¿Por qué tanta complacencia con el criminal Castro? No me refiero a las izquierdas oficiales españolas, cavernícolas, desacreditadas y incapaces de cualquier autocrítica ideológica o histórica, ni a las extremas izquierdas que pululan en el primer mundo, coherentes en su lucha contra la democracia (dixit "formal") y su atracción por la tiranía.
No. Me interesa más la actitud ambigua y comprensiva de ciertas progresías europeas, las cuales sin embargo, antes o después de la caída del Muro, han hecho su aggiornamiento y renunciado explícitamente a un proyecto político contrario al modelo de la democracia liberal.
Recapitulemos: el régimen impuesto en la Habana desde hace casi cincuenta años ha sido y sigue siendo un sistema represivo, una dictadura que sucedió a otra dictadura, la de Batista, con la toma de poder por unos ideólogos de clase media y alta, esencialmente populistas y que habían leído (un poco y bastante mal) algo de vulgata marxista.
Este régimen se ha mantenido gracias al apoyo de la Unión soviética hasta finales de los años ochenta y mediante el terror político, miliciano y policial desde el principio y hasta hoy. A diferencia de otros sistemas propagandísticos de corte estalinista, en Cuba se asumió rápidamente y en público que se cometían ejecuciones y que se asesinaba a los opositores; eso declaró por ejemplo Guevara en la sede de Naciones Unidas en 1964, justificando la represión en nombre de la Revolución.
Por esos años empezaba a ser ese psicópata argentino de la oligarquía provinciana cordobesa el ángel transfigurado de la liberación de los pueblos del tercer mundo, según la moda entre libertaria y internacionalista de algunas izquierdas europeas paridas por las clases medias durante el fuerte crecimiento económico capitalista y la urbanización masiva de la última fase de industrialización en el viejo continente.
Otra leyenda que circuló durante cierto tiempo, y en la que todavía sigue creyendo parcialmente gente que ha dejado de simpatizar con el castrismo, es que las condiciones de vida de los cubanos mejoraron con la dictadura nacional-comunista. Contribuyeron a esta falacia Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, quienes hablaron de "desarrollo sobrehumano de la sociedad" al referirse a la tiranía castrista, precisamente cuando el prestigio intelectual de esta pareja estaba en su cumbre entre los privilegiados de Saint-Germain des Près y cuando a Camus y a Raymond Aron se les trataba de fascistas o, peor todavía, de "social-traidores", por ser críticos con los países comunistas y la violación de esas libertades "formales" tan despreciadas por quienes hacían uso de ellas cada tarde, hasta la extenuación etílica, en el café de Flore y demás santuarios de la gauche divine.
En los años setenta, y conforme crecía la miseria del pueblo cubano y la degradación moral en el trato a las personas, se endureció todavía más el catecismo procastrista en determinados ámbitos de élites progresistas de Francia, Bélgica y Alemania, por ejemplo, bajo la influencia añadida de la empatía con los exiliados chilenos, argentinos y uruguayos que llegaron, huyendo de las dictaduras militares del cono sur, al ritmo de Quilapayún, Mercedes Sosa y el Cóndor pasa.
La verdad histórica se abrió paso, sin embargo, y poco se puede añadir al diágnostico ya antiguo y contrastado sobre el fracaso económico y la quiebra social del sistema castrista. Un millón de exiliados, escasez, contrabando y aniquilación de la iniciativa individual no delictiva, todo está debidamente documentado y difícilmente se puede cuestionar, aunque sea con el manido argumento del embargo useño.
Es justo reconocer que ya no se viven esos años de exaltación procastrista entre intelectuales reconocidos o en los partidos socialdemócratas de Europa. Sólo bandas totalitarias como la LCR y sectores de lo que queda de los partidos de la hoz y el martillo, sin crédito alguno en los países de nuestro entorno (a diferencia de la extrema izquierda española tan apreciada por los rectores de nuestras universidades) asumen todavía sin complejos la lírica castro-guevarista, además de la insólita publicación de "Le Monde Diplomatique", de la mano del insigne falsificador Ignacio Ramonet.
Sin embargo, la empatía sigue intacta, la lagrimita irracional sigue humedeciendo los sesos de no pocos periodistas, escritores o responsables de la izquierda reformista y moderada. Invito a mis lectores, por otra parte, a consultar los balances del castrismo en publicaciones como la Enciclopedia Universalis o Wikipedia: son prudentes, equilibrados, con críticas, por supuesto, ma non troppo y acompañadas por el parrafito de los logros "parciales pero reales" de la RevoluZión.
Este problema de memoria sobre el castrismo, una especie de lapsus-lastre de la izquierda legítima de occidente (que tantos errores ha reconocido, sin embargo, acerca de sus complicidades con los estalinismos, los trotskismos y los maoísmos) es una curiosidad, y deberá ser estudiada un día, cuando se den las condiciones de la distancia histórica. Alain-Gérard Slama atribuye esta fosilización de la inteligencia emocional de ciertas élites a la última línea de defensa de la "fidelidad a sí mismo" por parte de los sesentayochistas, algo como el único y recóndito espacio de apego no lúcido a las ilusiones perdidas.
Pero, como dicen los psicoanalistas, "ahora hay que crecer".
No. Me interesa más la actitud ambigua y comprensiva de ciertas progresías europeas, las cuales sin embargo, antes o después de la caída del Muro, han hecho su aggiornamiento y renunciado explícitamente a un proyecto político contrario al modelo de la democracia liberal.
Recapitulemos: el régimen impuesto en la Habana desde hace casi cincuenta años ha sido y sigue siendo un sistema represivo, una dictadura que sucedió a otra dictadura, la de Batista, con la toma de poder por unos ideólogos de clase media y alta, esencialmente populistas y que habían leído (un poco y bastante mal) algo de vulgata marxista.
Este régimen se ha mantenido gracias al apoyo de la Unión soviética hasta finales de los años ochenta y mediante el terror político, miliciano y policial desde el principio y hasta hoy. A diferencia de otros sistemas propagandísticos de corte estalinista, en Cuba se asumió rápidamente y en público que se cometían ejecuciones y que se asesinaba a los opositores; eso declaró por ejemplo Guevara en la sede de Naciones Unidas en 1964, justificando la represión en nombre de la Revolución.
Por esos años empezaba a ser ese psicópata argentino de la oligarquía provinciana cordobesa el ángel transfigurado de la liberación de los pueblos del tercer mundo, según la moda entre libertaria y internacionalista de algunas izquierdas europeas paridas por las clases medias durante el fuerte crecimiento económico capitalista y la urbanización masiva de la última fase de industrialización en el viejo continente.
Otra leyenda que circuló durante cierto tiempo, y en la que todavía sigue creyendo parcialmente gente que ha dejado de simpatizar con el castrismo, es que las condiciones de vida de los cubanos mejoraron con la dictadura nacional-comunista. Contribuyeron a esta falacia Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, quienes hablaron de "desarrollo sobrehumano de la sociedad" al referirse a la tiranía castrista, precisamente cuando el prestigio intelectual de esta pareja estaba en su cumbre entre los privilegiados de Saint-Germain des Près y cuando a Camus y a Raymond Aron se les trataba de fascistas o, peor todavía, de "social-traidores", por ser críticos con los países comunistas y la violación de esas libertades "formales" tan despreciadas por quienes hacían uso de ellas cada tarde, hasta la extenuación etílica, en el café de Flore y demás santuarios de la gauche divine.
En los años setenta, y conforme crecía la miseria del pueblo cubano y la degradación moral en el trato a las personas, se endureció todavía más el catecismo procastrista en determinados ámbitos de élites progresistas de Francia, Bélgica y Alemania, por ejemplo, bajo la influencia añadida de la empatía con los exiliados chilenos, argentinos y uruguayos que llegaron, huyendo de las dictaduras militares del cono sur, al ritmo de Quilapayún, Mercedes Sosa y el Cóndor pasa.
La verdad histórica se abrió paso, sin embargo, y poco se puede añadir al diágnostico ya antiguo y contrastado sobre el fracaso económico y la quiebra social del sistema castrista. Un millón de exiliados, escasez, contrabando y aniquilación de la iniciativa individual no delictiva, todo está debidamente documentado y difícilmente se puede cuestionar, aunque sea con el manido argumento del embargo useño.
Es justo reconocer que ya no se viven esos años de exaltación procastrista entre intelectuales reconocidos o en los partidos socialdemócratas de Europa. Sólo bandas totalitarias como la LCR y sectores de lo que queda de los partidos de la hoz y el martillo, sin crédito alguno en los países de nuestro entorno (a diferencia de la extrema izquierda española tan apreciada por los rectores de nuestras universidades) asumen todavía sin complejos la lírica castro-guevarista, además de la insólita publicación de "Le Monde Diplomatique", de la mano del insigne falsificador Ignacio Ramonet.
Sin embargo, la empatía sigue intacta, la lagrimita irracional sigue humedeciendo los sesos de no pocos periodistas, escritores o responsables de la izquierda reformista y moderada. Invito a mis lectores, por otra parte, a consultar los balances del castrismo en publicaciones como la Enciclopedia Universalis o Wikipedia: son prudentes, equilibrados, con críticas, por supuesto, ma non troppo y acompañadas por el parrafito de los logros "parciales pero reales" de la RevoluZión.
Este problema de memoria sobre el castrismo, una especie de lapsus-lastre de la izquierda legítima de occidente (que tantos errores ha reconocido, sin embargo, acerca de sus complicidades con los estalinismos, los trotskismos y los maoísmos) es una curiosidad, y deberá ser estudiada un día, cuando se den las condiciones de la distancia histórica. Alain-Gérard Slama atribuye esta fosilización de la inteligencia emocional de ciertas élites a la última línea de defensa de la "fidelidad a sí mismo" por parte de los sesentayochistas, algo como el único y recóndito espacio de apego no lúcido a las ilusiones perdidas.
Pero, como dicen los psicoanalistas, "ahora hay que crecer".
Dante Pombo de Alvear
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