"… nous ne pouvons plus choisir nos problèmes. Ils nous choisissent l’un après l’autre. Acceptons d’être choisis.”
Albert Camus, L’Homme révolté.
“Veo levantarse en nuestra vieja Europa a una nueva generación de líderes, sin miedo ni repugnancia a derramar la sangre, sin miramientos, acostumbrados a sufrir terriblemente, pero también a actuar terriblemente. Una generación que construye máquinas y que las desafía, una generación que entiende que la máquina no es un metal sin vida sino un instrumento de dominación que hay que utilizar con la cabeza fría y el corazón violento. Esto es lo que le dará al mundo un rostro nuevo”. Por supuesto, para Finkielkraut, esa generación endurecida, brutalizada y asalvajada por la guerra en su pensamiento y en su acción construirá las dos formas políticas ignoradas por los Antiguos y por los Modernos y que le dieron al siglo veinte su sello de originalidad: el comunismo y el nazismo.
(ilustración: Siberian Prison Camps, por Carl De Keyzer, 2003)
Antes de evocar el pensamiento filosófico, pero contemporáneo y comprometido con la cotidianeidad, de Alain Finkielkraut, a quien le dedicaré varios artículos de mis crónicas de Calypso, quisiera evocar una anécdota, pues considero que la dimensión (o catadura, según los casos) moral de las personas es primera en relación con los demás ángulos de cada individuo, y se desprende -más de lo que uno dice, aunque menos de lo que uno hace-, del saber ser y estar, que dirían los pedagogos adictos a Marchesi made in Logse.
Recientemente entonces, le escuchaba responder a unas preguntas en una radio judía de París, cuando la locutora cayó en el error bastante común de pronunciar la “f” final de la palabra “cerf”, al relatar la aventura de un ciervo fugitivo por el centro de Tel Aviv, y las precauciones extremas de la policía israelí por capturarlo sin lesionarlo. En su respuesta, Finkielkraut empezó a decir “ce…”, dio marcha atrás y optó por “animal”. ¿El motivo? Este virtuoso del idioma francés no quiso corregir, aunque sólo fuese implícitamente, a quien le acompañaba en la tertulia.
¿Por dónde tirar del hilo Finkielkraut? Lo más legítimo y esperable sería acudir a Hannah Arendt, su maestra, y una de las mías. Pero no, partamos de la “radicalidad” denunciada por Albert Camus, que le valió el ostracismo de la intelligentsia bajo influencia estalinista, es decir, la única intelligentsia de su época, colectiva y tumultuosa frente a la trágica soledad de Raymond Aron y del propio Camus.
Porque seguimos en lo mismo. Como la humedad de Buenos Aires o las ratas de Nueva York, la radicalidad lo impregna todo en este inicio de milenio, como empapó de sangre el siglo veinte.
En unos textos recientes y en las clases que dio el curso pasado en la Escuela Politécnica de París (en particular su tercera lección, “Pensar el siglo veinte”, publicada con otros textos en Nous autres, Modernes, ed. Ellipses, 2005), Finkielkraut intenta desmenuzar el mecanismo que genera en la sociedad moderna el ascenso imparable del hombre radical.
Acude a Ernst Jünger, por supuesto, testigo ambiguo del desastre filosófico del siglo diecinueve. Mientras Auguste Comte definía la sociedad moderna como la suplantación del guerrero por el trabajador, Jünger percibía que a la guerra de los caballeros le sucedía la guerra de los trabajadores. La guerra industrial profesionaliza al soldado, y simplifica, de cierta forma, lo que está en juego, con los recursos de la inteligencia al servicio de la fuerza en el puño. La sorpresa técnica de la Primera Guerra mundial consistía en la regresión como recompensa, la fusión de perfeccionismo y primitivismo y el triunfo de lo elemental como apoteosis de la evolución.
Y fue tal el triunfo que superó a la paz misma, pues jamás retornaría la humanidad al paradigma del “antes de la guerra”. No, en la paz se perpetuó el paradigma de la guerra, tal y como lo expresa Jünger: “Veo levantarse en nuestra vieja Europa a una nueva generación de líderes, sin miedo ni repugnancia a derramar la sangre, sin miramientos, acostumbrados a sufrir terriblemente, pero también a actuar terriblemente. Una generación que construye máquinas y que las desafía, una generación que entiende que la máquina no es un metal sin vida sino un instrumento de dominación que hay que utilizar con la cabeza fría y el corazón violento. Esto es lo que le dará al mundo un rostro nuevo”. Por supuesto, para Finkielkraut, esa generación endurecida, brutalizada y asalvajada por la guerra en su pensamiento y en su acción construirá las dos formas políticas ignoradas por los Antiguos y por los Modernos y que le dieron al siglo veinte su sello de originalidad: el comunismo y el nazismo.
Es cierto que los bolcheviques no han inventado el proyecto moderno de una dominación total del hombre sobre su destino, ni el motivo de la revolución como forma privilegiada de cambio, ni la idea del socialismo como estado supremo de la democracia: lo han heredado. Han pretendido realizar la solución del problema humano y cumplir la historia en el sentido que el siglo 19 le dio a ese término.
¿Cómo explicar la fascinación tan duradera ejercida por el régimen soviético allende sus fronteras sin ese proyecto filosófico de una identidad final de lo real y de lo racional?
Lo que nos retrotrae mucho antes de 1.914, si queremos establecer la genealogía de la idea comunista. Todo empieza, se podría decir, con el rechazo del pecado original. Durante el largo período del Medioevo cristiano, la desigualdad social no era considerada como contradictoria con la existencia de un alma inmortal en cada hombre.
Isidoro de Sevilla decía que, más allá del bautismo, “Dios el Justo establece una discriminación en la existencia de los hombres, convirtiendo a unos esclavos, a otros en dueños, para que la libertad de actuar mal sea restringida por el poder del dominador. Porque, si todos viviesen sin temor, ¿cómo podría prohibirse el mal?”
La Caída, en otras palabras, habría corrompido tanto el alma humana que la subordinación de muchos a unos pocos resultaba necesaria para la cohesión misma de la sociedad. Se puede, en oposición a esta sentencia, definir los Tiempos Modernos como el debilitamiento progresivo de la doctrina de la Caída en el espíritu de los hombres. Moderna es la época que discierne en la sucesión un principio de enriquecimiento y que piensa, como escribe Cioran, que el tiempo contiene potencialmente la respuesta a todas las interrogaciones y el remedio a todos los males, que su desarrollo encierra el esclarecimiento del misterio y la reducción de nuestras perplejidades, porque es el agente del cumplimiento total de las virtualidades humanas.
Jean-Jacques Rousseau fue quien, precisamente, dio un paso decisivo oponiendo al pecado original la bondad original del hombre. Lo que significaría, en su visión, que el mal es social, que procede de la sociedad, es decir de la sustitución del poder usurpado del fuerte sobre el débil. A partir de entonces, la política podría fijarse como meta erradicar el mal. Así lo expresó Saint-Just, promotor junto con Robespierre del terror(ismo) de estado: “La felicidad es una idea nueva en Europa”. En cuanto al socialismo, nace en el siglo diecinueve cuando la sociedad burguesa, igualitaria por principio, produce desigualdad con la división del trabajo. Criticando la sociedad moderna en nombre de sus propios postulados, el socialismo pretende conducir la revolución democrática hasta sus últimas cosecuencias: la destrucción de la burguesía, después de la feodalidad y la monarquía. “La historia de la sociedad hasta nuestra época ha sido la de la lucha de clases”, escribe Marx en el Manifiesto del Partido Comunista. Llega entonces, con el antagonismo entre burguesía y proletariado, la última batalla: “siendo la pérdida total del hombre, el proletariado no puede reconquistarse a sí mismo sin una reconquista total del hombre”. Hasta entonces, todas las revoluciones las hicieron unas minorías, pero la revolución proletaria, según Marx, la haría una mayoría en beneficio de todos.
Aprovechándose de la guerra y del caos que engendró en su país, Lenin se conformó pues, a primera vista, con poner en práctica una teoría anterior. Y aplicándola, puso en evidencia su potencialidad totalitaria. Era inevitable que una política absoluta cayera en el dogmatismo y en la persecución. La explotación, la desigualdad, el Mal no son adversarios legítimos. Según esta visión, el siglo veinte habría sido la realización en pesadilla de los sueños de los siglos anteriores, el teatro de los desastres de la utopía y de las devastaciones de la esperanza.
Sin embargo, hay que ir más lejos: la guerra no sólo ha sido la oportunidad que los bolcheviques supieron utilizar para llevar a cabo la Revolución. Hizo más que abrir la puerta a las ideologías antiliberales: se extendió tanto en la práctica como en la teoría revolucionaria. Invadió hasta el acontecimiento que la hizo posible. “No necesitamos impulsos histéricos”, escribía Lenin, “lo que hace falta es la marcha en cadencia de los batallones de hierro del proletariado”. La clase universal de Karl Marx se transforma, en la pluma de su discípulo ruso, en un ejército obediente, irresistible y cruel. Lenin proyectó sobre la revolución bolchevique la imagen de Jünger: “el desfile triunfal de una voluntad asesina en la que se revela la terrible profundidad de la potencia”. Un cuerpo único completamente militarizado, eso debía ser, según él, la clase “a la que se ha perjudicado, no de forma parcial, sino de forma absoluta”, para reparar la injusticia. ¿Cómo? Causándole al horror sin fin de la sociedad capitalista un final horroroso.
La guerra hiperbólica moldeó su visión de la lucha final, “como un puño alzado y temible, que arrastra a las masas, en columnas impersonales, sin risas ni canciones, envueltas en una nube de ruido y de acero al ritmo de las botas con clavos y del contacto sonoro entre fusiles y cascos”. Lo escribe Jünger, pero Lenin comparte ese estremecimiento. ¿Qué es, para él, la histeria? La ausencia del silencio en las filas, los lloriqueos, los estados anímicos cambiantes, las frases, la literatura. “Sólo la fuerza”, escribe Vladimir Ulianov, “puede resolver los grandes problemas históricos. No confundáis frases y actos”. Y así lo hicieron los partidos que surgieron de la Revolución, no los confundieron, en efecto, adoptando una línea de conducta bien resumida por Arthur Koestler en su autobiografía política: “Donde esté un comunista, allí está el frente”; “el frente no es un espacio de discusión”.
Argucias miserables. Intercambio incongruente. Frivolidad funesta del diálogo allí donde se fragua la batalla. De la guerra y en ella nace la representación de la acción. Decir no es hacer, hablar no es actuar. La política es fuerza. Frente al enemigo, el debate es un lujo prohibido y una debilidad que puede ser fatal. En la idea marxista de lucha de clases, la violencia ocupaba un lugar importante (lo que era nuevo en filosofía) pero, por una parte, Marx compartía el ideal democrático según el cual la revolución sólo podría producirse cuando el proletariado representase una mayoría imponente en el cuerpo social. Por otra parte y sobre todo, existía un espacio para la confrontación verbal, para el enfrentamiento de puntos de vista en el concepto de lucha, para la dialéctica en el tratamiento de las contradicciones. Y además, cuando Marx y Engels hablan de destrucción, no se refieren a las personas sino a las instituciones y a los modos de producción: el “sistema” capitalista o la “dictadura” de la burguesía. Lo que separa a los bolcheviques y a Marx es la experiencia de Jünger: “Me he dado cuenta de la diferencia que existe entra la acción y la palabra y este conocimiento jamás me lo hubiera proporcionado la paz”. Con la guerra, la palabra queda desacreditada. Empieza la era de la subordinación del intelectual ante el militar: “El Papa… ¿cuántas divisiones?” (palabras de Stalin, años más tarde).
Recapitulando: “La guerra”, decía Clausewitz, “es la mera continuación de la política por otros medios”. Esta fórmula ha sido contradicha por la Primera Guerra mundial. La política no ha conducido a la guerra, sino que ha seguido su estela. Y como marca de la diferencia entre el siglo veinte y el gran dispositivo de los Tiempos modernos europeos para encuadrar la violencia entre estados, ese desencadenamiento bélico es el que ha fijado el modelo de la política revolucionaria. Lenin introdujo, en la conflictividad del tiempo de paz, la violencia, la radicalidad y el carácter ilimitado de la guerra total. La revolución, por lo tanto, proviene de la guerra que precisamente denuncia. Ambiciona, es cierto, la paz definitiva, pero no concibe otros medios para alcanzar ese ideal que no sean exterminar al enemigo, y para ello exige un ejército en orden para la batalla. Como leninista ortodoxo que era, Mao Ze Dong escribió: “La guerra, ese monstruo que hace que los hombres se aniquilen, quedará eliminada gracias al desarrollo de la sociedad humana, en un futuro no muy lejano. Pero para suprimir la guerra, sólo hay un método: oponerle la guerra, oponer la guerra revolucionaria y la guerra contrarrevolucionaria”.
Hay pues una ruptura entre la era moderna y el mundo que nació de la cadena de catástrofes iniciada por la Gran Guerra. Como apuntaba Élie Halevy en 1936: “El socialismo de la postguerra es hijo del régimen de guerra, más que de la doctrina marxista”. Los siglos anteriores transmitieron al veinte la ilusión de una política absoluta y la reducción de la pluralidad humana y de la diversidad de las situaciones al enfrentamiento entre dos fuerzas. Pero bastó con una conflagración incontrolable para que aquella política absoluta tomase forma de movilización total y que la lucha contra “el enemigo de clase” lograse la destrucción sistemática de éste con hambrunas o en campos de concentración.
Del nacionalsocialismo se puede decir, como acerca del comunismo, que su inspiración ideológica es anterior a la Gran Guerra. La crítica de la abstracción democrática en el nombre de la antigua sociedad orgánica empezó con motivo de la Revolución francesa, y contra ella. Fue entonces cuando la disolución de los vínculos tradicionales, así como la separación y la igualación de los individuos fueron denunciadas por primera vez como un tormento. Después llegó la acusación romántica contra la burguesía, tachada de mediocre y, en su versión urbana, de artificiosa. Pero la guerra le dio a esa crítica un vuelco muy importante, al reconciliar el romanticismo y la técnica, dándole a la nostalgia un objeto nuevo: ya no la comunidad rural, sino la Frontgemeinschaft, la comunidad de las trincheras. El hombre democrático, reducido por la sociedad liberal a la búsqueda del confort y a la gestión egoísta de sus intereses, vio ofrecerse a él la exaltadora perspectiva de la densidad de la vida y de la autenticidad recobrada en la fraternidad de las armas. De la misma manera, Hitler era antisemita antes de la guerra , pero fue la derrota la que tranformó aquella opinión en obsesión. La palabra odio surge, en sus escritos, en el fragmento de Mein Kampf donde relata su reacción ante el 11 de noviembre (armisticio y derrota de Alemania, en 1.918). Todas las batallas se libraron fuera del territorio alemán, pero Alemania capituló. Por lo tanto, debía de haber otra cosa, una verdad secreta, maniobras, un complot: “El odio nació en mí contra los autores de aquellos acontecimientos”, escribió Hitler. Los acontecimientos tienen autores invisibles. Esos autores invisibles son los invisibles judíos. La conclusión se impone: “Con el Judío, no hay que pactar nada sino decidir: todo o nada. En lo que me concierne, decidí hacer política”.
Todo o nada: el cabo Hitler situa la política bajo el paradigma de la confrontación definitiva con un enemigo absoluto. Se comprueba entonces, como escribe el historiador Ian Kershaw, que “la Primera Guerra mundial hizo posible a Hitler. Sin la experiencia de la guerra, la humillación de la derrota y el estremecimiento revolucionario, el artista fracasado y el marginado no hubiera descubierto qué podía hacer con su vida, entrando en política para desempeñar su oficio de propagandista y demagogo tabernario. Sin el traumatismo de la guerra, de la derrota y de la revolución, sin la radicalización de la sociedad alemana provocada por dicho traumatismo, el demagogo jamás hubiese captado a un público sensible a su mensaje gritón y lleno de odio. El legado de la guerra perdida creó las condiciones por las cuales los caminos de Hitler y de la población alemana empezaron a cruzarse”.
Y cuando, en agosto de 1.941, la campaña de Rusia empieza a fracasar, Hitler, ante los suyos, evoca insistentemente el recuerdo de 1.918. “Los autores de aquellos acontecimientos” no iban a salirse con la suya. Esta vez iban a pagar por la sangre derramada. Y consecuentemente, la persecución de los judíos se transforma en Solución final.
Alianza de pasiones primarias y de frialdad ténica; desprecio por los suspiros, los escrúpulos y los discursos de las almas buenas; reconocimiento de la verdad en la violencia del puño castigador; fascinación por la potencia y por la unidad de la voluntad; preeminencia de la fuerza sobre las formas; constitución del número Dos, el de la escisión antagónica en ley universal del ser; subyugación de la complejidad de las cosas antela máxima “él o yo”, oración de pura beligerancia, irreductible al enfoque dialéctico: la Primera Guerra mundial no sólo devastó Europa a sangre y fuego, sino que también transformó en sangre y fuego los valores europeos. Y hasta el pacifismo lleva la marca de esa radicalidad. El discurso de la paz a pesar de todo y a cualquier precio viene impregnado por aquello que, precisamente, aspira a combatir. En 1.940, el delicado y sensible, el refinado Jacques Chardonne justifica en estos términos la rendición francesa y el armisticio: “Sólo tengo en consideración las opiniones políticas de la historia. Están inscritas en elementos innegables, en catástrofes cargadas de razón, y por adelantado aplaudo ante el acontecimiento que deberé soportar si tiene la autoridad del huracán”.
El siglo diecinueve tuvo a sus constructores, inventores, soñadores, aventureros, hombres de estado, cantamañanas, héroes, cobardes y malvados. El veinte también, y muchos. Pero además, tendría a Varlam Shalamov, Primo Levi, Jean Améry, David Rousset, Vassili Grossman: sus testigos.
Vosotros, quienes vivís en seguridad,
En vuestros acogedores hogares
Vosotros quienes, al atardecer, os encontráis
Con amigos sentados a vuestra mesa
Mirad si es un hombre
Aquel que trabaja en el barro
Que no conoce la paz
Que lucha por un pedazo de pan
Que muere por un sí o por un no.
Esos supervivientes están en suspenso. En un siglo que quiso crear a un hombre nuevo, grande, fiero, intratable sobre las ruinas del mundo antiguo condenado por la guerra, ellos dieron testimonio por una humanidad sumergida y acerca de la fragilidad de lo humano. Han visto que ningún hombre, por muy estoico que fuere, está seguro de librarse del asesinato en él de la persona moral. El filósofo Emmanuel Levinas señala admirablemente el intempestivo significado de su mensaje: “Que se pueda crear un alma de esclavo no es sólo la expresión más estremecedora del hombre moderno, sino también, quizás, la negación misma de la libertad humana. La libertad humana es esencialmente no heroica. Que se pueda, con la intimidación o la tortura, romper la resistencia absoluta de la libertad hasta en la manera de pensar, que el orden venido de fuera ya no venga a pegarnos de frente, que podamos acatarlo como si naciera en nosotros, ésa es la irrisoria libertad. (…) Lo que sigue siendo libre, sin embargo, es la capacidad de prever su propio hundimiento y prevenirlo. La libertad consiste en instituir fuera de sí un orden de razón; en confiar lo razonable a lo escrito, en recurrir a una institución.”
Dante Pombo de Alvear, Crónicas de Calypso
Albert Camus, L’Homme révolté.
“Veo levantarse en nuestra vieja Europa a una nueva generación de líderes, sin miedo ni repugnancia a derramar la sangre, sin miramientos, acostumbrados a sufrir terriblemente, pero también a actuar terriblemente. Una generación que construye máquinas y que las desafía, una generación que entiende que la máquina no es un metal sin vida sino un instrumento de dominación que hay que utilizar con la cabeza fría y el corazón violento. Esto es lo que le dará al mundo un rostro nuevo”. Por supuesto, para Finkielkraut, esa generación endurecida, brutalizada y asalvajada por la guerra en su pensamiento y en su acción construirá las dos formas políticas ignoradas por los Antiguos y por los Modernos y que le dieron al siglo veinte su sello de originalidad: el comunismo y el nazismo.
(ilustración: Siberian Prison Camps, por Carl De Keyzer, 2003)
Antes de evocar el pensamiento filosófico, pero contemporáneo y comprometido con la cotidianeidad, de Alain Finkielkraut, a quien le dedicaré varios artículos de mis crónicas de Calypso, quisiera evocar una anécdota, pues considero que la dimensión (o catadura, según los casos) moral de las personas es primera en relación con los demás ángulos de cada individuo, y se desprende -más de lo que uno dice, aunque menos de lo que uno hace-, del saber ser y estar, que dirían los pedagogos adictos a Marchesi made in Logse.
Recientemente entonces, le escuchaba responder a unas preguntas en una radio judía de París, cuando la locutora cayó en el error bastante común de pronunciar la “f” final de la palabra “cerf”, al relatar la aventura de un ciervo fugitivo por el centro de Tel Aviv, y las precauciones extremas de la policía israelí por capturarlo sin lesionarlo. En su respuesta, Finkielkraut empezó a decir “ce…”, dio marcha atrás y optó por “animal”. ¿El motivo? Este virtuoso del idioma francés no quiso corregir, aunque sólo fuese implícitamente, a quien le acompañaba en la tertulia.
¿Por dónde tirar del hilo Finkielkraut? Lo más legítimo y esperable sería acudir a Hannah Arendt, su maestra, y una de las mías. Pero no, partamos de la “radicalidad” denunciada por Albert Camus, que le valió el ostracismo de la intelligentsia bajo influencia estalinista, es decir, la única intelligentsia de su época, colectiva y tumultuosa frente a la trágica soledad de Raymond Aron y del propio Camus.
Porque seguimos en lo mismo. Como la humedad de Buenos Aires o las ratas de Nueva York, la radicalidad lo impregna todo en este inicio de milenio, como empapó de sangre el siglo veinte.
En unos textos recientes y en las clases que dio el curso pasado en la Escuela Politécnica de París (en particular su tercera lección, “Pensar el siglo veinte”, publicada con otros textos en Nous autres, Modernes, ed. Ellipses, 2005), Finkielkraut intenta desmenuzar el mecanismo que genera en la sociedad moderna el ascenso imparable del hombre radical.
Acude a Ernst Jünger, por supuesto, testigo ambiguo del desastre filosófico del siglo diecinueve. Mientras Auguste Comte definía la sociedad moderna como la suplantación del guerrero por el trabajador, Jünger percibía que a la guerra de los caballeros le sucedía la guerra de los trabajadores. La guerra industrial profesionaliza al soldado, y simplifica, de cierta forma, lo que está en juego, con los recursos de la inteligencia al servicio de la fuerza en el puño. La sorpresa técnica de la Primera Guerra mundial consistía en la regresión como recompensa, la fusión de perfeccionismo y primitivismo y el triunfo de lo elemental como apoteosis de la evolución.
Y fue tal el triunfo que superó a la paz misma, pues jamás retornaría la humanidad al paradigma del “antes de la guerra”. No, en la paz se perpetuó el paradigma de la guerra, tal y como lo expresa Jünger: “Veo levantarse en nuestra vieja Europa a una nueva generación de líderes, sin miedo ni repugnancia a derramar la sangre, sin miramientos, acostumbrados a sufrir terriblemente, pero también a actuar terriblemente. Una generación que construye máquinas y que las desafía, una generación que entiende que la máquina no es un metal sin vida sino un instrumento de dominación que hay que utilizar con la cabeza fría y el corazón violento. Esto es lo que le dará al mundo un rostro nuevo”. Por supuesto, para Finkielkraut, esa generación endurecida, brutalizada y asalvajada por la guerra en su pensamiento y en su acción construirá las dos formas políticas ignoradas por los Antiguos y por los Modernos y que le dieron al siglo veinte su sello de originalidad: el comunismo y el nazismo.
Es cierto que los bolcheviques no han inventado el proyecto moderno de una dominación total del hombre sobre su destino, ni el motivo de la revolución como forma privilegiada de cambio, ni la idea del socialismo como estado supremo de la democracia: lo han heredado. Han pretendido realizar la solución del problema humano y cumplir la historia en el sentido que el siglo 19 le dio a ese término.
¿Cómo explicar la fascinación tan duradera ejercida por el régimen soviético allende sus fronteras sin ese proyecto filosófico de una identidad final de lo real y de lo racional?
Lo que nos retrotrae mucho antes de 1.914, si queremos establecer la genealogía de la idea comunista. Todo empieza, se podría decir, con el rechazo del pecado original. Durante el largo período del Medioevo cristiano, la desigualdad social no era considerada como contradictoria con la existencia de un alma inmortal en cada hombre.
Isidoro de Sevilla decía que, más allá del bautismo, “Dios el Justo establece una discriminación en la existencia de los hombres, convirtiendo a unos esclavos, a otros en dueños, para que la libertad de actuar mal sea restringida por el poder del dominador. Porque, si todos viviesen sin temor, ¿cómo podría prohibirse el mal?”
La Caída, en otras palabras, habría corrompido tanto el alma humana que la subordinación de muchos a unos pocos resultaba necesaria para la cohesión misma de la sociedad. Se puede, en oposición a esta sentencia, definir los Tiempos Modernos como el debilitamiento progresivo de la doctrina de la Caída en el espíritu de los hombres. Moderna es la época que discierne en la sucesión un principio de enriquecimiento y que piensa, como escribe Cioran, que el tiempo contiene potencialmente la respuesta a todas las interrogaciones y el remedio a todos los males, que su desarrollo encierra el esclarecimiento del misterio y la reducción de nuestras perplejidades, porque es el agente del cumplimiento total de las virtualidades humanas.
Jean-Jacques Rousseau fue quien, precisamente, dio un paso decisivo oponiendo al pecado original la bondad original del hombre. Lo que significaría, en su visión, que el mal es social, que procede de la sociedad, es decir de la sustitución del poder usurpado del fuerte sobre el débil. A partir de entonces, la política podría fijarse como meta erradicar el mal. Así lo expresó Saint-Just, promotor junto con Robespierre del terror(ismo) de estado: “La felicidad es una idea nueva en Europa”. En cuanto al socialismo, nace en el siglo diecinueve cuando la sociedad burguesa, igualitaria por principio, produce desigualdad con la división del trabajo. Criticando la sociedad moderna en nombre de sus propios postulados, el socialismo pretende conducir la revolución democrática hasta sus últimas cosecuencias: la destrucción de la burguesía, después de la feodalidad y la monarquía. “La historia de la sociedad hasta nuestra época ha sido la de la lucha de clases”, escribe Marx en el Manifiesto del Partido Comunista. Llega entonces, con el antagonismo entre burguesía y proletariado, la última batalla: “siendo la pérdida total del hombre, el proletariado no puede reconquistarse a sí mismo sin una reconquista total del hombre”. Hasta entonces, todas las revoluciones las hicieron unas minorías, pero la revolución proletaria, según Marx, la haría una mayoría en beneficio de todos.
Aprovechándose de la guerra y del caos que engendró en su país, Lenin se conformó pues, a primera vista, con poner en práctica una teoría anterior. Y aplicándola, puso en evidencia su potencialidad totalitaria. Era inevitable que una política absoluta cayera en el dogmatismo y en la persecución. La explotación, la desigualdad, el Mal no son adversarios legítimos. Según esta visión, el siglo veinte habría sido la realización en pesadilla de los sueños de los siglos anteriores, el teatro de los desastres de la utopía y de las devastaciones de la esperanza.
Sin embargo, hay que ir más lejos: la guerra no sólo ha sido la oportunidad que los bolcheviques supieron utilizar para llevar a cabo la Revolución. Hizo más que abrir la puerta a las ideologías antiliberales: se extendió tanto en la práctica como en la teoría revolucionaria. Invadió hasta el acontecimiento que la hizo posible. “No necesitamos impulsos histéricos”, escribía Lenin, “lo que hace falta es la marcha en cadencia de los batallones de hierro del proletariado”. La clase universal de Karl Marx se transforma, en la pluma de su discípulo ruso, en un ejército obediente, irresistible y cruel. Lenin proyectó sobre la revolución bolchevique la imagen de Jünger: “el desfile triunfal de una voluntad asesina en la que se revela la terrible profundidad de la potencia”. Un cuerpo único completamente militarizado, eso debía ser, según él, la clase “a la que se ha perjudicado, no de forma parcial, sino de forma absoluta”, para reparar la injusticia. ¿Cómo? Causándole al horror sin fin de la sociedad capitalista un final horroroso.
La guerra hiperbólica moldeó su visión de la lucha final, “como un puño alzado y temible, que arrastra a las masas, en columnas impersonales, sin risas ni canciones, envueltas en una nube de ruido y de acero al ritmo de las botas con clavos y del contacto sonoro entre fusiles y cascos”. Lo escribe Jünger, pero Lenin comparte ese estremecimiento. ¿Qué es, para él, la histeria? La ausencia del silencio en las filas, los lloriqueos, los estados anímicos cambiantes, las frases, la literatura. “Sólo la fuerza”, escribe Vladimir Ulianov, “puede resolver los grandes problemas históricos. No confundáis frases y actos”. Y así lo hicieron los partidos que surgieron de la Revolución, no los confundieron, en efecto, adoptando una línea de conducta bien resumida por Arthur Koestler en su autobiografía política: “Donde esté un comunista, allí está el frente”; “el frente no es un espacio de discusión”.
Argucias miserables. Intercambio incongruente. Frivolidad funesta del diálogo allí donde se fragua la batalla. De la guerra y en ella nace la representación de la acción. Decir no es hacer, hablar no es actuar. La política es fuerza. Frente al enemigo, el debate es un lujo prohibido y una debilidad que puede ser fatal. En la idea marxista de lucha de clases, la violencia ocupaba un lugar importante (lo que era nuevo en filosofía) pero, por una parte, Marx compartía el ideal democrático según el cual la revolución sólo podría producirse cuando el proletariado representase una mayoría imponente en el cuerpo social. Por otra parte y sobre todo, existía un espacio para la confrontación verbal, para el enfrentamiento de puntos de vista en el concepto de lucha, para la dialéctica en el tratamiento de las contradicciones. Y además, cuando Marx y Engels hablan de destrucción, no se refieren a las personas sino a las instituciones y a los modos de producción: el “sistema” capitalista o la “dictadura” de la burguesía. Lo que separa a los bolcheviques y a Marx es la experiencia de Jünger: “Me he dado cuenta de la diferencia que existe entra la acción y la palabra y este conocimiento jamás me lo hubiera proporcionado la paz”. Con la guerra, la palabra queda desacreditada. Empieza la era de la subordinación del intelectual ante el militar: “El Papa… ¿cuántas divisiones?” (palabras de Stalin, años más tarde).
Recapitulando: “La guerra”, decía Clausewitz, “es la mera continuación de la política por otros medios”. Esta fórmula ha sido contradicha por la Primera Guerra mundial. La política no ha conducido a la guerra, sino que ha seguido su estela. Y como marca de la diferencia entre el siglo veinte y el gran dispositivo de los Tiempos modernos europeos para encuadrar la violencia entre estados, ese desencadenamiento bélico es el que ha fijado el modelo de la política revolucionaria. Lenin introdujo, en la conflictividad del tiempo de paz, la violencia, la radicalidad y el carácter ilimitado de la guerra total. La revolución, por lo tanto, proviene de la guerra que precisamente denuncia. Ambiciona, es cierto, la paz definitiva, pero no concibe otros medios para alcanzar ese ideal que no sean exterminar al enemigo, y para ello exige un ejército en orden para la batalla. Como leninista ortodoxo que era, Mao Ze Dong escribió: “La guerra, ese monstruo que hace que los hombres se aniquilen, quedará eliminada gracias al desarrollo de la sociedad humana, en un futuro no muy lejano. Pero para suprimir la guerra, sólo hay un método: oponerle la guerra, oponer la guerra revolucionaria y la guerra contrarrevolucionaria”.
Hay pues una ruptura entre la era moderna y el mundo que nació de la cadena de catástrofes iniciada por la Gran Guerra. Como apuntaba Élie Halevy en 1936: “El socialismo de la postguerra es hijo del régimen de guerra, más que de la doctrina marxista”. Los siglos anteriores transmitieron al veinte la ilusión de una política absoluta y la reducción de la pluralidad humana y de la diversidad de las situaciones al enfrentamiento entre dos fuerzas. Pero bastó con una conflagración incontrolable para que aquella política absoluta tomase forma de movilización total y que la lucha contra “el enemigo de clase” lograse la destrucción sistemática de éste con hambrunas o en campos de concentración.
Del nacionalsocialismo se puede decir, como acerca del comunismo, que su inspiración ideológica es anterior a la Gran Guerra. La crítica de la abstracción democrática en el nombre de la antigua sociedad orgánica empezó con motivo de la Revolución francesa, y contra ella. Fue entonces cuando la disolución de los vínculos tradicionales, así como la separación y la igualación de los individuos fueron denunciadas por primera vez como un tormento. Después llegó la acusación romántica contra la burguesía, tachada de mediocre y, en su versión urbana, de artificiosa. Pero la guerra le dio a esa crítica un vuelco muy importante, al reconciliar el romanticismo y la técnica, dándole a la nostalgia un objeto nuevo: ya no la comunidad rural, sino la Frontgemeinschaft, la comunidad de las trincheras. El hombre democrático, reducido por la sociedad liberal a la búsqueda del confort y a la gestión egoísta de sus intereses, vio ofrecerse a él la exaltadora perspectiva de la densidad de la vida y de la autenticidad recobrada en la fraternidad de las armas. De la misma manera, Hitler era antisemita antes de la guerra , pero fue la derrota la que tranformó aquella opinión en obsesión. La palabra odio surge, en sus escritos, en el fragmento de Mein Kampf donde relata su reacción ante el 11 de noviembre (armisticio y derrota de Alemania, en 1.918). Todas las batallas se libraron fuera del territorio alemán, pero Alemania capituló. Por lo tanto, debía de haber otra cosa, una verdad secreta, maniobras, un complot: “El odio nació en mí contra los autores de aquellos acontecimientos”, escribió Hitler. Los acontecimientos tienen autores invisibles. Esos autores invisibles son los invisibles judíos. La conclusión se impone: “Con el Judío, no hay que pactar nada sino decidir: todo o nada. En lo que me concierne, decidí hacer política”.
Todo o nada: el cabo Hitler situa la política bajo el paradigma de la confrontación definitiva con un enemigo absoluto. Se comprueba entonces, como escribe el historiador Ian Kershaw, que “la Primera Guerra mundial hizo posible a Hitler. Sin la experiencia de la guerra, la humillación de la derrota y el estremecimiento revolucionario, el artista fracasado y el marginado no hubiera descubierto qué podía hacer con su vida, entrando en política para desempeñar su oficio de propagandista y demagogo tabernario. Sin el traumatismo de la guerra, de la derrota y de la revolución, sin la radicalización de la sociedad alemana provocada por dicho traumatismo, el demagogo jamás hubiese captado a un público sensible a su mensaje gritón y lleno de odio. El legado de la guerra perdida creó las condiciones por las cuales los caminos de Hitler y de la población alemana empezaron a cruzarse”.
Y cuando, en agosto de 1.941, la campaña de Rusia empieza a fracasar, Hitler, ante los suyos, evoca insistentemente el recuerdo de 1.918. “Los autores de aquellos acontecimientos” no iban a salirse con la suya. Esta vez iban a pagar por la sangre derramada. Y consecuentemente, la persecución de los judíos se transforma en Solución final.
Alianza de pasiones primarias y de frialdad ténica; desprecio por los suspiros, los escrúpulos y los discursos de las almas buenas; reconocimiento de la verdad en la violencia del puño castigador; fascinación por la potencia y por la unidad de la voluntad; preeminencia de la fuerza sobre las formas; constitución del número Dos, el de la escisión antagónica en ley universal del ser; subyugación de la complejidad de las cosas antela máxima “él o yo”, oración de pura beligerancia, irreductible al enfoque dialéctico: la Primera Guerra mundial no sólo devastó Europa a sangre y fuego, sino que también transformó en sangre y fuego los valores europeos. Y hasta el pacifismo lleva la marca de esa radicalidad. El discurso de la paz a pesar de todo y a cualquier precio viene impregnado por aquello que, precisamente, aspira a combatir. En 1.940, el delicado y sensible, el refinado Jacques Chardonne justifica en estos términos la rendición francesa y el armisticio: “Sólo tengo en consideración las opiniones políticas de la historia. Están inscritas en elementos innegables, en catástrofes cargadas de razón, y por adelantado aplaudo ante el acontecimiento que deberé soportar si tiene la autoridad del huracán”.
El siglo diecinueve tuvo a sus constructores, inventores, soñadores, aventureros, hombres de estado, cantamañanas, héroes, cobardes y malvados. El veinte también, y muchos. Pero además, tendría a Varlam Shalamov, Primo Levi, Jean Améry, David Rousset, Vassili Grossman: sus testigos.
Vosotros, quienes vivís en seguridad,
En vuestros acogedores hogares
Vosotros quienes, al atardecer, os encontráis
Con amigos sentados a vuestra mesa
Mirad si es un hombre
Aquel que trabaja en el barro
Que no conoce la paz
Que lucha por un pedazo de pan
Que muere por un sí o por un no.
Esos supervivientes están en suspenso. En un siglo que quiso crear a un hombre nuevo, grande, fiero, intratable sobre las ruinas del mundo antiguo condenado por la guerra, ellos dieron testimonio por una humanidad sumergida y acerca de la fragilidad de lo humano. Han visto que ningún hombre, por muy estoico que fuere, está seguro de librarse del asesinato en él de la persona moral. El filósofo Emmanuel Levinas señala admirablemente el intempestivo significado de su mensaje: “Que se pueda crear un alma de esclavo no es sólo la expresión más estremecedora del hombre moderno, sino también, quizás, la negación misma de la libertad humana. La libertad humana es esencialmente no heroica. Que se pueda, con la intimidación o la tortura, romper la resistencia absoluta de la libertad hasta en la manera de pensar, que el orden venido de fuera ya no venga a pegarnos de frente, que podamos acatarlo como si naciera en nosotros, ésa es la irrisoria libertad. (…) Lo que sigue siendo libre, sin embargo, es la capacidad de prever su propio hundimiento y prevenirlo. La libertad consiste en instituir fuera de sí un orden de razón; en confiar lo razonable a lo escrito, en recurrir a una institución.”
Dante Pombo de Alvear, Crónicas de Calypso
2 comentarios:
¿una Constitución?
Excelente, Dante, sencillamente EXCELENTE.
Gracias, pero esa valoración (o cualquier otra, a partir del texto) se la merece Finkielkraut. Yo me he confomado con contextualizar y traducir algán texto intelectual francés, y de comentar, pero muy brevemente, algunas ideas. Lo más extraordinario para mí es la frase de Lévinas, con la Finkielkraut cierra su lección sobre la radicalidad. Después de sobrevolar cientos de millones de víctimas de los totalitarismos del siglo veinte, nos arroja a la cara que la libertad podría consistir, finalmente (y entre otras cosas, bien es verdad) en exteriorizar la razón y hallar una garantía institucional. ¿Qué mayor desencanto (para mí, lucidez) y qué mayor denuncia del utopismo asesino? Una versión bastante original de la sedición a través de... la moderación, arma descargada de futuros etéreos y cargada de confrontación con la realidad.
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