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viernes, 22 de junio de 2007

Bernard Rieux, desapestar por oficio

Hay cosas que no cambian, hay otras que se transforman demasiado deprisa. Entre ambas nos pasan los días. Lo que permanece no es esencial, es difícil de erradicar. Lo que aparece, difícil de comprender. Sin embargo, todo fluye, a veces por el cauce establecido, y otras por su trayecto propio, natural.

Orán está cerca de algún sitio, al norte de Africa, es una nostálgica urbe en la que se habla francés contra el tiempo. Hay ciudades que son más patrimonio de la historia que de la vida.

Las ratas, sí, las ratas, son seres admirables, no saben cambiar. Estos roedores han cesado su evolución tras haber alcanzado su máximo desarrollo posible. Prodigio de reproducción y adaptación al medio. Las ratas son como el mobiliario oculto de los escenarios de la vida, están ahí, pero solo se dejan ver de vez en cuando. Mientras tanto, horadan el tiempo, esperando su hora oportuna de invadir la normalidad tediosa.

Cuando confluyen determinadas circunstancias, las ratas abandonan las cloacas y brotan primaveralmente en la superficie, por breves periodos de tiempo. La luz las incomoda demasiado, prefieren la oscuridad, para no desgastar su mirada sobre otras formas de la vida que la suya. Si hay un animal que no busca cambiar, son estos magníficos héroes de la supervivencia cotidiana.

Solo hay un problema para las ratas, la peste; cuando se infectan, estos pequeños mamíferos husmeadores, amantes de la basura, y navegantes veteranos de las putrefacciones, resultan realmente peligrosos, porque pierden su rumbo y estallan en un dionisiaco espectáculo hostil contra cualquier forma de vida superior.

Hay ciudades que han desaparecido por la peste bubónica; la “peste negra” transformó Europa hasta la civilización de las costumbres, diezmando su población, pero también la suciedad ubícua. Los supervivientes, ratas y hombres, aprendieron que no es bueno para la existencia conjunta mezclarse sin prudencia; desde entonces cada especie ocupa su nicho, los humanos la superficie, y las ratas las catacumbas de las ciudades, en un paraíso cochambroso, fétido, corrupto, del que se elevan mefíticos miasmas de descomposición.

Aún así, en esta epopeya de ratas y hombres, hay personajes singulares e irrepetibles, como el Dr. Bernard Rieux, que se ha hubo de especializar en la decadencia de las epidemias, a fuerza de aburrimiento, y esperas fallidas. El samaritano de los apestados, corre siempre el peligro de no morir de otra cosa que sus pacientes.

No hay que ser Cottard para alegrarse de la existencia de la peste, pero gracias a estos singulares momentos de frenética lucha por la vida, van surgiendo personajes que dan lo mejor de sí mismos, cuando antes dormían el sueño de los ajenos. Así descollan diletantes morales como Paneloux, innovadores como Tarrou, reporteros como Rambert, y testigos como Grand.

Siempre supe que las cosas de Ciutadans, terminarían emulando el relato de La Peste de Camús, era algo más que una intuición, una premonición. Es el destino compartido que acontece al mestizaje imposible entre las ratas y los hombres; la epidemia es la alarma de que hay cosas incompatibles, por ejemplo, la simbiosis entre seres antagónicos. No es posible el hombre-rata, ni la rata-hombre.

Tras el carnaval de muerte resurgirá de nuevo la vida, unas cuantas ratas y unos cuantos hombres desaparecerán de la escena, pero siempre quedarán los suficientes para que Orán no se desvanezca por completo. Es tan hermoso el crepúsculo, con sus luces y sus sombras. La hora del final próximo, el momento de la catársis.

Solo aprendiendo a disfrutar del miedo, se comienza a distinguir que las ratas solo son las portadoras de la yersinia pestis (el auténtico mal), y los hombres, los receptores de la imprudencia más temeraria, que es contemplar a las ratas como simples animales acomplejados, que se conforman con su edén de alcantarillas.

Nada más lejos de la realidad, las ratas sueñan con que los hombres las sustituyan, pero siempre se acaban despertando antes de que la alegoría se cumpla. Los sueños de las ratas, son las pesadillas de los hombres.

Desde la llegada de los antibióticos, la peste atañe exclusivamente a las ratas, que ya no contagian a los hombres, y si lo hacen, los hombres sobreviven sin demasiada dificultad, mientras las ratas sucumben masivamente.

Doctor Rieux, tiene usted trabajo, mucho trabajo. No desfallezca.


Biante de Priena

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