Mi intención era evocar mi lectura de La Ciudad que fue, Barcelona Años 70, de Federico Jiménez Losantos. Pero como siempre con los best-sellers, terminan imponiéndose sobre la obra misma comentarios y reflexiones de gente más o menos cercana al autor o al objeto de su libro-recuerdo.
En Ciudadanos en la Prensa encontrará el lector una interesante ilustración del interés despertado por esta autobiografía, pues de eso se trata en realidad, mal que lo niegue FJL. Recomiendo particularmente el lúcido y equilibrado artículo de Pepe García Domínguez.
Probablemente después de esta cita poco quede por añadir, sólo leer la obra, muy bien escrita desde la sinceridad y el sentimiento, y disfrutar de las fotografías:
"Pero lo más probable es que aquella Barcelona que se aferra al recuerdo del autor y esta otra que lo quiere olvidar porque que no se atreve a reconocerse en sus memorias sean, en realidad, la misma. Lo que distingue a un verdadero escritor de, por ejemplo, un periodista es esa capacidad para fijar en el tiempo y absolver del olvido los instantes efímeros que nacen indefectiblemente condenados a desaparecer. Y la Barcelona generosa, alucinógena y libertaria de los 70, si alguna vez existió, estaba llamada a ser flor de un día, de un bella mañana de primavera que duraría justo los diez años que Losantos cree haber vivido en ella; gozoso y fugaz paréntesis en que sería tierra de nadie, cuando el viejo poder franquista ya se había extinguido y el clon nacionalista que lo habría de heredar en formas y fondo aún estaba por llegar."
Algo no tan diferente ha expresado Arcadi Espada, quien lleva escribiendo varios días sobre Jiménez Losantos, sobre ese libro y, de forma bastante enigmática, sobre implícitos para mí imposibles de descifrar. Pero hay algo más. En una mezcla falsamente distanciada, y en realidad convulsiva, de halagos y de puyas a veces mezquinas contra el autor, más que contra lo que escribe, Espada nos expone sin querer su angustia propia e irresuelta frente a los años setenta, a "su" Barcelona de entonces y probablemente al recuerdo de lo que era, pensaba y decía.
Abro aquí un inciso para deshacerme de una vez de lo que yo opino acerca de La Ciudad que fue. A quienes son reacios a reflexiones entre psicológicas y literarias sobre la función del recuerdo de sí, les recomiendo que obvien los próximos cinco párrafos y vayan directamente a la parte final de este artículo, donde volveré a interesarme por la sorprendente flaqueza de un Espada amargado y a la defensiva.
La trayectoria de FJL no puede entenderse sin su formación intelectual en torno a la literatura española y al psicoanálisis . Lo primero le instaló en un mundo estético y conceptual por el que siente una profunda y coherente admiración, salvándole así del desengaño y de la infelicidad. Lo segundo le llevó a fundar Diwan, a crear y participar en tertulias de intelectuales y artistas, a adentrarse en el arte contemporáneo (la pintura abstracta en particular) y, naturalmente, a meterse en política, como todos los jóvenes de su circunstancia. Meterse en política sólo podía tomar dos formas: ser un franquista sincero o cínico, como Gallardón o Cebrián, o pasar por el Pecé, el único partido, la única organización disponible para canalizar, en aquellos años, los afanes de resistencia, de civismo, de regeneración de una generación ilusionada y ávida de conocimientos y de cambio.
La experiencia de diez años en Barcelona se interrumpió para el Señor Jiménez Losantos de forma abrupta y violenta, aunque no sorpresiva. Se cumplieron las amenazas que se habían ido cerniendo sobre él, y en circunstancias que el relato sigue a mi juicio sin aclarar del todo (pero es una cuestión que no trataré hoy), los terroristas de Terra Lliure le mutilaron y estuvieron a punto de matarle. Experiencia, para él (no para los suyos, felizmente) bastante peor que la muerte misma, pues pasó en unas horas por el miedo a que le asesinaran, a que liquidaran a una amiga que andaba por allí (¿por casualidad?), por el ritual del terror frío y protocolario, y por el dolor insoportable de una herida precisamente no mortal.
Esta invitación bárbara al destierro fue fielmente obedecida por FJL. Empezó para él, probablemente, un largo túnel lacaniano de reconstrucción de sí, facilitado quizás por un conocimiento técnico y agudo de las herramientas de la introspección freudiana, lo que de forma paradójica le habrá llevado, intuyo, por una trayectoria laberíntica de recuperación de sí más compleja todavía, más ardua y más dolorosa.
El primer resultado visible por los demás es este libro, veinticinco años después. Como sabemos quienes nos hemos metido, con mayor o menor fe, desencanto o escepticismo, en los meandros de la exploración psicoanalítica, el uso de conceptos heurísticos en el relato de (su) vida indica que la autobiografía asumida o disimulada no es más que un relato-pantalla destinado a sustituir otro, anterior y sin aceptar. La función protectora de la escritura sólo es eficaz mediante la desnudez, y su dilación más real e imponente cuando se supone, como en este caso, que por fin se ha dicho todo.
El problema es el de siempre, sin resolver por Dalí, Buñuel, Breton o Eluard, a pesar de unas vidas completamente dedicadas a ello: la distancia insalvable entre el sueño transformado en imágenes y el sueño plasmado en las palabras, o, dicho de otra forma, entre el sueño y el dolor. La llave que no encontró ni siquiera Saura (en Elisa vida mía o en Cría Cuervos): salir de la incompetencia del lenguaje para significar algo más que los impedimentos de la palabra.
En los estereotipos y las objetivaciones del discurso, y eso es, ni más ni menos, "La ciudad que fue", se plasman de forma codificada, sólo para iniciados, las líneas de división y de ruptura de quien se expresa. Lacan entendía que el psicoanálisis, finalmente, es la asunción por el sujeto de su historia, construida por la palabra dirigida a un tercero. De esa forma, el que habla, o en este caso escribe, es desposeído de esa parte de sí mismo, convenciéndose por fin de que esa parte de sí sólo ha sido creada e imaginada, contraria a la certidumbre deseada. Buscarse significa en última instancia reconstruirse para los demás, y enfrentarse, después del largo recorrido, a una nueva identidad efímera, ya alejada de sí y perteneciente, inevitablemente, a otros.
En las torpes elucubraciones que preceden no hay nada que Arcadi Espada pueda ignorar. Su respuesta es reincidente, no consigue cerrar comillas y vuelve día tras día, en su blog, sobre La ciudad que fue, introduciendo incluso consideraciones indignas de él, como alusiones al dinero que le aportará este libro a su autor, o indirectas sin remate final acerca de Losantos, muy alejadas del litigio. En un discurso propio de un hermano envidioso o frustrado, con ecos de Caín víctima del resplandor de Abel, intenta torpemente afear el embellecido recuerdo de la Barcelona que compartieron. A una reconstrucción ficticia, sentimental e idealizada, la de FJL, opone la alternativa en negativo, el lado oscuro, tan ficticio y reinventado como el de su rival, pues eso es Losantos para Espada: un rival que le roba su Barcelona dormida y se adelanta a él, tal vez, despertando dolores secretos, guardados y hasta olvidados.
Dante Pombo de Alvear
En Ciudadanos en la Prensa encontrará el lector una interesante ilustración del interés despertado por esta autobiografía, pues de eso se trata en realidad, mal que lo niegue FJL. Recomiendo particularmente el lúcido y equilibrado artículo de Pepe García Domínguez.
Probablemente después de esta cita poco quede por añadir, sólo leer la obra, muy bien escrita desde la sinceridad y el sentimiento, y disfrutar de las fotografías:
"Pero lo más probable es que aquella Barcelona que se aferra al recuerdo del autor y esta otra que lo quiere olvidar porque que no se atreve a reconocerse en sus memorias sean, en realidad, la misma. Lo que distingue a un verdadero escritor de, por ejemplo, un periodista es esa capacidad para fijar en el tiempo y absolver del olvido los instantes efímeros que nacen indefectiblemente condenados a desaparecer. Y la Barcelona generosa, alucinógena y libertaria de los 70, si alguna vez existió, estaba llamada a ser flor de un día, de un bella mañana de primavera que duraría justo los diez años que Losantos cree haber vivido en ella; gozoso y fugaz paréntesis en que sería tierra de nadie, cuando el viejo poder franquista ya se había extinguido y el clon nacionalista que lo habría de heredar en formas y fondo aún estaba por llegar."
Algo no tan diferente ha expresado Arcadi Espada, quien lleva escribiendo varios días sobre Jiménez Losantos, sobre ese libro y, de forma bastante enigmática, sobre implícitos para mí imposibles de descifrar. Pero hay algo más. En una mezcla falsamente distanciada, y en realidad convulsiva, de halagos y de puyas a veces mezquinas contra el autor, más que contra lo que escribe, Espada nos expone sin querer su angustia propia e irresuelta frente a los años setenta, a "su" Barcelona de entonces y probablemente al recuerdo de lo que era, pensaba y decía.
Abro aquí un inciso para deshacerme de una vez de lo que yo opino acerca de La Ciudad que fue. A quienes son reacios a reflexiones entre psicológicas y literarias sobre la función del recuerdo de sí, les recomiendo que obvien los próximos cinco párrafos y vayan directamente a la parte final de este artículo, donde volveré a interesarme por la sorprendente flaqueza de un Espada amargado y a la defensiva.
La trayectoria de FJL no puede entenderse sin su formación intelectual en torno a la literatura española y al psicoanálisis . Lo primero le instaló en un mundo estético y conceptual por el que siente una profunda y coherente admiración, salvándole así del desengaño y de la infelicidad. Lo segundo le llevó a fundar Diwan, a crear y participar en tertulias de intelectuales y artistas, a adentrarse en el arte contemporáneo (la pintura abstracta en particular) y, naturalmente, a meterse en política, como todos los jóvenes de su circunstancia. Meterse en política sólo podía tomar dos formas: ser un franquista sincero o cínico, como Gallardón o Cebrián, o pasar por el Pecé, el único partido, la única organización disponible para canalizar, en aquellos años, los afanes de resistencia, de civismo, de regeneración de una generación ilusionada y ávida de conocimientos y de cambio.
La experiencia de diez años en Barcelona se interrumpió para el Señor Jiménez Losantos de forma abrupta y violenta, aunque no sorpresiva. Se cumplieron las amenazas que se habían ido cerniendo sobre él, y en circunstancias que el relato sigue a mi juicio sin aclarar del todo (pero es una cuestión que no trataré hoy), los terroristas de Terra Lliure le mutilaron y estuvieron a punto de matarle. Experiencia, para él (no para los suyos, felizmente) bastante peor que la muerte misma, pues pasó en unas horas por el miedo a que le asesinaran, a que liquidaran a una amiga que andaba por allí (¿por casualidad?), por el ritual del terror frío y protocolario, y por el dolor insoportable de una herida precisamente no mortal.
Esta invitación bárbara al destierro fue fielmente obedecida por FJL. Empezó para él, probablemente, un largo túnel lacaniano de reconstrucción de sí, facilitado quizás por un conocimiento técnico y agudo de las herramientas de la introspección freudiana, lo que de forma paradójica le habrá llevado, intuyo, por una trayectoria laberíntica de recuperación de sí más compleja todavía, más ardua y más dolorosa.
El primer resultado visible por los demás es este libro, veinticinco años después. Como sabemos quienes nos hemos metido, con mayor o menor fe, desencanto o escepticismo, en los meandros de la exploración psicoanalítica, el uso de conceptos heurísticos en el relato de (su) vida indica que la autobiografía asumida o disimulada no es más que un relato-pantalla destinado a sustituir otro, anterior y sin aceptar. La función protectora de la escritura sólo es eficaz mediante la desnudez, y su dilación más real e imponente cuando se supone, como en este caso, que por fin se ha dicho todo.
El problema es el de siempre, sin resolver por Dalí, Buñuel, Breton o Eluard, a pesar de unas vidas completamente dedicadas a ello: la distancia insalvable entre el sueño transformado en imágenes y el sueño plasmado en las palabras, o, dicho de otra forma, entre el sueño y el dolor. La llave que no encontró ni siquiera Saura (en Elisa vida mía o en Cría Cuervos): salir de la incompetencia del lenguaje para significar algo más que los impedimentos de la palabra.
En los estereotipos y las objetivaciones del discurso, y eso es, ni más ni menos, "La ciudad que fue", se plasman de forma codificada, sólo para iniciados, las líneas de división y de ruptura de quien se expresa. Lacan entendía que el psicoanálisis, finalmente, es la asunción por el sujeto de su historia, construida por la palabra dirigida a un tercero. De esa forma, el que habla, o en este caso escribe, es desposeído de esa parte de sí mismo, convenciéndose por fin de que esa parte de sí sólo ha sido creada e imaginada, contraria a la certidumbre deseada. Buscarse significa en última instancia reconstruirse para los demás, y enfrentarse, después del largo recorrido, a una nueva identidad efímera, ya alejada de sí y perteneciente, inevitablemente, a otros.
En las torpes elucubraciones que preceden no hay nada que Arcadi Espada pueda ignorar. Su respuesta es reincidente, no consigue cerrar comillas y vuelve día tras día, en su blog, sobre La ciudad que fue, introduciendo incluso consideraciones indignas de él, como alusiones al dinero que le aportará este libro a su autor, o indirectas sin remate final acerca de Losantos, muy alejadas del litigio. En un discurso propio de un hermano envidioso o frustrado, con ecos de Caín víctima del resplandor de Abel, intenta torpemente afear el embellecido recuerdo de la Barcelona que compartieron. A una reconstrucción ficticia, sentimental e idealizada, la de FJL, opone la alternativa en negativo, el lado oscuro, tan ficticio y reinventado como el de su rival, pues eso es Losantos para Espada: un rival que le roba su Barcelona dormida y se adelanta a él, tal vez, despertando dolores secretos, guardados y hasta olvidados.
Dante Pombo de Alvear
1 comentario:
Mucha gente no sabe aceptar su lugar en el mundo. Espada podrá tener sus seguidores, pero no deja de ser un desconocido si se le compara con Federico.
Ni siquiera su discurso defiende la postura de todos. Y es que es la diferencia entre una persona de una claridad meridiana (Federico) y un pseudomístico al que muchos días entenderán su madre, la Barbat (jeje) y dos o tres vecinos, eso sí, cuando se lo explique.
Arcadi tuvo que ser un joven hipertímido, encerrado y nada vital. Posiblemente su Barcelona de aquella época sean más sus bibliotecas, sus librerías, y sus lecturas. Si hay que decidirse entre ellos, yo creo que no hay color.
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