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Las agresiones verbales, las amenazas y la violencia simbólica que han padecido estas últimas semanas el rey de España (quema de fotos, ahorcamiento de una efigie, ofensas desde Marruecos y desde los nacionalismos periféricos), José María Aznar (insultos de Chávez, Blanco, Rubalcaba, de la Vega, Llamazares, nacionalistas, periodistas a sueldo) y el Partido Popular (desde todos los ámbitos del cordón sanitario) apuntan hacia la misma dirección: España.
Las actitudes ambiguas del gobierno, más allá de la impericia y de la incompetencia que muchos le atribuimos, cumplen una función específica y coherente.
Resumiendo los resultados del caos en el que está sumido nuestro país, en política exterior, desde hace varios días, no es difícil constatar que el prestigio de España en el extranjero queda reducido a la nada: se trata de un pelele al cual se puede sacudir, aporrear, insultar y escupir sin que responda, reaccione, se mueva: sale gratis.
Es significativo que el maltrato venga esencialmente de gobiernos no democráticos con los que Rodríguez desea acercar posiciones y llevarse bien: la dictadura de Mohamed VI, Chávez, Cuba (a través de su vice-presidente, quien ayer se alineó con la posición venezolana), Ortega (sandinista asesino en los 80 y deseoso de volver a imponer un régimen nacional-socialista en Nicaragua). Los demás o no nos hacen caso o nos desprecian, incluso haciéndonos favores, refinamiento extremo del menoscabo señorial, con Sarkozy de taxista de lujo.
Mientras tanto, la preocupación crece y los comentarios se extienden entre el mundo diplomático español: embajadores y altos funcionarios de carrera alertan, en espacios de expresión reservada, acerca del deterioro de la imagen de España tanto en Europa como en América. Algunos incluso expresan su bochorno ante diplomáticos de otros países en encuentros informales y privados.
Esta debilidad e indefensión de España en el ámbito internacional favorece objetivamente y de forma incuestionable los intereses de las fuerzas políticas centrífugas, que en España se esmeran, urbi et orbi, por agrietar la fortaleza nacional, preparando así las condiciones favorables a una negociación separatista en posición de fuerza.
Precisamente, a nivel interno, el de la política doméstica, el jefe del Estado, más allá de sus innumerables e injustificables errores (callar mientras el gobierno socialista rompe España, mantener amistades indignas de un rey árbitro y modelo de la unidad de la Nación, decir tonterías borbónicas del tipo "hablándo se entiende la gente", meterse con la COPE porque un comunicador sugiere que debería dimitir...), es objeto de cuestionamientos cada día más intensos sin que el gobierno desempeñe una función de defensa contundente de la institución monárquica.
Al contrario, se puede sospechar que la deficiente preparación diplomática de la visita a Ceuta y Melilla y el silencio frente a las injurias al rey obedece a una intención de debilitar su imagen, desde Moncloa y desde Ferraz. También desde Zarzuela, en otros ámbitos menos importantes, si recordamos la elección del fusilamiento de Torrijos para escenificar la inauguración por Juan Carlos del nuevo Prado, en una ceremonia supervisada por Aza, capataz del Reino y frenético masón.
En cuanto a comparar, desde el Psoe y el gobierno, las críticas legítimas sobre el lado oscuro del monarca desde determinados medios, como la radio de la conferencia episcopal a través de comentarios de su comunicador estrella, con los actos de vandalismo callejero y de violación de la ley contra la imagen del monarca, la miserable equidistancia no es fruto de la improvisación: al contrario, está pensada para dar legitimidad a protestas anticonstitucionales y delictivas, orquestadas por quienes reivindican un cambio de régimen.
La reacción del monarca en la cumbre americana ha sido aplaudida por una mayoría de españoles, pues muchos soñamos con ser Don Quijote en este país en ruinas. Pero el tiempo nos ilustrará sobre las consecuencias reales de esta exposición extrema del jefe del Estado, fuera de su papel y de su campo de actuación institucional, en un tono impropio del máximo representante de la Nación.
En dos oportunidades durante sus treinta años de reinado constitucional, el rey ha salido de su papel y ha intervenido ejerciendo una autoridad y unas funciones anómalas:
El 23-F, en una noche de ambigüedades y equívocos, se volcó con el régimen constitucional y abortó un golpe misterioso y todavía sin esclarecer en algunas de sus vertientes, incluída la de su propia conducta antes de la alocución televisada.
Y el 10-N, ayer, en la cumbre iberoamericana, cuando le calló la boca a un dictadorzuelo del tercer mundo enfureciéndose, no se sabe si contra el patético cacique o contra la genuflexión del presidente del gobierno español. Sea como fuere, asumió un papel alejado de su función, y las consecuencias serán importantes. ¿En qué sentido?
Jorge Harrison