas, no por alguna suerte de actividad armada, pues no era este el papel que les adjudicó el País Vasco fiel a la República, sino el que se ceñía a la asistencia espiritual. La Iglesia no pudo alegar nunca desconocimiento sobre estos hechos. El embajador de Estados Unidos en España durante la guerra civil, Claude Bowers, los denunció en su libro Misión en España, 1933-1939, que señalaba que "esta lealtad de los católicos vascos a la democracia ponía en un aprieto a los propagandistas que insistían en que los moros y los nazis estaban luchando para salvar a la religión cristiana del comunismo". Y daba datos suficientes para comprobar que la jerarquía eclesiástica española sabía de estas ejecuciones. En enero de 1937 el cardenal Gomá se dirigía por carta al presidente del Gobierno vasco, José Antonio Aguirre, que el 22 de diciembre había expresado su asombro por la pasividad de la Iglesia ante el fusilamiento de los curas vascos. Admitía que se había producido, pues aseguraba que la jerarquía eclesiástica no se había callado en este asunto, pero que su protesta había sido discreta, por considerarlo así más eficaz. Reconocía el hecho y su gravedad... y justificaba que la Iglesia participase en la ocultación.
Hoy sabemos también que en diciembre de 1936 un telegrama del Papa se quejó a Franco por "la ejecución de sacerdotes vascos católicos", en respuesta a protestas de aquel, que pedía que la Iglesia se implicase más en el apoyo a la sublevación. Ninguna duda hay, por tanto, de que las más altas instancias eclesiásticas, incluyendo el pontífice, estaban al tanto de lo que había sucedido en Guipúzcoa, ni de la actitud del bando franquista respecto a los religiosos que no participaban de sus ideas políticas.
La Iglesia, que sostuvo la idea de Cruzada Nacional para legitimar la sublevación militar, fue beligerante durante la Guerra Civil, aun a costa de relegar a algunos de sus miembros. Sigue siendo beligerante, en su insólita respuesta a la Ley de Memoria Histórica, acudiendo a la beatificación de 498 "mártires" de la Guerra Civil. Entre ellos no se cuentan los sacerdotes ejecutados por el ejército de Franco. Sigue siendo una Iglesia incapaz de superar sus posiciones de parte, de hace 70 años, y dispuesta a que tal pasado nos persiga siempre. En este uso político de reconocimientos religiosos se percibe su indignación por la reparación a las víctimas del franquismo. Los criterios selectivos sobre los religiosos que militaron en sus filas resultan difíciles de comprender. ¿Los sacerdotes que fueron víctimas de los republicanos son "mártires que murieron perdonando" y los que fueron ejecutados por los franquistas los olvida la Iglesia? Esta actitud brutal, que quiere además aprovechar el acto para una gran peregrinación de resonancias públicas, señala quizás la incapacidad de la Iglesia española para superar sus rencores del pasado.
El guipuzcoano José de Arteche, en su libro El abrazo de los muertos, de 1956, escribía: "Los hombres de mi generación no tienen remedio; nadie dice que hay que rectificar. Nadie dice que hay que pedir perdón. Uno llega a la conclusión de que en España no se reza el Padre Nuestro".
Mateo Múgica
Cuando supo que habían ejecutado al cura José Joaquín Arín, sin formación de causa, Mateo Múgica, obispo de Vitoria, concluyó: "Mejor habrían hecho Franco y sus soldados besando los pies de este venerable sacerdote que fusilándole". La trayectoria del prelado, cuya diócesis incluía Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, ilustra sobre las dificultades del franquismo con la Iglesia vasca y los recelos que la dictadura suscitaría en un clero mayoritariamente nacionalista. No lo era Mateo Múgica, sino monárquico. Natural de Idiazabal (Guipúzcoa) y obispo de Vitoria desde 1928, fue desterrado en mayo de 1931 por sus reticencias públicas respecto a la República. Volvió dos años después.
Apoyó en un principio la sublevación militar, exigiendo que los católicos no cooperaran "ni mucho ni poco, ni directa ni indirectamente, al quebranto del ejército español". Suscribió pues la instrucción episcopal Non licet, con la prohibición formal a los católicos de adherirse a la República.
Los excesos y brutalidades de los sublevados y su actuación en la diócesis vasca, le hizo cambiar pronto de opinión. En octubre elevaba sus protestas a la Santa Sede, informando de que en su diócesis los creyentes estaban siendo "injustamente perseguidos, vejados, castigados, expoliados por los representantes y propagandistas del Movimiento Nacional". En 1937 fue enviado de nuevo al destierro, esta vez por orden de los militares franquistas. Se negó a firmar la Carta colectiva de los obispos españoles por la que apoyaban al bando sublevado. Denunció entonces que en su diócesis se había perseguido a "nutridísimas filas de cristianos fervorosos y de sacerdotes ejemplares". No pudo regresar a España hasta 1947. Se instaló en Zarautz (Guipúzcoa), donde vivió, ya ciego, hasta 1968. Murió a los 98 años.
http://www.publico.es/espana/006614/martires/desmemoria
La historia edulcorada por la actual jerarquía católica ante la próxima beatificación de los llamados 498 "mártires españoles del sigloXX" se salta siempre la misma página. Dieciséis curas y religiosos vascos fueron asesinados por las tropas franquistas en Euskadi sin renunciar tampoco a su fe.
"Todos los asesinatos son condenables, pero no todos los asesinados son mártires", señaló el pasado martes el portavoz de los obispos, Juan Antonio Martínez Camino, preguntado por esta causa olvidada.
Entre los 498 nuevos beatos de la Guerra Civil hay elementos comunes. Todos murieron de manera trágica en el umbral del conflicto o avanzado el verano de 1936. Todos han sido desde entonces ensalzados por la Iglesia del poder nacional católico. Todos han ocupado un lugar en su recuerdo y en sus oraciones. Pero ninguno murió por orden del bando franquista. Eso les diferencia y les garantiza un lugar en la memoria de la Iglesia, que ha resultado ser tan coincidente en lo temporal con la agenda del Gobierno, como selectiva en cuanto a su rigor histórico.
Durante la presentación de los actos que coronarán esta causa de beatificación masiva el próximo 28 de octubre en la plaza de San Pedro del Vaticano, Juan Antonio Martínez Camino negó cualquier discriminación hacia los religiosos asesinados por orden del bando sublevado. Casualidad o no, ninguno ha sido elevado aún a la gloria del Vaticano.
Martínez Camino lavó sus manos y las del episcopado. Se excusó señalando que las causas sobre la posible santidad de una persona no las inician los obispos, sino los fieles. "La conciencia del pueblo de Dios es donde está depositada la fama de santidad o de martirio", concretó. Cuando se presenta una causa "no hay prejuicio previo que cierre el camino a nadie", dijo el portavoz de los obispos.
Sacerdotes depurados
Pero nadie ha iniciado causa alguna a favor de sacerdotes o religiosos asesinados por las balas del bando fascista. Su memoria sigue viva sólo en los archivos de historia.
El golpe de Estado de Franco fracasó inicialmente en Guipúzcoa. La columna del general Mola entró en San Sebastián el 3 de septiembre de 1936. Como en el resto de España, ocupación se convirtió en sinónimo de depuración. Republicanos y nacionalistas vascos fueron el primer objetivo. La sotana no fue, en esta ocasión, un salvoconducto. Dos curas de Rentería, Gervasio de Albizu y Martín de Lekuona fueron los primeros. El 8 de octubre de 1936 eran fusilados sin renunciar a sus convicciones religiosas ni a sus ideas nacionalistas.
Durante las tres semanas siguientes serían ejecutados por el bando rebelde 14 religiosos más, entre ellos el cura y escritor José de Ariztimuño, un teórico del nacionalismo.
No fueron hechos aislados. En un territorio en el que el nacionalismo está fuertemente ligado al fenómeno religioso, el asesinato de sacerdotes era algo más que un simple aviso.
Franco obedece al cardenal
"Tenga Su Eminencia la seguridad de que esto queda cortado inmediatamente", respondió Franco al primado de los obispos españoles, el cardenal Isidro Gomá, cuando éste se quejó ante el general tras tener conocimiento de las ejecuciones de religiosos vascos.
Cuenta también el historiador Julián Casanova que a los 16 curas asesinados "se les tomó declaración en juicio sumarísimo antes de la ejecución. Los fusilaron vestidos de seglar, de noche, para evitar publicidad, avisados poco antes para evitarles sufrimientos morales". Dos jesuitas estuvieron con ellos en un improvisado confesionario, en el interior de un automóvil.
Gomá detuvo los asesinatos. La jerarquía de la Iglesia, "identificada y fusionada con las armas franquistas, hablaba con quien tenía que hablar y presionaba a quien tenía que presionar. Ése era el método. Y lo podían haber utilizado para truncar bruscamente los asesinatos de muchas más personas, de miles de ellas. Pero no eran sacerdotes, sino ‘rojos' y ‘canalla marxista' por los que no valía la pena incordiar al Generalísimo", escribe Casanova en La Iglesia de Franco, un manual de referencia sobre este episodio de la historia.
La represión de Franco contra el clero vasco, no se detuvo ahí. Decenas de curas y religiosos fueron encarcelados. El obispo de Vitoria, Mateo Múgica, favorable a la sublevación, acabaría siendo una excepción dentro de la complaciente jerarquía católica.
El obispo exiliado
Múgica protestó por los abusos del bando sublevado contra clérigos y creyentes en su diócesis. Se quejó y acabó por convertirse en un exiliado. Instalado en Roma desde mediados de octubre de 1936, Múgica no regresó a España hasta diez años después. Fue condenado al ostracismo hasta su muerte. Su pecado fue de omisión. No firmó la "Carta colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero", encargada por Franco al cardenal Gomá. Un pacto firmado en julio de 1937 que uniría para siempre a la dictadura con la jerarquía de la Iglesia.
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