En su exilio de Santa Helena, aquel hombre que logró unificar a toda Europa contra él, imprecaba hace 200 años a la diosa fortuna maldiciendo España, la maldita guerra de España, que destrozó su hoja de ruta imperialista. Cierto es que sin la madre Rusia, Napoleón no hubiera sido derrotado, la resistencia del pueblo del Volga siempre ha sido tan notoria como la española, posiblemente también inconsecuente para el cambio de las relaciones del pueblo con el Estado, siempre opresor contra los ciudadanos.
El pequeño corso abjuraba así de los españoles, harapientos y miserables, infravalorados por el valido Godoy que sirvió más los franceses que a los españoles y que compitió en felonía con el hijo de su señor, el “deseado” Fernando VII, que no dudó en ofrecerse en adopción al emperador francés para convertir nuestra nación en una colonia gala. Felipe VI debería recordarlo y pedir disculpas en nombre de su dinastía, ya que su padre no lo ha hecho, en su futura y atribulada coronación. No amaneceré monárquico de repente, pero la situación que atraviesa la Corona española en estos tiempos es un fiel reflejo de la que atravesamos todos los españoles, ambos nuevamente, pueblo y Rey, estamos secuestrados por un propósito inconfesable, como en aquella ocasión.
El hispanista Raymond Carr, ha considerado que España ha vivido en un conflicto continuado desde la guerra de Independencia contra el invasor francés del siglo XIX hasta la conclusión de la guerra civil del siglo XX, el mismo conflicto con distintos personajes, motivos, circunstancias y escenarios, así lo expresa en su magnífica obra “España 1808-1939” (1966), y lo recuerda en el artículo publicado el día once de diciembre en el ABC Cultural, titulado “Ruido y furia, después nada”, con motivo del análisis de la singular obra de Ronald Fraser “La maldita guerra de España. Historia social de la guerra de la Independencia “(2006).
Quizás debamos pensar que ese conflicto sigue abierto a diez años del comienzo del siglo XXI y posiblemente se prolongue “sine die” si la inteligencia de los españoles no lo impide y supera el bucle histórico en el que permanecemos atrapados desde hace dos siglos. Salvo el eterno conflicto entre palestinos y judíos, por diferencias muy superiores, no creo que haya otra confrontación tan prolongada como la española en la toda la historia contemporánea mundial.
Algo tendrá que ver el beligerante carácter de los hispanos, pero sin duda también la intolerancia y cerrazón que caracteriza a nuestro pueblo. Sin duda también la conflictividad entre el poder y la libertad, la incapacidad de establecer una auténtica democracia y la negación implícita de un ajuste duradero entre el Estado guiado por los Gobiernos de distinto color y la Sociedad Civil de todas las épocas, es decir, la nación.
En España, el Estado, como reunión de instituciones y decisiones de poder, y la Nación, como pueblo reunido y producción agregada de cultura en el tiempo, viven en un conflicto irresoluble desde hace dos siglos; el factor fundamental de esta incoherencia es la incapacidad de los políticos para lograr un marco común respetado por todos, que permita el desarrollo de objetivos compartidos. En España cada hito histórico abre las más profundas heridas, establecidas de antemano entre los que quieren algo y al mismo tiempo, lo contrario. No hay posibilidad alguna de consenso, porque no hay intersección de intereses. El mito de las dos Españas, se ha convertido más bien en un rito ineludible e inexcusable.
Ser español es difícil en estas circunstancias, los nacionalismos lo saben y se aprovechan de la coyuntura, a pesar de que dos de las batallas más importantes contra el francés, que permitieron la independencia española como nación, acontecieron en Gerona y Vitoria, los catalanes y vascos lucharon como el que más por la independencia de España y su configuración nacional. Pero el conflicto eterno es sin duda entre las fuerzas más conservadoras y las más progresistas. Alguien dijo que los españoles eran cristianos atípicos, porque cada uno tenía su propia interpretación de la divinidad, su forma de creer y no creer, su particular relación con las instituciones religiosas y con Dios. Algo parecido ocurre con las instituciones políticas.
Es tradicional que en nuestro país donde unos ven un límite, otros ven una posibilidad; mientras las derechas siempre piensan que España siempre se está destruyendo como debería ser, las izquierdas piensan que nunca acaba de construirse como debería ser, así llevamos doscientos años y seguiremos otros doscientos años si no alcanzamos el grado de inteligencia colectiva para superar este escollo que evita siempre la definición de los intereses generales y comunes.
El conflicto reciente de los controladores aéreos levantándose en rebeldía contra el Estado resulta inconcebible en cualquier otro país europeo, al igual que la imposición alevosa a este colectivo, por parte del Gobierno, de una serie de decretos autoritarios con su criminalización previa desde el poder del Estado. La consecuencia, la militarización del colectivo, la solución autoritaria habitual que compite en violencia intempestiva con los pronunciamientos de los espadones en el siglo XIX y las dictaduras militares del siglo XX.
La solución que el poder establece en España para resolver los grandes conflictos siempre es la misma, el golpe de mano, la imposición del poder y la autoridad, la intervención del ejercito, cargándose instituciones, Constitución y Estado de Derecho de un plumazo, para volver a empezar, siempre volver a empezar, con las lecciones de la historia sin aprender, sin servir para nada; ni a los ciudadanos, rebeldes o serviles, ni a los políticos que les representan y acaban gobernándoles desde el despotismo.
Seguimos viviendo atrapados en un bucle de disenso entre poder y libertad desde hace doscientos años, algo que han denunciado los intelectuales españoles, historiadores, sociólogos y políticos durante los últimos dos siglos. Hay algo que no funciona, o posiblemente haya algo que funcione mal, por encima de las instituciones y el poder, quizás sea el inconformismo de los españoles o la incapacidad para entendernos, pero está claro que España tiene una asignatura pendiente y no es otra que la tolerancia, aquella virtud imprescindible para la convivencia de los pueblos que alababa Voltaire. Los españoles somos demasiado intolerantes y rebeldes para ser ahormados por el poder, tanto desde las fuerzas del cambio como desde las de la tradición. Pero también somos demasiado inconsecuentes para organizarnos en una comunidad de intereses y objetivos, en una sociedad civil homogénea, en una Nación. Ese proyecto abierto, inacabado, inconcluso, imposible, e inagotable al desaliento, es al final, nuestra nación: España, un no ser siendo, más bien un estar.
Quizás sea el momento histórico para cambiar definitivamente la realidad, porque entre los españoles hay muchas más cosas compartidas que las que son asumidas desde la política. Al final, cuando hay paro, déficit, endeudamiento y deterioro institucional, a todos nos afecta por igual, seamos de la ideología que seamos o de la comunidad en la que habitemos. En los últimos seis años hemos tenido una actuación gubernamental que deja mucho que desear, es cierto, pero algunas cosas, aunque escasas, se habrán hecho bien, el problema es que cuando cambiemos el color del Gobierno se producirá un bandazo hacia el otro lado y dentro de seis años volveremos a estar igual que ahora. Más allá de los intereses de facción, están los intereses de la Nación, el pueblo reunido a lo largo del espacio y el tiempo.
Los españoles, de todas las condiciones, ideologías y orígenes volveremos a hartarnos, una vez más, del más de lo mismo. Estamos cansados de que los Gobiernos miren por los intereses de los partidos que los promocionan, antes de hacerlo por los intereses de los ciudadanos a los que representan. De que manden antes de Gobernar, de que nos traten como súbditos o vasallos y no como ciudadanos soberanos y libres. La tutela política de los españoles debe desaparecer definitivamente, es insoportable que los políticos nos traten como analfabetos en pleno siglo XXI, tratando de envolvernos en su propaganda y mentiras sin el mínimo respeto a nuestra condición de ser sus soberanos, y no sus siervos.
Cuando en cualquier país occidental un Gobierno alcanza el poder, inmediatamente recibe el apoyo de la oposición para realizar su tarea de gobernar, hay un común que se respeta, pero España ese común es siempre tan mínimo y fútil que se desvanece en los primeros meses de legislatura. ¿Tan difícil es ponerse de acuerdo en las cosas comunes que compartimos para que prevalezcan los intereses generales sobre las que discrepamos derivadas siempre de una particularidad?
Si España va bien, todos vamos bien. Si España va mal, todos vamos mal. Si hay trabajo es bueno para todos, si hay riqueza, desarrollo y bienestar, también. Si se eleva la renta per cápita todos estaremos felices y si desciende todos lo pagaremos. España no necesita políticos cortoplacistas que miren exclusivamente por los intereses de su partido, sino estadistas que miren por los intereses de las próximas generaciones. En la era de las nuevas tecnologías, con la información inmediata y la multiplicidad abierta de opiniones y criterios, se necesita un marco común de actuación, absolutamente respetado por todos, quien no lo acepte debe ser recriminado y segregado por la inmensa mayoría, porque no pueden prevalecer intereses particulares sobre intereses comunes, aunque los intereses comunes deben incluir también los particulares, la diversidad natural de nuestro país.
Los españoles sabemos hoy, mejor que nunca, que los errores de imponer los principios ideológicos sobre la atención real a las auténticas necesidades se pagan con deterioro en la calidad de vida para todos. Necesitamos más hechos y menos hipótesis. Los gobiernos no pueden exigir conciencia, responsabilidad, austeridad y rigor a los ciudadanos, más bien al contrario, somos los ciudadanos los que debemos exigir a los Gobiernos un comportamiento óptimo, ajustado a la realidad y adecuado a nuestras circunstancias. Esa es la lección que debemos adquirir de los últimos seis años, de la situación de crisis en la que estamos.
El PSOE se ha equivocado y lo pagará en las urnas, pero el PP también se equivocará con seguridad si no comprende que los errores de su rival no son el problema que debemos resolver, sino la consecuencia de que en España no haya una política que impida los errores, con unos políticos que estén a la altura de evitarlos nuevamente, que son los que nos merecemos los españoles. Es hora de superar la maldición de España, la guerra de los doscientos años, es necesaria la paz definitiva, es hora de que todos seamos españoles subiendo a la misma montaña, aunque lo hagamos por distintos caminos y en distintos tiempos, es hora de superar el absolutismo inútil y alcanzar definitivamente el relativismo auténtico de nuestra realidad común y diversa. Es hora de la reunión bajo la misma bandera.
Sin libertad, sin respeto, sin inteligencia, sin reflexión y prevención de reproducir los mismos errores, sin democracia real, no hay otro futuro que la declaración de un Estado de Alarma permanente para que los Gobiernos impongan su voluntad contra la voluntad del pueblo en un despotismo anacrónico e inadmisible.
Enrique Suárez
El pequeño corso abjuraba así de los españoles, harapientos y miserables, infravalorados por el valido Godoy que sirvió más los franceses que a los españoles y que compitió en felonía con el hijo de su señor, el “deseado” Fernando VII, que no dudó en ofrecerse en adopción al emperador francés para convertir nuestra nación en una colonia gala. Felipe VI debería recordarlo y pedir disculpas en nombre de su dinastía, ya que su padre no lo ha hecho, en su futura y atribulada coronación. No amaneceré monárquico de repente, pero la situación que atraviesa la Corona española en estos tiempos es un fiel reflejo de la que atravesamos todos los españoles, ambos nuevamente, pueblo y Rey, estamos secuestrados por un propósito inconfesable, como en aquella ocasión.
El hispanista Raymond Carr, ha considerado que España ha vivido en un conflicto continuado desde la guerra de Independencia contra el invasor francés del siglo XIX hasta la conclusión de la guerra civil del siglo XX, el mismo conflicto con distintos personajes, motivos, circunstancias y escenarios, así lo expresa en su magnífica obra “España 1808-1939” (1966), y lo recuerda en el artículo publicado el día once de diciembre en el ABC Cultural, titulado “Ruido y furia, después nada”, con motivo del análisis de la singular obra de Ronald Fraser “La maldita guerra de España. Historia social de la guerra de la Independencia “(2006).
Quizás debamos pensar que ese conflicto sigue abierto a diez años del comienzo del siglo XXI y posiblemente se prolongue “sine die” si la inteligencia de los españoles no lo impide y supera el bucle histórico en el que permanecemos atrapados desde hace dos siglos. Salvo el eterno conflicto entre palestinos y judíos, por diferencias muy superiores, no creo que haya otra confrontación tan prolongada como la española en la toda la historia contemporánea mundial.
Algo tendrá que ver el beligerante carácter de los hispanos, pero sin duda también la intolerancia y cerrazón que caracteriza a nuestro pueblo. Sin duda también la conflictividad entre el poder y la libertad, la incapacidad de establecer una auténtica democracia y la negación implícita de un ajuste duradero entre el Estado guiado por los Gobiernos de distinto color y la Sociedad Civil de todas las épocas, es decir, la nación.
En España, el Estado, como reunión de instituciones y decisiones de poder, y la Nación, como pueblo reunido y producción agregada de cultura en el tiempo, viven en un conflicto irresoluble desde hace dos siglos; el factor fundamental de esta incoherencia es la incapacidad de los políticos para lograr un marco común respetado por todos, que permita el desarrollo de objetivos compartidos. En España cada hito histórico abre las más profundas heridas, establecidas de antemano entre los que quieren algo y al mismo tiempo, lo contrario. No hay posibilidad alguna de consenso, porque no hay intersección de intereses. El mito de las dos Españas, se ha convertido más bien en un rito ineludible e inexcusable.
Ser español es difícil en estas circunstancias, los nacionalismos lo saben y se aprovechan de la coyuntura, a pesar de que dos de las batallas más importantes contra el francés, que permitieron la independencia española como nación, acontecieron en Gerona y Vitoria, los catalanes y vascos lucharon como el que más por la independencia de España y su configuración nacional. Pero el conflicto eterno es sin duda entre las fuerzas más conservadoras y las más progresistas. Alguien dijo que los españoles eran cristianos atípicos, porque cada uno tenía su propia interpretación de la divinidad, su forma de creer y no creer, su particular relación con las instituciones religiosas y con Dios. Algo parecido ocurre con las instituciones políticas.
Es tradicional que en nuestro país donde unos ven un límite, otros ven una posibilidad; mientras las derechas siempre piensan que España siempre se está destruyendo como debería ser, las izquierdas piensan que nunca acaba de construirse como debería ser, así llevamos doscientos años y seguiremos otros doscientos años si no alcanzamos el grado de inteligencia colectiva para superar este escollo que evita siempre la definición de los intereses generales y comunes.
El conflicto reciente de los controladores aéreos levantándose en rebeldía contra el Estado resulta inconcebible en cualquier otro país europeo, al igual que la imposición alevosa a este colectivo, por parte del Gobierno, de una serie de decretos autoritarios con su criminalización previa desde el poder del Estado. La consecuencia, la militarización del colectivo, la solución autoritaria habitual que compite en violencia intempestiva con los pronunciamientos de los espadones en el siglo XIX y las dictaduras militares del siglo XX.
La solución que el poder establece en España para resolver los grandes conflictos siempre es la misma, el golpe de mano, la imposición del poder y la autoridad, la intervención del ejercito, cargándose instituciones, Constitución y Estado de Derecho de un plumazo, para volver a empezar, siempre volver a empezar, con las lecciones de la historia sin aprender, sin servir para nada; ni a los ciudadanos, rebeldes o serviles, ni a los políticos que les representan y acaban gobernándoles desde el despotismo.
Seguimos viviendo atrapados en un bucle de disenso entre poder y libertad desde hace doscientos años, algo que han denunciado los intelectuales españoles, historiadores, sociólogos y políticos durante los últimos dos siglos. Hay algo que no funciona, o posiblemente haya algo que funcione mal, por encima de las instituciones y el poder, quizás sea el inconformismo de los españoles o la incapacidad para entendernos, pero está claro que España tiene una asignatura pendiente y no es otra que la tolerancia, aquella virtud imprescindible para la convivencia de los pueblos que alababa Voltaire. Los españoles somos demasiado intolerantes y rebeldes para ser ahormados por el poder, tanto desde las fuerzas del cambio como desde las de la tradición. Pero también somos demasiado inconsecuentes para organizarnos en una comunidad de intereses y objetivos, en una sociedad civil homogénea, en una Nación. Ese proyecto abierto, inacabado, inconcluso, imposible, e inagotable al desaliento, es al final, nuestra nación: España, un no ser siendo, más bien un estar.
Quizás sea el momento histórico para cambiar definitivamente la realidad, porque entre los españoles hay muchas más cosas compartidas que las que son asumidas desde la política. Al final, cuando hay paro, déficit, endeudamiento y deterioro institucional, a todos nos afecta por igual, seamos de la ideología que seamos o de la comunidad en la que habitemos. En los últimos seis años hemos tenido una actuación gubernamental que deja mucho que desear, es cierto, pero algunas cosas, aunque escasas, se habrán hecho bien, el problema es que cuando cambiemos el color del Gobierno se producirá un bandazo hacia el otro lado y dentro de seis años volveremos a estar igual que ahora. Más allá de los intereses de facción, están los intereses de la Nación, el pueblo reunido a lo largo del espacio y el tiempo.
Los españoles, de todas las condiciones, ideologías y orígenes volveremos a hartarnos, una vez más, del más de lo mismo. Estamos cansados de que los Gobiernos miren por los intereses de los partidos que los promocionan, antes de hacerlo por los intereses de los ciudadanos a los que representan. De que manden antes de Gobernar, de que nos traten como súbditos o vasallos y no como ciudadanos soberanos y libres. La tutela política de los españoles debe desaparecer definitivamente, es insoportable que los políticos nos traten como analfabetos en pleno siglo XXI, tratando de envolvernos en su propaganda y mentiras sin el mínimo respeto a nuestra condición de ser sus soberanos, y no sus siervos.
Cuando en cualquier país occidental un Gobierno alcanza el poder, inmediatamente recibe el apoyo de la oposición para realizar su tarea de gobernar, hay un común que se respeta, pero España ese común es siempre tan mínimo y fútil que se desvanece en los primeros meses de legislatura. ¿Tan difícil es ponerse de acuerdo en las cosas comunes que compartimos para que prevalezcan los intereses generales sobre las que discrepamos derivadas siempre de una particularidad?
Si España va bien, todos vamos bien. Si España va mal, todos vamos mal. Si hay trabajo es bueno para todos, si hay riqueza, desarrollo y bienestar, también. Si se eleva la renta per cápita todos estaremos felices y si desciende todos lo pagaremos. España no necesita políticos cortoplacistas que miren exclusivamente por los intereses de su partido, sino estadistas que miren por los intereses de las próximas generaciones. En la era de las nuevas tecnologías, con la información inmediata y la multiplicidad abierta de opiniones y criterios, se necesita un marco común de actuación, absolutamente respetado por todos, quien no lo acepte debe ser recriminado y segregado por la inmensa mayoría, porque no pueden prevalecer intereses particulares sobre intereses comunes, aunque los intereses comunes deben incluir también los particulares, la diversidad natural de nuestro país.
Los españoles sabemos hoy, mejor que nunca, que los errores de imponer los principios ideológicos sobre la atención real a las auténticas necesidades se pagan con deterioro en la calidad de vida para todos. Necesitamos más hechos y menos hipótesis. Los gobiernos no pueden exigir conciencia, responsabilidad, austeridad y rigor a los ciudadanos, más bien al contrario, somos los ciudadanos los que debemos exigir a los Gobiernos un comportamiento óptimo, ajustado a la realidad y adecuado a nuestras circunstancias. Esa es la lección que debemos adquirir de los últimos seis años, de la situación de crisis en la que estamos.
El PSOE se ha equivocado y lo pagará en las urnas, pero el PP también se equivocará con seguridad si no comprende que los errores de su rival no son el problema que debemos resolver, sino la consecuencia de que en España no haya una política que impida los errores, con unos políticos que estén a la altura de evitarlos nuevamente, que son los que nos merecemos los españoles. Es hora de superar la maldición de España, la guerra de los doscientos años, es necesaria la paz definitiva, es hora de que todos seamos españoles subiendo a la misma montaña, aunque lo hagamos por distintos caminos y en distintos tiempos, es hora de superar el absolutismo inútil y alcanzar definitivamente el relativismo auténtico de nuestra realidad común y diversa. Es hora de la reunión bajo la misma bandera.
Sin libertad, sin respeto, sin inteligencia, sin reflexión y prevención de reproducir los mismos errores, sin democracia real, no hay otro futuro que la declaración de un Estado de Alarma permanente para que los Gobiernos impongan su voluntad contra la voluntad del pueblo en un despotismo anacrónico e inadmisible.
Enrique Suárez
4 comentarios:
La realidad se empeña en decirnos que por muy insoportable que sea, los políticos (no ellos, que no alcanzan ni para eso, sino sus directores), nos tratan como analfabetos porque lo somos. Y me da lo mismo el nivel de cultura académica que tengan los que lo tengan, no es ése el tipo de cultura más necesario para percibir la realidad tal como es. No se necesita saber mucho ni de muchas cosas para darse uno cuenta de que le están robando la cartera.
Resulta que unos señoritos muy “sesudos”, llamados “padres de la Constitución”, redactan unas reglas para un juego. Y nada más comenzar la partida, queda en evidencia que no son más que papel mojado, debido a que otros “sesudos” señoritos, que están sentados a la diestra y a la siniestra de un sitio muy bonito, del que te enseñan las balas en el techo cada 6 de diciembre, empiezan a desarrollar esas reglas a su antojo, de tal manera que sólo puedan ganar la partida sus jefes.
Entonces se ponen a jugar una partida simultánea, y cada vez que algo se les escapa y ven la posibilidad de que gane alguien que no sean ellos, inmediatamente cambian las reglas, para que eso no pueda suceder. Incluso imponen unas reglas diferentes en cada tablero, y según les va la partida en cada uno, las vuelven a cambiar cuantas veces les haga falta.
Y la mayor parte del resto, continúa jugando. Pues yo no veo ahí más que analfabetismo. No creo que ese sea modo de saber exigir a los redactores de las reglas un comportamiento óptimo, ajustado a la realidad y adecuado a nuestras circunstancias.
Lo sabio, correcto e imprescindible es abandonar la partida, y una vez que queden sólo ellos jugando, barrerlos de un plumazo, y redactar unas normas, que serán mejores o peores, pero que al primero que no las cumpla, se le eche de la partida sin más contemplaciones, como de un casino al que pillan haciendo trampas.
Y eso sí, jugando en un tablero único, nada de partidas simultáneas. O si hay que hacer partidas simultáneas, que sean ellos los que se tengan que repartir entre las mesas, y nosotros, los que juguemos contra todos.
Yo jugué sólo la primera partida, y nada más ver la primera trampa, me retiré. Hasta hoy. Y mientras no hagamos todos lo mismo (listos y torpes, del norte y del sur, altos y bajos), no podremos comenzar otra partida.
Enrique, firmo casi por completo tu relato histórico de nuestra querida España, así como la triste realidad actual, y sin ser adivino coincido contigo en que con el posible cambio de gobierno continuaremos con la misma situación. Hoy escuchaba a Rajoy decir: "Estamos preparados para gobernar y ansiosos para reducir a la mitad el número de
parados....".Y además ponía una cara como si realmente se lo estuviese creyendo, ¿pero cuando se van a enterar estos políticos, los de ahora y los que se mueren por ocupar "la poltrona", que los españoles no somos gilipollas? ¿donde esconderá Rajoy la varita mágica para conseguirlo, cuando todas las predicciones de expertos vaticinan pocos avances en los próximos años?.Y no te confundas conmigo Enrique, yo soy un ciudadano que lucha igual que tu porque en este País no existan mas privilegios que los que se consiguen con el esfuerzo, la voluntad y el trabajo diario bajo la vigilancia de la equidad y la justicia del mismo nivel para todos los mortales, desterrando todo tipo de privilegios gobierne el que gobierne, pero mi querido amigo, por desgracia el ADN que llevamos en nuestro cuerpo parece ser que se descompone cuando cualquiera de esos personajes que creemos son los mejores para gobernar se suben al carro del poder, y a fe que te lo puedo decir por experiencia reflejada en compañeros de profesión que opinaban igual que tu y que yo, pero que al ocupar un puesto en las listas del partido gobernante, empezaron a sufrir esa "descomposición" de sus pensamientos anteriores.
¿Donde está entonces la posible solución real? al que la tenga creo que deberíamos empezar a recoger firmas para proponerlo al "SUPER PREMIO NOVEL DE LAS ARTES Y DE LA CIENCIA POLÍTICA".
Paz y Amor.
Pues me alegro Profe, en el fondo sé que compartimos la visión unamuniana de lo que está ocurriendo. Es difícil, muy difícil resolver esta situación. Este es mi pensamiento reflexivo, al igual que los artículos sobre la fórmula antipartido, que supere las facciones y se ocupe de los intereses comunes, al igual que todo lo que he escrito sobre transversalidad y convergencia de honestidades desde el socialismo y los liberales y conservadores... Son cuatro años estableciendo una línea de coherencia.
Como veo que estás absolutamente asustado con mi apoyo a Cascos, pues será una equivocación mía, pero creo que es la única fórmula que tenemos en Asturias para salir de esta situación El pacto del duerno
Si algo tengo claro, es que Cascos está en el mismo barco que nosotros profe, porque de otra forma sería aceptado por su partido de forma inmediata, he seguido la cuestión y puedo decirte que es así. No se le rechaza porque represente el pasado, ni porque no encaje en el nuevo proyecto del PP, sino porque temen que descubra lo ocurrido en Asturias, de hecho ya lo ha denunciado
Entrevista a Álvarez Cascos
Nunca antes un candidato a una presidencia autonómica ha tenido tan a favor a las bases de su partido y a los votantes de una autonomía, y en contra a la dirección de su partido, a sus rivales políticos y el silencio de la dirección nacional de su partido, por algo será....
La realidad se empeña en decirnos que por muy insoportable que sea, los políticos (no ellos, que no alcanzan ni para eso, sino sus directores), nos tratan como analfabetos porque lo somos. Y me da lo mismo el nivel de cultura académica que tengan los que lo tengan, no es ése el tipo de cultura más necesario para percibir la realidad tal como es. No se necesita saber mucho ni de muchas cosas para darse uno cuenta de que le están robando la cartera.
Resulta que unos señoritos muy “sesudos”, llamados “padres de la Constitución”, redactan unas reglas para un juego. Y nada más comenzar la partida, queda en evidencia que no son más que papel mojado, debido a que otros “sesudos” señoritos, que están sentados a la diestra y a la siniestra de un sitio muy bonito, del que te enseñan las balas en el techo cada 6 de diciembre, empiezan a desarrollar esas reglas a su antojo, de tal manera que sólo puedan ganar la partida sus jefes.
Entonces se ponen a jugar una partida simultánea, y cada vez que algo se les escapa y ven la posibilidad de que gane alguien que no sean ellos, inmediatamente cambian las reglas, para que eso no pueda suceder. Incluso imponen unas reglas diferentes en cada tablero, y según les va la partida en cada uno, las vuelven a cambiar cuantas veces les haga falta.
Y la mayor parte del resto, continúa jugando. Pues yo no veo ahí más que analfabetismo. No creo que ese sea modo de saber exigir a los redactores de las reglas un comportamiento óptimo, ajustado a la realidad y adecuado a nuestras circunstancias.
Lo sabio, correcto e imprescindible es abandonar la partida, y una vez que queden sólo ellos jugando, barrerlos de un plumazo, y redactar unas normas, que serán mejores o peores, pero que al primero que no las cumpla, se le eche de la partida sin más contemplaciones, como de un casino al que pillan haciendo trampas.
Y eso sí, jugando en un tablero único, nada de partidas simultáneas. O si hay que hacer partidas simultáneas, que sean ellos los que se tengan que repartir entre las mesas, y nosotros, los que juguemos contra todos.
Yo jugué sólo la primera partida, y nada más ver la primera trampa, me retiré. Hasta hoy. Y mientras no hagamos todos lo mismo (listos y torpes, del norte y del sur, altos y bajos), no podremos comenzar otra partida.
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