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viernes, 26 de octubre de 2012

El imperio de la grey



"Estamos durmiendo sobre un volcán... Un viento de revolución nos golpea, la tormenta está en el horizonte" Alexis de Tocqueville

Aunque en principio pudiera parecerlo, no pretendo con este artículo hacer propaganda  a la autora de moda, la escritora británica Erica Leonard (E.L. James),  que ha alcanzado un éxito sin precedentes con el “porno-seller” más vendido de los últimos tiempos, la trilogía “Cincuenta sombras de Grey” que, según cuentan los que entienden de estas cosas, está llamado a superar en lectores y lectoras, a las aventuras del  mismo Harry Potter, de su compatriota J.K. Rowling.  Algunos expertos opinan que esta obra es una secuela evolutiva de la saga “Crepúsculo” de Stephanie Meyer que causó gran impacto entre los adolescentes de medio mundo en los últimos años, sin embargo, otros opinan que estamos ante un fenómeno similar al de la escritora asturiana Corín Tellado que tanto éxito adquirió en la España franquista, adaptado a los tiempos de postmodernidad que estamos viviendo.

Tal vez otro día les ofrezca  una interpretación personal de los singulares fenómenos literarios que acontecen en los últimos tiempos, pero hoy prefiero deambular por los derroteros de la sociología, tan asolada por las desolaciones reiteradas que nos sorprenden en el discurrir cotidiano; desde una perspectiva personal e intransferible, me atrevo a sugerir que todos estos grandes éxitos literarios de los últimos tiempos, en realidad no son algo diferente a lo acontecido en otras épocas, sino una forma de escaparse al tiempo y el espacio que nos ha tocado vivir, que por supuesto incluye los polivalentes mundos virtuales. Las épocas difíciles siempre nos han brindado excelentes joyas literarias, parece que los escritores tuvieran entre sus funciones sociales hacernos pensar en mundos diferentes a los que nos corresponde vivir, sólo hay que recordar la obra de Tolkien “El Señor de los Anillos” o “Las Crónicas de Narnia” de C.S. Lewis escritas en la Inglaterra bombardeada en la Segunda Guerra Mundial. Parece que cuanto más difícil es la vida, más se estimula, posiblemente como protesta,  la imaginación y fantasía de algunos autores literarios.

Las masas rebeladas

Sin más preámbulos, abordo el tema del que me interesa hablarles en esta ocasión, bajo el título de este artículo: “El imperio de la grey” para referirme a un fenómeno sociológico que acontece en los últimos tiempos en España y posiblemente en otros países occidentales. Me refiero a la imposición que nos ofrece el rebaño en la cultura, algo observado con antelación meritoria por nuestro filósofo más reconocido, José Ortega y Gasset en su magnífica  obra: “La rebelión de las masas”, en la que anuncia la llegada del nuevo Mesías colectivo de los consumidores voraces de lo existente, sin capacidad de reposición alguna. Esa masa, dispuesta a imponer su criterio de fundamentalismo democrático (algo sobre lo que ha escrito el filósofo español vivo más relevante, Gustavo Bueno) sobre cualquier razón minoritaria, habitualmente caracterizada como obsoleta, sino anacrónica.

Sí, he denunciado con anterioridad esta actitud en otros artículos, como: “Presentismo y Adanismo:los males de nuestro tiempo” (hablando de dos características singulares de esta época), “el riesgo de pensar” (recomendando la iconoclasia en tiempos de veneración por la iconografía),  “Desmoralismo:la doctrina de nuestros días” (mostrando el adoctrinamiento en el melancólico y apesadumbrado nihilismo de nuestra sociedad ante el devenir que acontece). En realidad, creo que todas estas propuestas siguen la estela del pensamiento del sociólogo Zygmunt Bauman, que ha elaborado una obra pletórica de atribulado pesimismo sobre los acontecimientos que se están produciendo  en los comienzos de la revolución tecnológica que ha favorecido la comunicación de las masas rebeladas, dispuestas a tomar el poder a golpe de ratón en las pantallas de sus ordenadores. 

Más que de “vidas líquidas” (sin vínculos tradicionales con las personas próximas y las reglas establecidas por la historia, paradójicamente, hoy es más fácil la comunicación a miles de kilómetros que a medio metro), creo que bien podríamos hablar de vidas liquidadas, o mejor dicho, disueltas en la masa colectiva y amorfa. Los individuos dejan de ser protagonistas de la historia para dar paso a un nuevo Zeitgeist que se establece en su reducción a elementos clasificados por el poder en alguna categoría: usuarios, contribuyentes, votantes, ciudadanos, consumidores, según el escenario de su evaluación que convenga a los detentadores.  Sin duda, la mirmecología (ciencia que estudia la vida de las hormigas), creo que es un paradigma epistemológico de gran futuro en estos tiempos. Habrá que volver a leer “La vida las hormigas y las abejas” de Maurice Maeterlinck para comprender el papel que nos corresponde en los páramos desolados de la razón democrática que nos aguardan en un futuro inmediato, antes de pasar a la utopía de “Un mundo feliz” de Aldoux Huxley, que sin duda es un magnífico retrato de lo que algunos pretenden.

Un mundo infeliz

Pero quizás lo que más me preocupe de lo que acontece en la evolución de las sociedades occidentales es la dicotomía que se está produciendo hacia una sociedad dual, en la que los desposeídos de todo estarán condenados a vivir junto a los poseedores de los recursos. Creo que el mundo camina por senderos de desigualdad extrema e injusticia, no en vano en todos los países avanzados está creciendo la proporción de ciudadanos empobrecidos, condenados a la miseria de por vida. Simplemente hay que echarle un vistazo a España, para ver que seis millones de parados (25 % de la población activa) están orientados hacia un mundo de pobreza y desolación en el que ya residen un 25 % de los españoles. Pero el peligro que acecha a nuestra sociedad proviene esencialmente de una juventud condenada a la dependencia (un 55 % de desempleo joven no es una banalidad), desesperanzada en sus objetivos, pues ni por la vía del estudio, ni la del trabajo pueden liberarse de la esclavitud que les espera, si no deciden emigrar a otros lares más afortunados, pero al mismo tiempo, si deciden hacerlo, se abre un nuevo dilema, pues las generaciones que se vayan jubilando en el futuro no podrán recibir una pensión después de haber dedicado su vida a trabajar, lo que supone una estafa social en toda regla organizada por el Estado.
  
Quizá sea hora de reflexionar, se han cometido demasiados errores por los políticos que han guiado nuestro destino, que además no han sido reconocidos en ánimo de lograr su impunidad, pero es hora de acusar a los depredadores de lo público, habitualmente con una pretensión de colectivizar hasta el aire que respiramos, y es hora de hacerlo sin miramientos, porque gracias a su intento de imposición del “imperio de la grey” en aras de cambiar las reglas de juego para favorecer sus posiciones, sus corrupciones y su detentación de poder, lo que han hecho es liberarse del “imperio de la ley” que debe prevalecer para todos en una democracia.

Va siendo hora de condenar al ostracismo y escarnio a todos los que han intentado suplantar la ley para imponer el imperio de su grey, con el único objetivo de implantar su despotismo social, su tiranía colectiva, su oclocracia y su demagogia, desde la más despiadada propaganda y censura, desde la asfixia de toda libertad que no sea la que a ellos les favorezca, aunque sea perjudicando a los demás. Es hora de que el socialismo de todos los partidos, ese progresismo retrógrado del pensamiento políticamente correcto,  rinda cuentas ante los españoles y se dejen de cuentos:  de la lechera, de Pedro y los lobos o  de Peter Pan. La vida de los demás no puede ser el escenario devastado de sus ocurrencias, aunque pregonen, desaforados, sus magníficas intenciones.

Enrique Suárez

jueves, 24 de febrero de 2011

Civismo en la España del siglo XXI


Poco se habla de la condición que nos convierte en ciudadanos, porque parece que ser ciudadano se ha convertido en una condición pasiva y no activa. Grave error, ser ciudadano no es una condición hereditaria, sino adquirida. Nos hacemos ciudadanos cada día, desde que nacemos hasta que nos vamos. Ser ciudadano es un resultado, antes que un propósito, una elección, una decisión, no una asignación, ni una designación, porque no proviene de los criterios clasificatorios del poder, sino del reconocimiento de nuestros homólogos, de su respeto. La autoridad no nos hace ciudadanos, somos los ciudadanos los que debemos hacer la autoridad. Los ciudadanos hacemos la sociedad y el Estado, no es la sociedad, ni el Estado, ni el poder, lo que nos hace ciudadanos.

Un ser humano que nace en España (o adquiere la nacionalidad española) es uno de los 46 millones de españoles que se reparten de forma alícuota y equitativa la soberanía de la nación española. Eso nos ofrece la máxima condición de igualdad, porque todos los españoles somos iguales en relación a nuestra soberanía. Pero la ciudadanía es una condición adquirida siempre, hay buenos y malos ciudadanos, ciudadanos responsables e irresponsables, ciudadanos que cumplen con las leyes y otros que las incumplen. El criterio que determina la condición ciudadana es precisamente el civismo. Hay un error insidioso que se repite sin fin en la cultura española, lo que nos hace iguales a los españoles es nuestra condición soberana, ningún español puede ser más que otro en relación a su nación, pero la ciudadanía es una condición que nos hace diferentes, porque hay buenos ciudadanos y malos ciudadanos, al igual que hay buenos políticos y malos políticos.

La soberanía ciudadana (o popular) es algo que proviene del ámbito republicano, los franceses son soberanos porque son ciudadanos, pero los españoles somos ciudadanos porque somos soberanos. La diferencia es muy importante, en Francia es el Estado jacobino el que concede la condición ciudadana, en España es la nación española –la reunión de todos los españoles, el pueblo español- la que lo establece, no el Estado, porque en nuestra Constitución queda extraordinariamente claro que somos los españoles los que constituimos el Estado español, no el Estado español el que constituye a los españoles. En nuestro caso, es la nación la que hace el Estado, no el Estado el que hace la nación, aunque a la inmensa mayoría de nuestros políticos, nacionalistas y no nacionalistas, se les haya olvidado para defender sus intereses

Tras este preámbulo estamos en condiciones de saber que es lo que nos hace ciudadanos a los españoles, que es prácticamente lo mismo que a cualquier ciudadano europeo, mientras que es la condición de soberanía la que nos distingue de los demás europeos y nos hace exactamente iguales a los demás españoles.

El civismo es el criterio que nos hace ciudadanos, que nos convierte en ciudadanos responsables, que nos otorga la condición colectiva que se ha diluido de forma extravagante en el concepto de sociedad. La sociedad es un ente abstracto mientras que la ciudadanía es una condición política que va en paralelo con la condición de los gobernantes y representantes públicos en el Estado. La ciudadanía ha sido usurpada por la designación social desde el poder, desde el Estado, los políticos han convertido a los ciudadanos en sociedad, para su administración homogénea desde el Estado, convirtiendo de forma desapercibida a los ciudadanos en súbditos y sometiendo su soberanía a a su poder omnímodo.

Recobrar la condición ciudadana, individual y colectiva, abjurando de la designación social, que considera a los ciudadanos como masa amorfa, es imprescindible para exigir rigor y responsabilidad a nuestros políticos. El civismo nos ofrece esa oportunidad, por eso es muy importante que cumpamos con los criterios de nuestra condición civil para que podamos exigir, no solo desde el contrato social, sino desde la potestad civil que se respeten nuestra libertad y derechos, que se administre la justicia con equidad y rigor, que los representantes públicos cumplan con sus obligaciones

Civismo es el conjunto de reglas compartidas que un colectivo humano se concede y exige a sus miembros para una convivencia armónica en común, pero también es la conducta pública que debe demandarse a los ciudadanos, conscientes de sus derechos y deberes, en relación a sus iguales en la colectividad y en relación a quienes administran el poder desde el Estado. El civismo no implica la participación en la actividad política, que puede darse o no darse según el grado de compromiso con las cuestiones públicas que cada uno decida.

Cifuentes Pérez, lo define así:"la construcción del concepto de ciudadano o ciudadana consciente de sus derechos y deberes, libre, crítico, responsable, participativo y solidario"

"El civismo designa un modo de comportamiento basado en actitudes de respeto y tolerancia activa hacia el ejercicio de los derechos y libertades de todos, aunque sean diferentes a nosotros en costumbres, moral o religión; el civismo tiene sentido en el marco del cumplimiento de las leyes en un Estado democrático y de derecho. En un contexto de tiranía, de despotismo o de dictadura el verdadero civismo adquiere la dimensión de la rebeldía cívica y de desobediencia civil. Ser ciudadano no es solamente tener los "buenos modales" que la burguesía preconiza como señal de buena convivencia y de orden social, porque esos buenos modales pueden servir de pretexto para encubrir una serie de injusticias que no interesa a los más poderosos descubrir ni eliminar"

Victoria Camps, sin embargo, prefiere añadirle la condición "social", considerando prácticamente que no puede existir un civismo que no sea social, algo que no se puede compartir, porque ambos términos no forman parte de la misma episteme, los ciudadanos pueden ser cívicos y sociales, esta reducción interesada puede conducirnos a numerosos equívocos. Lo civil o cívico es una cosa y lo social otra muy diferente, evidentemente para algunas ideologías como el socialismo que tiende habitualmente hacia la confusión terminológica, termina siendo lo mismo, que es la mejor forma de lograr que nadie se entere de lo que realmente es cívico y lo que es social. Desde una perspectiva liberal, política o simplemente democrática, lo cívico es un concepto y lo social, otro muy diferente.

Victoria Camps lo define así, en su deriva confusa hacia lo social, erradicando su fundamento en la libertad: "El concepto de civismo, como también el de virtudes cívicas, ha ido adquiriendo importancia en los últimos años debido a la necesidad creciente de poner de manifiesto el papel que el ciudadano debe desempeñar en las democracias liberales. El liberalismo, en el sentido más amplio de la palabra, es el régimen político que se ha impuesto, especialmente en el mundo occidental. Digo liberalismo en el sentido amplio, que incluye el reconocimiento no sólo de los derechos civiles, sino también de los derechos sociales, como la educación o la protección de la salud. Entendido de este modo, el liberalismo se caracteriza por el reconocimiento de dos valores fundamentales, la igualdad y la libertad, siendo este último el prioritario, dando por sentado, no obstante, que sin unas políticas mínimamente equitativas, el derecho individual a la libertad sólo es un derecho formal, lo que equivale a decir que es un engaño".

Dos formas diferentes de observar el mismo concepto, la primera desde la libertad, la segunda desde su negación. Siguiendo las enseñanzas de Victoria Camps, llegamos a la extravagante conclusión de que es el Estado (o bien la sociedad), el que concede la condición cívica, y no la elección en libertad de los ciudadanos y su decisión voluntaria, la que los convierte en ciudadanos. Deduciéndose entonces que la condición ciudadana debe ser obligatoria e impuesta y no voluntaria, elegida en libertad, y asumida en responsabilidad.

Algunas de las condiciones que constituyen y determinan el civismo son las siguientes:
1) Cumplimiento de las obligaciones dimanadas de las instituciones públicas en relación a los servicios que estas les procuran. Respeto a la Constitución, respeto a las leyes que conforman el Estado de Derecho.

2) Interés por los asuntos del Estado, por las cuestiones públicas, al menos en el mismo grado que por los asuntos particulares.

3) Conciencia de que se forma parte de una comunidad que debe ser construida por todos, no exclusivamente por los políticos, sino por los políticos y los ciudadanos.

4) Respeto a las instituciones a lo largo del tiempo, a los valores comunes y compartidos, a su cohesión, a su historia y a su futuro común, a los objetivos políticos democráticos establecidos por todos, a su consistencia y a su esencialidad.

5) Acuerdo de colaboración con los demás ciudadanos del país en aspectos compartidos, a pesar de las discrepancias ideológicas, políticas y económicas que existan entre ellas. El objetivo es la convergencia y no la divergencia.

6) Un objetivo permanente, compartido por todos, de mejorar la situación institucional, económica, política y social de todos los que conforman la comunidad. Lo común está por encima de las particularidades, que deben ser asumidas, siempre que no se desvíen del objetivo compartido por todos o al menos la inmensa mayoría.

7) El civismo exige tolerancia con los que discrepan de nosotros siempre que no traten de imponernos su versión de la realidad

8) El civismo se resume en un “ethos”, una ética para la vida y la convivencia, un respeto al prójimo y la exigencia de su respeto. El civismo requiere equidad y respeto por una justicia independiente del poder político

9) El civismo se adquiere por educación en unos valores, principios y creencias comunes, que deben respetar los particulares o los diferentes, sin tentación de erradicarlos.
Ser un buen ciudadano, requiere conocer en que consiste el civismo y cumplir con los criterios que lo definen, así como exigir a los demás que los cumplan igualmente, pero fundamentalmente una "conciencia cívica". Tal vez siendo mejores ciudadanos nos pongamos de acuerdo para exigir que los políticos que nos representan lo hagan de forma eficaz y rigurosa. Si no nos respetamos a nosotros mismos, difícilmente podremos exigir respeto de los demás. El civismo debería ser la condición inexcusable que deberíamos exigir todos los ciudadanos españoles a nuestros políticos.

Recobrar nuestra identidad ciudadana, nuestra condición cívica, es un auténtico acto revolucionario en la España del siglo XXI.

Enrique Suárez

jueves, 7 de octubre de 2010

El yugo y la espada


Una de las crisis fundamentales de nuestro tiempo está originada en el asedio que el relativismo estableció sobre cualquier verdad política, lo que ha servido para que el poder aherroje la libertad de nuevo. Siempre que acontece un cambio de paradigma filosófico en la civilización occidental, el poder avanza y la libertad retrocede, lo que respercute directamente sobre la opresión de los seres humanos.

Del pensamiento plural y diverso de los clásicos, tras la caida del imperio romano se pasó al pensamiento cristiano. San Agustín convirtió el pensamiento en creencia y la razón en fe, al considerar que la única forma de acceder a la verdad era a través de la revelación divina. No hubo desde entonces otras verdades que las dictaminados por los poderosos. La Edad Media duró mil años, y con escasas excepciones fue el periodo más oscuro del racionalismo occidental. No se podía distinguir por entonces lo que era razón y lo que era propaganda cristiana. Todo lo que se apartaba del pensamiento cristiano era considerado anatema o sofisma.

Las cosas cambiaron en el Arte con la llegada del Renacimiento y en la Ciencia con la llegada de Descartes y su método fragmentario, al que debemos la separación del ser humano, la vida y el cosmos en distintas partes. La totalidad debía ser fragmentada para su estudio y análisis. Quizás la más importante y perniciosa de las hazañas metodológicas cartesianas fue la separación del ser humano en mente y cuerpo. El cuerpo fue explorado desde entonces con ahinco, mientras que la mente fue despreciada como una caja negra intangible.

La división de la realidad establecida por Descartes organizó la segregación del mundo en sus partes, en sus diversos métodos de análisis, está fue la segunda alienación del ser humano, la primera había sido la proveniente de la patrística agustiniana. Desde entonces el ser humano no ha dejado de fragmentarse y alienarse en un camino ininterrumpido hacia su disolución. Hubo intentos de regreso al monismo por parte de numerosos pensadores que trataron de recobrar la unidad esencial del ser humano desde distintos planteamientos como Pascal, Spinoza, Hume o Hegel mientras que otros avanzaron sobre la doctrina cartesiana establecida como es el caso de Kant abriendo las autopistas racionales hacia el futuro del pensamiento, y dividiendo la razón en teórica y práctica.

Razón contra propaganda

Para Kant, la razón es la facultad formuladora de principios, que se divide en Razón Teórica y Razón Práctica, dos usos distintos de la misma y única razón. Cuando dichos principios se refieren a la realidad de las cosas, el conocimiento de la realidad, estamos ante el uso teórico de la Razón (Razón Teórica). Cuando dichos principios tienen como fin la dirección de la conducta, le estamos dando a la razón un uso práctico (Razón Práctica). En su uso teórico la Razón genera juicios y en su uso práctico imperativos o mandatos. Razón, entendimiento y sensibilidad conforman las principales facultades cognoscitivas del ser humano. La razón siempre puede ser manipuladad y de hecho lo es, por la propaganda desde el poder.

La propaganda consiste en el lanzamiento de una serie de mensajes que busca influir en el sistema de valores del ciudadano y en su conducta. Richard Alan Nelson, la define así: “de forma neutral la propaganda es definida como una forma intencional y sistemática de persuasión con fines ideológicos, políticos o comerciales, con el intento de influir en las emociones, actitudes, opiniones y acciones de los grupos de destinatarios específicos a través de la transmisión controlada de información parcial (que puede o no basarse en hechos) a través de los medios de comunicación masiva y directa."

Hasta mediados del siglo XX la razón determinaba la realidad desde el positivismo, coherente con los cimientos de la democracia, la libertad, el cristianismo, el capitalismo, y el individualismo; sin embargo a partir de los años sesenta del pasado siglo todo fue cuestionado fundamentalmente desde la izquierda política. El pensamiento crítico, las teorías del conflicto, el marxismo y el cambio social establecieron que la verdad sobre la que se había construido el pensamiento occidental era injusta socialmente, aprovechando las nuevas tecnologías de la comunicación y la difusión cultural en la sociedad de masas.

Como Ortega y Gasset denunció en su obra La Revolución de las Masas, la razón política adscrita a la democracia liberal resultó desplazada por la política en interés de la democracia social. Los seres humanos individuales perdieron su condición auténtica para disolverse en elementos de una masa social amorfa.

Sociedad de masas y cosificación materialista

El ser humano occidental fue enjaulado nuevamente en su cosificación materialista, por el capitalismo desde el mercado y por el marxismo desde el Estado en una nueva alienación. Los seres humanos individuales perdieron su identidad para convertirse en elementos que conforman un cuerpo social decapitado, por el dogmatismo de la razón social: productores, consumidores, clientes, contribuyentes, usuarios, votantes, y creyentes fueron las nuevas categorías de pertenencia y etiquetamiento. La libertad pasó de ser elección sobre lo que existe, a decisión sobre lo que se ofrece. El secuestro social beneficiaba así tanto al poder económico como al poder político.

La postmodernidad desde el relativismo y su aplicación del constructivismo cerró aún más las posibilidades de la libertad, para favorecer las del poder. La verdad no existe y la realidad es perspectiva, mirada, determinada por la posición de percepción, algo que ya había anticipado Ramón del Campoamor al decir: “en este mundo traidor nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”, sin recibir el reconocimiento correspondiente por parte de los relativistas.

La verdad desde entonces es una creencia, una interpretación particular de la realidad tan valiosa como la mentira. Por tanto la razón es innecesaria, solo importa la perspectiva y la imagen, el nuevo culto iconoclasta contra las creencias tradicionales, con el ánimo de crear nuevas creencias, no para abolir las creencias, que era su propósito inicial. Realmente el relativismo es una finta para eludir la racionalidad, que no se soporta argumentalmente, porque si la verdad no existe, tampoco existe el relativismo como única verdad, como verdad dogmática que se ha terminado implantando en el pensamiento occidental. Si la verdad no existe, todo es mentira, algo que interesa al poder, para erradicar cualquier creencia que pueda amenazarlo.

La jaula social

Sin embargo, la erradicación del racionalismo individualista del pensamiento occidental fue inmediatamente aprovechado por la política, especialmente por las ideologías de izquierdas, para implantar la razón social. Al mismo tiempo que veían como la realidad acababa con el régimen soviético, con el socialismo real y se producía la caída del muro de Berlín en 1989, mostrando el fracaso de sus principios, se establecía el asalto a los cuarteles de invierno en las democracias capitalistas.

El ser humano se convirtió definitivamente en ser social, interlocutor de identidad incierta al que se dirigieron desde entonces las propuestas políticas. La propaganda (influencia política) y la publicidad (influencia comercial o mercantil) ejercieron desde entonces su dominio en una cultura que abjuraba del conocimiento y abrazaba la imagen, la realidad representada. Una imagen vale más que mil palabras, aunque sea un montaje televisivo. El medio es el mensaje, aunque solo dé las noticias que interesan desde el poder, por qué quien controla la información mantiene el poder.

Desde entonces y apoyándose en el relativismo se impuso un nuevo culto icónico: solo existe lo que sale en la televisión, en los medios. La realidad terminó siendo exclusivamente la realidad representada, que siempre era la realidad que interesaba presentar al poder, esa incierta realidad social que no distingue al rico del pobre, al libre del esclavo, al inteligente del idiota, a la mujer del hombre, al niño del viejo, al blanco del negro, esa realidad social que desidentifica y vuelve anónimo al ser humano, desde la opresión mediática y la violencia política que reduce la libertad del ser humano a las alternativas correctas que se ofrecen desde el poder.

La generalización de la inmersión de los seres humanos libres e individuales en una sociedad de masas amorfa conduce a la globalización, que considera que la única libertad del ser humano solo puede ser social, convirtiéndose en anatema pensar por sí mismo más allá de los límites establecidos, permitidos o impuestos por el poder.

La democracia es social, la justicia es social, la economía es social, la política es social, la cultura es social y muy pronto la libertad también sera social. Pero cuando nos miramos al espejo o miramos a nuestros semejantes no vemos seres sociales, sino seres humanos que cada día sienten más extrañeza de la condición social exclusiva que le han asignado.

Sin libertad política

Desde entonces rige en este mundo una ley yugo sobre la libertad, seremos libres en los límites que el poder establezca en sus políticas, fundamentadas en las creencias ideológicas que se irán alternando en su abuso y detentación, para perpetuar el más de lo mismo. Hoy gobernarán los socialistas, mañana los conservadores, según convenga a las grandes corporaciones internacionales económicas y políticas.

No hay más, el fin de la historia consiste en la extinción de la libertad política, del individualismo, de la identidad humana particular de cada ser humano, de la pluralidad y de la diversidad, todos los seres humanos seremos clones que conformaremos una sociedad aglomerada para que el poder pueda determinar su destino colectivo, según convenga a los que lo administran.

Toda creatividad o novedad será abortada en su origen por las fuerzas que imponen el orden requerido desde el poder. El poder nos asimilará. Seremos libres para movernos en la gran jaula mediática que se ha construido, podremos pensar lo que queramos, decir lo que nos apetezca, consumir según nuestras preferencias y recursos, hacer lo que nos dé la gana, incluso podremos cambiar de programa en la televisión con el mando a distancia, o mirar en internet lo que queramos y decir lo que bien nos parezca, pero eso no servirá absolutamente de nada para cambiar nuestra condición de seres sociales y podremos hacerlo siempre que no comamos el fruto prohibido de la libertad política del árbol del bien y del mal, que no cuestionemos el poder existente, que aceptemos nuestra condición de esclavos anónimos y amorfos que cada día viven peor, más distorsionados y extraños de si mismos para que los que detentan el poder en nuestra representación no vean peligrar su futuro, ni el del sistema que les permite ser cada día más libres a costa de que sus representados seamos cada día más siervos de sus veleidades arbitrarias.

¿Realmente avanzamos o estamos retrocediendo?. ¿No estamos acaso ante una nueva verdad revelada por la propaganda desde el poder?. ¿No es lo social una jaula que excluye nuestra libertad?. ¿No es la razón colectiva el verdugo de la razón individual?. Antes de que sea demasiado tarde, estaremos obligados a elegir entre asumir el yugo social que nos impone el poder o la espada para reconquistar nuestra libertad individual. Hoy como ayer, la verdad nos hará libres y cada uno debe elegir su verdad por sí mismo, sin permitir ninguna interferencia desde el poder.

Biante de Priena

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